Cuando el ex presidente Luis Echeverría pidió un vodka tonic a la azafata, el médico con quien viajaba de regreso de París, se sorprendió. "¿Usted bebiendo? Pero si no se sabía que bebiera cuando era Presidente", le dijo. Aquél respondió: "Precisamente, porque no bebía cuando era presidente", recuerda Federico Ortiz Quezada. "Luis Echeverría no era como ustedes lo conocieron, era un hombre muy cuidadoso. Viajamos en clase turista porque él nunca viajó en primera". Así recuerda el también literato una de las anécdotas que compartirá en sus memorias.
Esa relación de entendimiento con sus pacientes alimenta de una materia única los textos de los médicos escritores. Un humanismo que Ortiz Quezada pondera tanto en la práctica médica como en la literatura. "Tenemos una actividad vinculada con la escritura muy intensa, y en México no se había reconocido; esa es la razón por la cual fundé la Academia Mexicana de Médicos Escritores", dice de la institución, pionera en América Latina, que abrió hace dos semanas con 150 miembros y se dedicará a impartir talleres de medicina y literatura, así como a impulsar publicaciones.
"Somos testigos del hombre y de sus más íntimos desvalimientos", escribe Ortiz Quezada en su libro más reciente, Cartas a un joven médico (Taurus, 2013), en el que también reconoce: "los pacientes traen consigo un recordatorio de dolor, enfermedad, vejez, locura, muerte, por lo que suelo preguntarme: ¿por qué ellos y no yo? O, ¿cuándo estaré así?". La noción de la muerte, paradójicamente, estimula las ganas de vivir, el impulso de escribir.
Todos los días, a las seis y media de la mañana, llega a la Unidad de Medicina Experimental de la UNAM -que fundó y dirige- Ruy Pérez Tamayo, uno de los miembros honorarios de la recién creada academia de médicos escritores. Su consultorio está rodeado de libros. Dice que padece una condición que en latín se conoce como insanabile scribendis cacoethes. La devoción irresistible de escribir. De ello dan cuenta 64 libros publicados, incontables manuscritos y la escritura que lo ocupa: un libro titulado Las transformaciones de la medicina científica.
"Yo escribo cada vez que tengo tiempo libre y cada vez tengo más tiempo libre", confiesa el nonagenario Pérez Tamayo, que se mueve y habla con una ejemplar gallardía. "Me parece que el médico que escribe tiene una posibilidad de cumplir con la regla de la ética médica que dice que el médico debe enseñar. La palabra doctor proviene de la voz latina docere, que significa enseñar, y una de las formas de hacerlo es escribiendo".
Escribir es un arte y para Ortiz Quezada, el arte penetra más profundo que la ciencia. En su casa los libreros cubren prácticamente todas las paredes. El especialista que practicó el primer trasplante de riñón en México en 1963 cita como ejemplo la novela de León Tolstoi, La muerte de Iván Illich. "Todo médico interesado en la vida y en la muerte debe leer ese libro para conocer cómo sufre el paciente la inminencia del final… En el fondo, todo buen médico es un poeta de la vida. El terreno de la medicina ofrece un material infinito para médicos y escritores: el hombre en toda su complejidad".
Y es que todos hemos tenido que enfrentar la pérdida de alguien, vencido por la enfermedad, cuya ausencia hacemos soportable gracias a las palabras.
Así lo describe Arnoldo Kraus en su libro Decir adiós, decirse adiós (Mondadori, 2013): "Hablar y contar lo que nos aflige es un buen remedio. Sirve un poco. Un poco, frente al final, es mucho. Narrar la propia vida desde el dolor y elaborar el adiós desde el luto atemperan el vacío y atenúan los sinsabores de la despedida… Significar la enfermedad y la muerte no cura, pero sí ayuda a asumirla".
La medicina y la literatura se relacionan más de lo que suponemos, dice Kraus. Su voz suave, narradora, inunda su oficina en el Hospital ABC. "Cuánto de lo que lee la gente de poesía, ensayo, novela, tiene que ver con temas médicos: el dolor, la muerte, las pérdidas, el suicidio, los desamores que conducen a enfermedad, las enfermedades que conducen a recuperación y crean personas resilientes. Mucho de lo que escribo se alimenta de lo que escucho en consulta. El dolor y las pérdidas, enfrentarse a la muerte, siempre dan mucho qué pensar, tanto a quien lo padece como a quien lo escucha".
Las motivaciones para escribir son personales, pero el estar cerca del dolor humano quizá encuentra un alivio en la escritura, observa Pérez Tamayo. "Tuve un amigo muy querido que era hematólogo y escribía cuentos. Cuando murió, me los legó, entonces yo los edité en El Colegio Nacional (Los 14 cuentos de Álvaro Gómez Leal, o el arte de morir). En cada uno narra una muerte. Yo le preguntaba: '¿por qué escribes, Álvaro?' Y él me respondía: 'Porque no puedo quedarme con esto dentro'".
Coautor con Pérez Tamayo del Diccionario incompleto de bioética (Taurus, 2007), Kraus reconoce que la literatura alivia. Él mismo comenzó a escribir un libro meses antes de la muerte de su madre.
Escribir es leer. Acompañarse de un libro bien podría ser como una receta médica. "Hace poco leí un libro de Pilar Bonet que se llama Lo que no tiene nombre, sobre el suicidio de su hijo, y se lo he recomendado a personas que están pasando por ese trauma. Desde ese punto de vista, una referencia literaria te permite acercarte; leer un mismo libro con otra persona siembra una dosis de cariño, de amistad, se convierten en cómplices. Y sí sucede: a mí me llaman para agradecerme por algún libro que les comenté o para decirme que en ese momento fue importante para ellos haberlo leído".
Será como dice Ortiz Quezada, recordando a Borges: "El hombre es lo que lee".