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Morir de muerte...

Los inmortales lo son sólo después de cruzar ese umbral al que no pocos llegan de maneras absurdas, irónicas o acaso irrisorias. Para muchos pensadores, el suicidio no es necesariamente una derrota, sino una elección razonada.

Entre los escritores –poetas, novelistas, ensayistas, filósofos, dramaturgos– la tragedia siempre ha adquirido un cariz especial, incluso irónico. Como cuando Albert Camus se tragó sus palabras: "no conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto". Semanas después, el 4 de enero de 1960, el Nobel francés sufrió un choque mortal en la carretera de Borgoña; deceso absurdo para un hombre que detestó siempre lo circunstancial de la vida.

Para muchos pensadores, el suicidio no es necesariamente una derrota, sino una elección razonada. En El Mito de Sísifo, Camus determinó que éste era el único problema filosófico verdaderamente serio. "Todos los hombres sanos han pensado en el suicidio", aseguró. Habría entonces que preguntarle a Paul Celan por qué se aventó al Sena. O a Virginia Woolf por qué se llenó los bolsillos de piedras para ahogarse en el Ouse. O a Horacio Quiroga por qué bebió cianuro. Más de uno les preguntaría, también, sobre la duda que sembró Borges entre los mortales: ¿Acaso el Paraíso es una especie de biblioteca?

Aquí vale la pena detenerse un poco. Porque hay de suicidios a suicidios. El del escritor japonés Yukio Mishima sigue provocando escalofríos. El 25 de noviembre de 1970 pidió ser decapitado según el seppuku, un ritual suicida que fue practicado por los samurái durante siglos. Mishima estaba harto de la decadencia moral de la sociedad japonesa. Tomó las armas, secuestró el campamento de Ichigaya y pidió el regreso del Emperador. Nadie le hizo caso. Su cabeza terminó en el suelo, sobre un charco de sangre nipona, la misma que se había derramado 25 años antes en las calles de Hiroshima y Nagasaki.

FILOSOFÍA, ESE CONVIVIO DE ASESINADOS Y SUICIDAS
Sócrates fue obligado a beber cicuta por haberse revelado contra la tiranía de Critias en el año 399 a.C. Empédocles –según la versión de Horacio– se lanzó al cráter del volcán Etna con la esperanza de convertirse en un dios, pero una de sus sandalias salió expulsada por las llamas como confirmación de su naturaleza mortal. Diez siglos después, Baruch Spinoza era asesinado por su médico de cabecera en La Haya para quedarse con su fortuna; según Thomas de Quincey, fue asfixiado con una almohada. Tomás Moro fue decapitado en 1535 por haberse opuesto a la Iglesia Anglicana; su cabeza fue colocada en la punta de una lanza en Tower Bridge, en Londres. René Descartes dejó de existir y luego de pensar con una mejor suerte: intentaron asesinarlo a bordo de un barco holandés en el Río Elba, pero su habilidad para hablar la lengua de Van Gogh le permitió librarse de aquellos piratas. Tiempo después moriría de neumonía, en 1650, por haberle dado tantas clases a la hija de la reina Cristina en pleno invierno de Estocolmo.

LA CULPA LA TIENE EL PERRO
El deceso de Jean-Jacques Rousseau no deja de sorprender al mundo. Aunque falleció de un paro cardiaco a los 66 años, el verdadero deterioro de su salud se remonta a 1776, en París, donde chocó contra un gran danés que le provocó una hemorragia interna y múltiples lesiones en el cuerpo. También en la Ciudad Luz, el semiólogo Roland Barthes fue atropellado por una camioneta frente a La Sorbona. ¿O, en sus propios términos, fue un signo el que lo arrolló?

La muerte que acecha a los escritores no está exenta de masoquismo. El polaco Tadeusz Borowski, uno de los pocos sobrevivientes del campo de concentración de Auschwitz, se suicidó con gas en 1951, a los tres días de haber nacido su hija y a dos años de haber escrito su obra Por aquí se va al gas, damas y caballeros.

Yasunari Kawabata, el primer autor japonés en ganar el Nobel de Literatura, fue encontrado en su casa junto al mar con un tubo de gas en la boca. Emilio Salgari, el gran marinero y autor italiano de best-sellers, se cortó el vientre con una navaja de barbero tras una profunda depresión provocada por la locura de su esposa.

POR SI LES DA HAMBRE... (ANTES O DESPUÉS DE ENCONTRARME MUERTA)
Aunque no todo es tan negro como parece. También hubo quien se preocupó por los demás antes de partir de este mundo, como la poeta estadounidense Sylvia Plath, quien metió su cabeza al horno para asfixiarse con monóxido de carbono, no sin antes dejar un plato de pan con mantequilla y dos vasos de leche para sus dos pequeños hijos, en caso de que despertaran con hambre.

Otros, como Ernest Hemingway o Sandor Márai, prefirieron darse un tiro. Malcolm Lowry, fiel a su estilo, pereció en su cabaña de Sussex, Inglaterra, por una sobredosis de barbitúricos mezclados con alcohol. Aunque ya había dejado escrito su epitafio, su esposa se negó a grabarlo en su lápida. Ya lo dijo Raymond Carver: ninguna frase escrita bajo los efectos de la embriaguez vale la pena.

También hubo quien prefirió teñir de rojo sus páginas. Shakespeare antes que nadie. Su elenco de la muerte es infinito: Romeo, Julieta, Hamlet, Gertrudis, Laertes, Otelo... También Goethe hizo lo propio con su sufrido Werther. O León Tolstoi con su Ana infiel y atormentada. Y, por supuesto, Dostoievski con su Raskólnikov asesino.

Decía Cicerón que la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos. Y queda muy claro que la literatura es un matadero. Así que queda aún mucha tela de dónde cortar.

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