A Ana Scherer
¿Es posible el amor en el periodismo? Esta tarea, verosímil, antes que verdad, ¿se permite el sentimiento, el disfrute, el goce o la tristeza y la congoja? En oficio objetivo, que narra hechos –como él decía, sólo hechos-, ¿se permite la licencia de las emociones y los sentimientos? ¿En dónde caen el duelo –debate del corazón y de la mente- y la zozobra en este terreno de la objetividad? ¿En dónde? ¿Cuál de las preguntas qué, cómo, cuándo, quién, bases arcaicas de trabajo diario, responde ahora que ha muerto el más cariñoso y generoso de los reporteros de México? ¿Acaso la única subjetividad posible, sin datos, es la geometría métrica del alma?
Si esto es, si el amor es posible en el periodismo, si hay licencia, es en esta mañana en la que avisan, entrañablemente, que ha muerto Julio Scherer García, el más grande de los oficiantes de la vocación más linda de la segunda mitad del siglo XX de un México al que vaya que ya hace falta, que ya le llora con toda la subjetividad imaginable, como editorial amarga de un despedida que no soportan los tópicos comunes de las esquelas, siempre frías, duras, insensibles como las palabras del reportaje y la entrevista.
Los géneros periodísticos se lamentan hoy, dato duro, que todo ha terminado para un ser grandioso y bondadoso. El lenguaje estricto de la redacción, sustentado en el sustantivo, no puede ante las vacacionales lágrimas del adjetivo, siempre más ameno, más dulce, más cariñoso y personal que su compañero de enunciado, algo faltará, desde hoy, en la frase pura, bien escrita, del espíritu de las letras que siempre llevan a domicilios de la piel y de la entraña.
No ha muerto un hombre, tampoco un hombre que dedicó toda su vida a encontrar la corrupción moral de un sistema político oprobioso, no. No ha muerto un reportero, amo de un lenguaje único, universal, puntual, maravilloso. No. No. No. A esta tierra, madre de las palabras, le falta ya un ser humano espléndido, un padre ejemplar, una nobleza, un tiempo, una parte de la civilización, un ser redondo, amplio hasta donde miran los ojos, los ojos que ya no saben de respuestas ni de preguntas, ni de puntos y comas, el lenguaje es tan corto cuando invade la tristeza, la melancolía y el pesar. Los instrumentos son pocos cuando habita la nostalgia.
Scherer fue una bandera de libertad, palabras sin sinónimos. Combatió al poder, que no atiende a los amigos. Nunca perdió la entereza ante la vorágine del siempre revuelto tiempo mexicano, siempre desgarrador, siempre desigual, siempre injusto. Fue un pilar para la democracia, para la esperanza. Fue andamio para un país más equitativo, más crítico. Julio Scherer fue un texto enorme, puntual, el más alto de este quehacer, al que le sobran falsos profetas y flores del mal.
Pero Julio fue un gesto de amor, un desplante continuo de la generosidad. Pocos seres que han pisado la realidad han demostrado cariño tan genuino y puro por sus hijos como él. Si hubiera que medirlo, si se tuviera que acotarlo a unas líneas casi sacadas del despacho de la emoción, habrá que decirlo llanamente: Scherer fue un artista de las bellezas necesarias. Nunca se perdió la oportunidad para el te amo, para el halago, para la edificación del espíritu. Su grandeza debe sustentarse en la lista de envidias y despechos que suscitó ante sus pequeños competidores. Scherer fue una grandiosidad razonable.
No hay forma de indemnizar esta ausencia que contagian los laureles. Dijo Emerson que la naturaleza nunca envía un gran hombre al planeta sin confiar el secreto a otra alma. Scherer fue dichoso porque su secreto lo tienen ya otras almas que desde ahora le veneran como Goethe a Shakespeare: Julio no se acaba nunca, dará santo y seña hasta el final de la historia.
Es posible el amor en el periodismo, querido Julio.