After Office

Zabludovsky, el hijo del vendedor de libros

El periodista fallecido este jueves tenía rutinas severas y estrictas. Gran parte de su vida giraba en torno a la lectura; su gusto por los libros le fue heredado por su padre. 

Jacobo Zabludovsky tenía un poco más de seis mil libros en su oficina. Otros tantos en su casa. Perteneció a la generación de reporteros de la vieja guardia que no salían a ninguna cobertura (más si era en el extranjero) con una maleta llena de obras sobre el tema a investigar. Marisol Martínez, su secretaria en los últimos 14 años, cuenta que Jacobo tuvo un especial cariño por la biblioteca desde muy pequeño, en mucho por lo que los libros decían, pero sobre todo por lo que representaban en la alcurnia familiar. Su padre los vendió durante muchos años en Polonia hasta poco antes de partir a México, en cuyo centro histórico nacería el futuro periodista y conductor de televisión.

Dice Marisol que ponía especial atención en el orden que el universo (como llama Borges a la biblioteca) debiera tener: libros clásicos, de historia de México y biografías. Ávido lector, Zabludovsky tenía rutinas severas y estrictas. Dice Franz Kafka que los judíos nacen viejos, que sus hábitos pertenecen a tiempos remotos. El recién fallecido se levantaba puntualmente a las cinco de la mañana. Se daba una ducha fría y se disponía, inquebrantablemente, a leer los diarios de circulación nacional, como se les llamaba en el lenguaje de la vieja guardia, vaya a saber qué significa vieja guardia ahora que casi todos se han ido, o se están yendo. Llegaba a la junta editorial de Radio Centro a las 8:30 con la dotación suficiente para comentar, opinar y proponer sobre los que estaba sucediendo en México y en el resto del mundo, otra vez este tic de vieja guardia. Luego salía de sus oficinas privadas en las Torre Esmeralda para preparar el programa que conducía a las 13:00 horas desde septiembre de 2001. Durante las mañanas solía tomar media taza de café, negro y sin azúcar, acompañado de un tango ambiental. La afición de Jacobo, narra Marisol, de voz cordial con un discreto aroma de tristeza, por la música del arrabal le vino, también, desde muy chico. En la vecindad en la que nació, en La Merced, los vecinos acostumbraban poner a todas horas el milonguero canto del bandoneón. Gardel, luego, sería el sello de la infancia, que no borraría jamás. Se hizo popular en el mundo por despedir su programa con tangos del Zorzal Criollo.

Fue por esos años tempranos –nada grande sucede en la vida de los hombres después de los seis años, según el creador de Peter Pan, Matthew Berry– que se hizo de otra afición insobornable: el toro. Un vecino que trabajaba como corrector en El Universal, de cuyo nombre no puede acordarse Marisol, le llevaba a la plaza casi cada semana.

Jacobo no se hizo torero (se nace, dirían, otra vez, los de la vieja guardia), pero conoció el miedo en el intento por vestirse de luces. No soltaría la pasión nunca. Tampoco otra: sus ganas de caminar, sobre todo en el Centro Histórico al que conoció hasta en sus cicatrices.

Hoy, raramente, el reportero es noticia. La última noticia, como en la vieja guardia.

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