Aletargado por la cirrosis y desesperado por un trago, Rodolfo Rodríguez El Pana vio a Dios en Apizaco, Tlaxcala. Lo vio como una luz intensa. No era humano ni tenía forma humana, pero sí hablaba. Charlaron. No te preocupes —dijo Dios—: sigue bebiendo porque pronto, muy pronto, te despedirás de los toros en la Plaza México.
Un amigo lo visitó. Escuchó su historia. "Pobre, ya delira de tanto alcohol", pensó. La situación en aquel hogar era, por decir lo menos, lamentable. Cinco botellas vacías —de quién sabe qué licor— eran la prueba de la ignominia en la que vivía el último romántico del toreo, que entonces ya rebasaba la cincuentena. Era una especie de Baudelaire de la tauromaquia: entregado al hedonismo puro, que también lleva al sufrimiento, pero seguro del papel que le había tocado interpretar en ese teatro que otros llaman vida. El Pana se enojó al ver a su amigo con las manos vacías. "¿Por qué vienes a visitarme sin una botella?", protestó. El amigo, triste y confundido, fue por una a la vinatería más cercana, se la regaló y se fue, sin saber que aquel delirio iba a convertirse en hecho.
Cuatro meses después, el 7 de enero de 2007, Rodolfo Rodríguez se despidió de la Monumental con toda la algarabía propia de estas liturgias: en hombros y bombardeado por flores y loas que reconocían su pasión por esos seres que, dijo, siempre fueron sus cómplices: los toros. "¡Que Dios te bendiga!", gritaba la muchedumbre. El Pana esbozó una sonrisa, pues no sólo había sido bendecido: también habían hablado con él. Aquella despedida, como se sabe, no fue la definitiva.
El documental El Brujo de Apizaco —que se estrena este viernes en la Cineteca Nacional— cuenta ésta y muchas historias más de la vida de este poeta maldito de la fiesta brava, quien siempre admitió ser "un desmadre, un bohemio, un loco, un fuera de serie".
El director de esta cinta, Rodrigo Lebrija —hijo de ganaderos y profundo apasionado de los toros— tiene muy claro que, en efecto, El Pana fue una aguja en el pajar, un crack de la faena, de esos que existen por ciclos, no por años.
"Decían que era bipolar, pero se quedaban cortos: era multipolar. Yo, que tuve la oportunidad de conocerlo, encontré en él tres personajes: el alcohólico que hablaba con el barrio en la boca, el torero de la vida pública que siempre portaba clavel en la solapa, y el torero superhéroe, el que había encontrado su álter ego en un traje de luces", comenta el cineasta en entrevista con El Financiero.
El Pana le contó su historia en 45 minutos. "Desde el minuto cinco supe que estaba ante una figura única", recuerda. "Nunca quise hacer una película sobre un torero, sino sobre un ser humano. Mis 200 horas de clases de sicología transpersonal hicieron que me enganchara profundamente de la condición humana de El Pana".
A poco más de un año de su muerte, tras una cornada en Durango que lo dejó tetrapléjico a los 64 años —ocurrida el 2 de junio de 2016—, la leyenda de Rodolfo Rodríguez apenas comienza. Una leyenda que empezó desde que tenía 3 años, edad en la que la muerte tocó a su puerta, cuando su padre, un pistolero de Maximino Ávila Camacho, fue asesinado a tiros en Puebla. Desde entonces apoyó a su madre, trabajando en infinidad de oficios, como panadero —de ahí su apodo— vendedor y hasta sepulturero. Y fue hasta su juventud cuando conoció otra alegoría de la muerte: la tauromaquia. "Cuando toreaba, decía que se le metía un espíritu", recuerda Lebrija.
Su vida de excesos nunca terminó. Después de su debut en la Plaza México el 6 de agosto de 1978 —donde cortó dos orejas al novillo Reyezuelo, de 330 kilogramos—, momentos de gloria invadieron su vida de por sí ya colmada de excesos. Su paladar no discriminaba licores, pero —hombre de campo al fin— amaba el pulque, "traicionero y cabrón como el petróleo", decía.
"Tenía más vidas que un gato. Sufrió más de 20 cornadas y muchos incidentes causados por el alcohol. Lo recogían inconsciente en las cunetas de Apizaco y una vez un camión de basura le pasó muy cerca", cuenta Lebrija. "Tuvo principios de cirrosis e incluso lo trataron en el Hospital de Cancerología por cáncer de hígado. Me acuerdo que en una ocasión me pidió dinero prestado en la clínica porque sólo traía 200 pesos para pagar la cuenta".
El cineasta relata la vida de Rodolfo Rodríguez sin tibiezas. Un hombre de tal determinación, dice, no merece otra cosa que una película brutalmente honesta. Cuenta que una vez le llamó la hermana del Pana llorando, pidiéndole que por favor editara algunas partes de la historia. Se negó. Le dijo que las vidas humanas son finitas, pero las obras de los hombres no. "Al final la película es lo que va a trascender. Lo que sobrevivirá es un retrato feroz sobre el alcoholismo".
Y vaya que El Pana sufrió. Visitó anexos (clínicas de internamiento de AA), padeció crisis económicas y fue hermano, en muchas ocasiones, de la soledad. Era un hombre católico, sumamente devoto, de grandes convicciones espirituales. "La espiritualidad la aprendió y la ejerció a partir de los anexos; necesitaba agarrarse de algo para salir adelante", comenta Lebrija.
El Pana fue el protagonista de una época dorada para la fiesta brava mexicana. Antes, dice el director, los toros se vivían con más pasión. "Hoy se torea para hacerse rico. El toreo se ha convertido en cosa de esnobs, de niños lindos, cuando hace años el torero generalmente provenía de un origen muy humilde", agrega. El Pana lo supo también. "Antes toreaba uno por hambre, para luego comprarle una casa a la madre; ahora venden la casa de la madre para torear", dijo en 2007.
Rodolfo Rodríguez solía hablar en tercera persona frente a las cámaras. ¿Pero quién hablaba realmente? ¿El torero de la faena, el bohemio o el alcohólico de Apizaco? "Hablaba un ser humano, nada más que un ser humano", concluye el cineasta.