"¿Cuándo te vas a morir?, ¿Cuándo te vas a morir?". El estribillo de 'Margaret on the Guillotine' colocó a Morrissey bajo la lupa de Scotland Yard en 1988. ¿Una amenaza a la Primer Ministro del Reino Unido?, le interrogó el brazo especial de la fuerza policiaca al cantante, quien acababa de separarse de The Smiths.
Qué lejos aquel tiempo en que el enemigo estaba en casa. La juventud contra un adversario plenamente identificado: Margaret Thatcher -y sus drásticas medidas de política económica-, a la que se podía mandar al cadalso con una, sí dura, canción. Entonces era impensable que una banda de Manchester se llamara We don't negotiate with terrorists en vez de los menos políticos Buzzcocks, Smiths, Stone Roses... Morrissey, desde el sótano del imaginario colectivo, causaba preocupación en las alturas del poder británico.
Era un escenario totalmente distinto al que existe desde el pasado lunes en el puerto, tras el ataque terrorista que cobró al menos 22 muertos y 59 heridos en el Manchester Arena durante el concierto de la cantante pop de 23 años Ariana Grande. Como en 2015, cuando azotó al Bataclán parisino durante un concierto de rock, ISIS leyó a la perfección el nuevo blanco de sus explosiones: una ciudad que desde los años 70 ha sido un órgano vital en la escena mundial del rock de contestación, de vanguardia y, sobre todo, de jóvenes. Hoy los adolescentes son la diana de un enemigo externo y sin rostro.
Manchester ha sido un enclave determinante en el arco cultural que atraviesa el punk, el pospunk y el britpop. Y es el perol del llamado sonido madchester, que se extendió de fines de los 80 a inicios de los 90 con bandas de factura independiente como James, Happy Mondays, The Charlatans, Inspiral Carpets o The Stone Roses, un caldo que puede encontrarse en el posterior mainstream pop de Oasis.
Cuando Morrissey se adentró en aquel berenjenal político con su primer disco solista, Viva Hate, su ciudad ya hervía en contracultura; era la respuesta de las juventudes de aquellas urbes industriales del norte inglés que pagaron el precio de la modernización thachreriana: mientras la circulación de Porsches se multiplicaba en el sur, el puerto se hundía –con Liverpool, Newcastle, Sheffield o Leeds– en el desempleo más grave de la historia desde la Gran Depresión.
Con el descomunal vacío de la arquitectura victoriana posindustrial de fondo, una generación de chicos que vagaban en sillones arrojados a las banquetas encontró eco a su desesperanza en el rabioso exabrupto del punk y, poco después, en una expresión más sofisticada del spleen británico, que adoptó forma sonora precisamente en Manchester, con una banda cuyo título encierra esa noción de ruptura y agotamiento emocional: Joy Division.
"El pospunk de Joy Division era una reescritura del rock, música popular moderna con unas gafas de visión nocturna: una versión oscura y granulosa del género", resume Bob Stanley en su libro Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno. La reverberación que satura la atmósfera de sus canciones, como si surgieran del oscuro galerón de una fábrica abandonada, apuntalada sobre la base de un bajo punzante, ejerció una influencia determinante en Gran Bretaña, Europa y Nueva York.
No es casual que en ese puerto y en ese tiempo surgiera Factory records, disquera que desde 1978 y fraguó una escena indepenidente; grabó a Joy Division y, tras el suicidio de su vocalista, a New Order y su acid house, que impulsó desde el legendario club The Haçienda. También proyectó a otras bandas fundamentales del pospunk británico como Cabaret Voltaire o The Wake, y a aquella nueva ola electropop de tintes más lunminosos, como la que encabezó OMD.
Esta semana la desolación volvió al puerto. Pero no trae consigo los aromas a resistencia de la posguerra. El mal aterriza hoy en una arena tomada por otros vacíos, que encuentran eco no en la fuerza creativa de la juventud, sino en su debilitamiento: ISIS ha sellado su futuro con el hierro indeleble del terror.