MIAMI, FL.- Las sanciones económicas impuestas por Washington a Rusia fueron un firme aviso de que el festín de impunidad del autócrata Vladimir Putin estaría llegando a su fin.
Por primera vez Putin se siente acorralado. Y amaga con saltar.
En unos días conoceremos el desenlace de la huelga de hambre del líder opositor Alexei Navalny (que inició el 31 de marzo), recluido en una prisión de inhumanas condiciones, dentro de un campo de trabajos forzados en la ciudad de Prokov.
Fue trasladado, este martes, a “un hospital regional para condenados, que se encuentra en el penal IK-3”, informó el Servicio Federal Penitenciario Ruso, con el lenguaje patibulario de los carceleros políticos.
Si Alexei Navalny muere, el aislamiento internacional de Rusia será inevitable.
Hace una semana exactamente, el presidente Biden prohibió a las instituciones financieras estadounidenses comprar bonos emitidos por el gobierno ruso, ya sean de su Banco Central, de sus reservas soberanas o del Ministerio de Finanzas.
Y para frenar cualquier proyecto de inversión de empresas estadounidenses en Rusia, autorizó la aplicación de sanciones en cualquier área de la economía del país gobernado por Vladimir Putin.
Fue el golpe más fuerte, pero no el único que se anunció el jueves anterior: expulsó a 10 “diplomáticos” rusos, a la vez que sancionó a empresas y personas de ese país que han participado en el hackeo informático contra Estados Unidos.
Oficialmente, la Casa Blanca dijo que las sanciones son por la interferencia rusa en las elecciones de Estados Unidos, el ciberespionaje, la persecución a disidentes y la violación a la soberanía de otros países.
Eso es lo oficial y no miente la Casa Blanca, pero omite decir con todas sus letras que los brazos de Putin son los que han movido los hilos para el manejo de información falsa (fake news) acerca de la vacunación contra el Covid.
Se está llegando a una cifra récord de vacunados en Estados Unidos, pero la dificultad para alcanzar la “inmunidad colectiva” no será la falta de dosis para inocular, sino el rechazo de un porcentaje significativo de la población a vacunarse, porque la propaganda les ha hecho creer que eso los va a envenenar, o que les van a inyectar microchips para controlarlos.
Ahí están las huellas del Kremlin, y cuentan en este país con amplificadores de extraordinario poder y capacidad para confundir, cuyo corazón late hacia Mar-a-Lago, en Palm Beach.
“Los que han osado interferir en las elecciones de nuestro país sufrirán las consecuencias”, dijo al menos en dos ocasiones el candidato Joe Biden durante los debates presidenciales con Donald Trump.
Eso es lo que está en marcha, y Putin se lo ha ganado a pulso.
Obama y Trump fueron complacientes con él, o socios de sus fechorías, como es el caso de este último.
Invadió Crimea y no pasó nada importante.
Se asoció con la campaña de Trump en 2016 para espiar y dinamitar las posibilidades de Hillary Clinton.
Las agencias de inteligencia del gobierno estadounidense encontraron participación del gobierno ruso en las elecciones de 2016.
Una comisión bipartidista del Congreso de Estados Unidos, encargada de investigar el caso –dominada por republicanos–, concluyó que sí hubo “coordinación” entre el gobierno ruso y el equipo de campaña del candidato Donald Trump.
Una fiscalía especial, creada por el gobierno de este país, llegó a la misma conclusión, y Trump libró el impeachment por razones políticas y no porque estuviera limpio en esa violación a la soberanía del país que gobernaba.
Rusia con sus agentes volvió a intervenir en las elecciones estadounidenses al acordar con el equipo de Trump, encabezado por Rudolph Giuliani, una trama que involucraba falsamente a Biden y su hijo en negocios sucios en Ucrania.
Basta, le han dicho a Putin desde la semana pasada.
Días antes, el populista ruso y su partido adecuaron las leyes para que pueda mantenerse en el poder hasta 2036, a pesar de que ya ha gobernado por 20 años a su país.
Asunto de los rusos, es cierto, pero lo que es inaceptable es la persecución criminal del gobierno de Vladimir Putin contra su más resuelto opositor, Alexei Navalny.
Es abogado, pero comenzó como bloguero que en un canal de Youtube exhibió la corrupción de los cercanos a Putin, con videos cargados de una combinación que escuece a los autoritarios: información y humor.
Desde 2017 Navalny ha pasado entre celdas y persecuciones, cuando hizo público un video en el que acusó al primer ministro Dmitri Medvédev de recibir en sus fundaciones, dentro y fuera de Rusia, alrededor de mil 200 millones de dólares en depósitos y bienes que le sirvieron para comprar propiedades de lujo en el exterior. Todo a nombre de parientes y terceras personas.
En otro video, documentado y sarcástico, Alexei Navalny exhibió la construcción de un palacio para Vladimir Putin en el mar Negro.
Antes encabezó protestas masivas en Moscú contra los fraudes electorales del autócrata ruso.
Mientras viajaba en un vuelo comercial sobre Siberia (hacía campaña), se desvaneció. Había sido envenenado con un agente químico (Novichok), de acuerdo con el laboratorio del hospital militar alemán donde fue atendido.
El Kremlin dijo en esa ocasión que Navalny “entró en coma como resultado de causas que no se han determinado”.
Navalny regresó a Rusia, donde fue sacado de su casa, en Moscú, el 26 de diciembre de 2019, por 20 agentes de las Fuerzas Especiales rusas, y conducido a la Colonia Penal IK-2, en Prokov, donde permaneció hasta el martes.
La huelga de hambre es en demanda de que le permitan atención de su médico para tratar los dolores de espalda (secuela del envenenamiento con químicos, al que sobrevivió) y el fin a la tortura psicológica que, entre otras cosas, consiste en despertarlo a los pocos minutos de que ha conciliado el sueño.
Ése es Vladimir Putin. Así trata a su rival político.
Un asesino, ha dicho de él Joe Biden, y no le falta razón.
A ese matón impune es al que, por primera vez, le han comenzado a poner límites.
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