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Un gobierno hecho (de) pedazos

Fascinado, López Obrador juega al ‘tapado’ anticipando el dedazo que dará para designar a quien espera le suceda, y le cubra las espaldas, sus manos ensangrentadas y sus bolsillos llenos.

Andrés Manuel López Obrador llegó al sueño que anheló por décadas. Se calza la banda presidencial, se sienta en La Silla y tiene el poder que lo obnubiló desde su juventud. Nacido en el sexenio de Ruiz Cortines, se hizo miembro del PRI en el echeverrismo. Una juventud y adultez absorbiendo los mitos del nacionalismo revolucionario que hoy revive encantado.

Ya no está Fidel Castro, pero sí su heredero como dictador, Miguel Díaz-Canel. Con eso basta para trasladar a AMLO a otro momento y lugar. En estos días, es Lázaro Cárdenas, exaltando a una Revolución cubana sitiada por los gringos. No se dirige a Joe Biden, sino a John Kennedy, cuando pide se levante el bloqueo.

Es el nacionalista de extrema izquierda dentro de la Constitución, así se autodefinía Adolfo López Mateos, cuyo gobierno rechazó romper relaciones diplomáticas con La Habana, a diferencia de muchas naciones de América Latina. México se había abstenido previamente de apoyar la expulsión de Cuba de la Organización de Estados Americanos. AMLO es más radical y ya anunció que quiere sustituir la OEA por “un organismo que no sea lacayo de nadie”. El tabasqueño vive exaltado la Guerra Fría.

Pero la mayor histeria lopezmateista la reserva AMLO para la electricidad, esa industria que el mexiquense nacionalizó en 1960. Una fe ciega en el estatismo energético que confunde con soberanía. Un entusiasmo mayor en ese aspecto, por supuesto, lo reserva para el chapopote. Imita a otro López: Portillo, como si el petróleo todavía dominase el escenario mundial. No se cansa de hundir dinero en Pemex, recursos que resta a salud o educación, con el mesías macuspano esperando resucitar a un muerto a golpe de billetes.

Mientras se calza un casco de trabajador de Pemex y pone mirada trascendente, AMLO regresa a su juventud en los momentos en que la riqueza del crudo chorreaba sobre Tabasco. Imaginando que todavía existe el yacimiento de Cantarell, proclamó que extraer crudo era tan sencillo como hacer un pozo de agua.

Con Luis Echeverría Álvarez comparte, por otro lado, una enfermiza obsesión por el peso. ¿Millones de nuevos pobres? ¿Ocho de nueve trimestres al frente del gobierno con contracción económica? No importa: el barómetro que mide el éxito de la economía nacional es la paridad. Esos 20 pesos (nuevos) por dólar lo regresan a la larga era de los 12.50 pesos (viejos) por billete verde. Ese tipo de cambio que López Obrador conoció desde niño hasta que era estudiante universitario.

También con Echeverría comparte la pasión por el campo. No puede regresar el ejido, pero sí buscar soberanía alimentaria. De ahí que haya revivido Conasupo, solo que rebautizado como Seguridad Alimentaria Mexicana. Nada mejor que poner al frente a quien fue un cercano colaborador del propio Echeverría: Ignacio Ovalle.

Y como tantos de sus predecesores, además juega al ‘tapado’, fascinado anticipando el dedazo que dará para designar a quien espera le suceda –y le cubra las espaldas, sus manos ensangrentadas y sus bolsillos llenos.

La presidencia obradorista es un Frankenstein de pedazos de cadáveres del priato, nociones caducas de soberanía, estatismo y nacionalismo, siempre antiestadounidense y ahora también antiespañol, englobando desde Colón hasta Felipe VI. El inquilino de Palacio dio vida al monstruo y se regodea ante su creación que marcará su gobierno como un fracaso. La idolatría de un pasado glorioso que nunca fue, y que condena al país a un presente y futuro de estancamiento y desesperanza.

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