Sussex es una tierra maldita para los artistas. Fue en esta región sureña de Inglaterra donde la novelista Virginia Woolf decidió llenarse los bolsillos de piedras para ahogarse en el río Ouse y también fue el sitio donde el escritor Malcolm Lowry murió por sobredosis de alcohol.
Muy cerca de ahí, en un rancho construido con maderas finas y poblado por decenas de animales de granja, Paul McCartney sufrió una de las peores traiciones de su vida.
Una noche de febrero de 1983, el ex Beatle se encontraba lavando platos en la cocina de su cabaña con un joven que tenía poco tiempo de conocer, pero por el que sentía ese cariño peculiar que desarrollan los maestros por sus aprendices: Michael Jackson.
Aquella fecha fue clave porque -como dijo Linda McCartney en varias entrevistas y así también lo revela el libro Michael Jackson, Inc. (2014), de Zack O'Malley- Sir Paul se confesó con el Rey del pop sobre sus verdaderos intereses. Le dijo que, desde hacía tiempo, había surgido en él una obsesión por recuperar los derechos de las 251 canciones de los Beatles que había compuesto con John Lennon. Y casi al borde del llanto, le contó que no podía comprarlos porque los directivos de ATV Music le pedían un precio exorbitante.
Para 1983, los temas del cuarteto de Liverpool formaban parte del catálogo de Northern Songs, una editorial que a su vez pertenecía a ATV Music. Desde 1981, los directivos de la disquera le habían dicho a Paul que con gusto le vendían los derechos, pero lo condicionaron a comprar la compañía completa por 40 millones de dólares.
El bajista se negó. Le habló a Yoko Ono y le propuso irse a partes iguales: 20 y 20. Algo ofendida y aún con el dolor del duelo por la muerte de su marido en 1980, le dijo que no tenía el mínimo interés en adquirir algo que tuviera que ver con los Fab Four, pues ya era la heredera universal de los derechos intelectuales de su esposo.
Todo ello se lo contó a Michael Jackson en una ligera cena en la que también estuvo Linda. La familia McCartney era encantadora para Michael: vegana, de buenos modales y amante de los animales.
Durante 1983, las reuniones en Sussex y en Londres se hicieron cada vez más frecuentes. Grabaron juntos la canción y el videoclip de Say Say Say, que formaba parte del quinto álbum de McCartney como solista, Pipes of Pace (1983), y un año antes habían grabado The Girl Is Mine para el aclamado disco Thriller (1982).
Aislados de las giras y las estampidas de fans, los dos grandes platicaban sobre su pasión por el soul, su hambre altruista y su gusto por la vida del campo. Uno disfrutaba de su consagración como emblema cultural del siglo XX y el otro gozaba del fugaz placer de la fama. Según la Asociación de Industria Discográfica de Estados Unidos, Thriller fue el álbum más vendido de 1983 y se mantuvo 37 semanas no consecutivas en la lista Billboard 200.
Entre tantas charlas y cenas, surgió el tema que -según Linda- más le fascinaba a McCartney: los negocios. Ocurrió en el departamento de Londres del ex Beatle. Paul tomó a Michael del hombro y le pidió que lo acompañara a su estudio porque debía contarle algo secreto.
Entonces, con esa sonrisa pícara tan suya, le dijo: "esto es lo que hago ahora: acabo de comprar el catálogo completo de Buddy Holly y otro más de Broadway. Revisa esta hoja: todo lo que ves aquí, es mío". Paul se quejó nuevamente de la cerrazón de los directivos de ATV Music, quienes no daban su brazo a torcer y mantenían su oferta de 40 millones por los derechos los Beatles.
Según cuenta Zack O'Malley, Michael Jackson quedó hipnotizado después de aquella reunión. Discreto y un poco sospechoso, habló con sus abogados y les contó lo sucedido. Le parecía increíble que pudiera poseer las canciones de sus grandes ídolos. "Paul y yo aprendimos lo difícil que eran los negocios en esta industria, pero sobre todo aprendimos de la importancia de los derechos de autor y la dignidad que requiere el oficio de escribir canciones", escribiría el Rey del pop años después en su autobiografía Moonwalk (1988).
La relación entre ambos se enfrió en los años posteriores. Jackson dedicó gran parte de su tiempo a convertirse en empresario y filántropo. En 1984 recibió un reconocimiento en la Casa Blanca de manos del presidente Ronald Reagan por sus labores altruistas en las campañas anti drogas. El año siguiente coescribió- junto con Lionel Richie- la canción We Are The World, compuesta especialmente para la campaña USA For Africa.
Desde 1980, Michael había estado generando hasta 10 millones de dólares anuales. "Estaba sentado sobre una pila de dinero que necesitaba ser invertida", cuenta O'Malley. Entonces recordó las enseñanzas de su maestro Beatle y comenzó el verdadero negocio: comprar catálogos de canciones. Con la ayuda de su abogado John Branca y el polémico empresario Robert Holmes à Court -el primer australiano multimillonario de la historia- adquirió los derechos de Len Barry y The Intruders. Luego, canciones por separado. Intentó comprar sin éxito todos los temas de Motown -el gran sello de la música afroamericana- e incluso llegó al extremo de escuchar una canción en alguna fiesta, meterse al baño y decirle por teléfono a sus asistentes: "¡Quiero esta canción!".
El 16 de agosto de 1985, Paul McCartney se encontró con una noticia que lo dejó helado: "Michael Jackson compra los derechos de las canciones de los Beatles por 47 mdd". El joven de 26 años le había ganado a compradores como la CBS, Coca-Cola y EMI. Hay quien asegura que Paul ya sospechaba de la traición, pero nunca se ha conocido la verdad.
Los golpes para Paul continuaron: en 1995, Michael fusionó su catálogo con Sony, creando así la empresa Sony / ATV Music Publishing.
Cuando murió, sus herederos vendieron su parte a Sony Corp por 750 millones de dólares y Paul declaró a la prensa: "No estoy devastado por nada; nunca pensé que me fuera a dejar su parte".
Casi cuatro décadas después, Sir Paul McCartney ha ganado la batalla. Si ningún juez se opone, su viacrucis concluirá y, a partir de octubre de 2018, el hombre al que han dado por muerto en infinidad de ocasiones será el dueño total de los Beatles.
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