Durante 639 mañaneras celebradas hasta este lunes, el presidente Andrés Manuel López Obrador se ha referido prácticamente todos los días a la corrupción de gobiernos anteriores. No importa de qué tema esté hablando, siempre tiene forma de envolver cualquier explicación con el mismo alegato. Esa narrativa no es una obsesión, sino un discurso bien calculado y diseñado para que el fenómeno de la corrupción se siga anidando en la cabeza de los mexicanos, que en las elecciones de 2018 le dieron el mandato para acabar con ella. Hoy se puede afirmar que el Presidente ha fracasado en su intento. No sólo porque la impunidad se mantiene, sino porque la calificación que dan sus gobernados a su cruzada es negativa.
La Encuesta Nacional de Cultura Cívica dada a conocer hace unos días por el Inegi, que retrasó su divulgación hasta después de celebradas las elecciones, llevó malas noticias a Palacio Nacional. Seis de cada 10 mexicanos no creen la palabra de López Obrador y consideran que la corrupción sigue igual o peor que durante el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. El 38.2 por ciento cree que “se ha mantenido igual de alto” que con Peña Nieto, y el 23.4 por ciento considera que ha aumentado. La saturación de la palabra del Presidente en la conversación no ha tenido mayor efecto en la población, que aparentemente ha visto en actos de corrupción de su familia y colaboradores, mayor sustento para la decepción.
Nunca se había documentado corrupción de familiares del Presidente, como la de su hermano Pío, captado en un video recibiendo dinero para su hermano el Presidente, de origen ilegal. No se había revelado con tanta crudeza el nepotismo de familiares del Presidente, como sucedió con su hermano y su prima. Tampoco había quedado tan cristalina la riqueza escondida de miembros del gabinete, como ahora, ni había tantas versiones de negocios multimillonarios oscuros que tocaban la puerta de Palacio Nacional o tantas quejas de quienes tienen que pagar comisiones para que se resuelvan sus asuntos.
La percepción de los mexicanos ha sido acompañada por la impunidad para los casos documentados, y la falta de interés en darle seguimiento a las quejas crecientes de la corrupción dentro del gobierno. Esto va a tener consecuencias, si no en México, donde la subordinación y el temor a represalias frenan las acciones legales que combatan la corrupción, sí en el extranjero. Lo vimos durante la reciente visita de la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, donde el tema de la corrupción fue un punto de alta relevancia que, sin embargo, pasó desapercibido.
El internacionalista Fausto Pretelín, un agudo observador de la política, reprodujo al día siguiente del encuentro entre López Obrador y Harris una parte de la sesión de preguntas y respuestas que en un momento de la visita tuvieron con la prensa que acompañaba a la vicepresidenta. Pretelín citó a Alexandra Jaffe, la reportera para asuntos políticos nacionales de la agencia AP:
“Señora vicepresidenta, usted ha hablado sobre la revisión del tema de la corrupción para abordar las causas de la migración, pero dados los antecedentes del Presidente (López Obrador), sus críticas y objeciones frente a las reformas a las leyes anticorrupción en la región, (López Obrador) se ha comprometido con usted y ha dicho que tratará de no interferir ante las iniciativas anticorrupción. ¿Qué le hace creer que usted pueda confiar en él como socio sobre este tema?”. Harris subrayó la importancia de abordar la corrupción, pero no dijo nada de López Obrador, que se encontraba a dos metros de ella.
Jaffe, continuó Pretelín, preguntó a López Obrador: “Señor Presidente, ¿qué le diría a los que dicen que usted forma parte del problema de la corrupción en su país y que usted no toma la lucha contra la corrupción en serio?”. El Presidente, anotó el columnista, hizo mutis. Inmediatamente después, Ed O’Keefe, corresponsal político de la CBS que cubre la Casa Blanca, inquirió a Harris si consideraba que México, El Salvador, Guatemala y Honduras, estos tres últimos conocidos como el Triángulo de Norte, principal plataforma de migración indocumentada a Estados Unidos, “son corruptos”, pero antes de que respondiera, volteó a López Obrador y le dijo en español que no le había contestado a Jaffe.
Harris volvió a evadir el tema de la corrupción en esos cuatro países. López Obrador tomó la palabra. “Las redes sociales, más que información, llevan desinformación”, dijo. “Yo le quisiera devolver la pregunta a usted. ¿En cuántos casos de corrupción he sido señalado? Le puedo dar la respuesta, cero. Nosotros estamos en una franca lucha contra la corrupción… (que) no es sólo de los políticos. La corrupción también pasa por algunas personas que obtuvieron dinero del extranjero para venir a hacer cosas aquí y no se sabe quién se los mandó y para qué se está utilizando. Le hemos dicho al gobierno de Estados Unidos que no nos interesa que venga un solo dólar al gobierno; nos interesa trabajar en políticas públicas que trasladen esos recursos de una manera efectiva sin intermediarios para que le llegue a las comunidades esos cambios en la forma de vivir”.
López Obrador nunca respondió la pregunta de Jaffe y esquivó sin atajar el golpe –debe ignorar que, si las preguntas fueron tan precisas, es porque en Washington se está hablando de ello–, con lo que, probablemente, confirmó las suspicacias. Estados Unidos no vota en las elecciones mexicanas, podría argumentarse, pero lo que se difunda sobre corrupción allá tiene repercusiones aquí.
La encuesta del Inegi abre esa ventana. Todos los días machaca sobre la corrupción del pasado y todos los días desacredita a los medios y a las organizaciones civiles que denuncian las irregularidades para desacreditarlos. Pese a ello, la mayoría de los mexicanos piensa que López Obrador no ha hecho nada y 54.5 por ciento considera que la corrupción es el principal problema del país. Si uno conecta los puntos, el Presidente sí tiene un problema creciente.
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