Mis amores, como ustedes saben, soy una mujer de mundo, una dama que recorre tiempos y distancias, codeándome siempre con la alta sociedad.
En mis numerosos viajes a México me he encontrado con este extraño fenómeno lingüístico.
Esta costumbre se extiende a varias clases de palabras. A los sustantivos: en México no hay perros, sino perritos, las cositas no se ponen en la mesa, sino en la mesita y los parquecitos están llenos de arbolitos. A los adjetivos: un hombre gordito —para no ofenderlo y decir que está obeso como vaca—, un joven chaparrito —para tratarlo con delicadeza y no lastimarlo diciéndole «tremendo enano».
Así como empequeñecen las cosas y sus calificativos, los mexicanos hacen chiquitos también los adverbios de tiempo, de modo, de cantidad y de lugar.
Queriditos, si yo no fuera ciudadana del mundo, sino señora de alta alcurnia en este adorable país, les diría que ando de aquiacito para allacito, porque nunca me quedo bastantito en un lugar, que puedo andar cerquita o lejecitos; que me esperen tantito porque ya merito llego.
Mentira con alguito de verdad
Déjenme les paso un adelantito de buen chisme, y es que, acabandito de llegar a México —pasandito de 1800—, me han contado un rumor acerca de doña María Ignacia, alias «la Güera» Rodríguez, de tal magnitud, que por poquito me desmayo.
Fíjense que esa señora tan hermosa, seductora y liberal, quedó viuda de don Mariano Briones, de 70 años, pero ni se imaginan cómo ocurrió tan lamentable deceso.
Resulta que la insigne Güera se mueve mucho cuando duerme, no sabemos si porque cena ya tardecito o porque su casa es muy fría.
El caso es que una noche, acostada al ladito de su anciano esposo, la señora se acomodó dándose una vuelta tan brusca que se apropió de todas las cobijas, dejando a don Mariano en puro camisón de dormir… y sin calcetines.
Despertandito, muy de mañanita, la Güera notó que su marido temblaba, le tocó la frente, la espalda y la panza y se dio cuenta de que estaba ardiendo de fiebre. De inmediato gritó: «Traigan un doctor, ahorita no, ¡ahorititita! Y aprisita se lanzaron sus sirvientes por el boticario más cercano, mientras la Güera esperaba cerquita del enfermo. El diagnóstico fue certero: una pulmonía cuata que—tomando en cuenta la edad del paciente—, se agravaba por ratitos, extinguía su vida con rapidez.
Muy prontito, el hombre murió. ¡Ay, hijos! Hubieran visto a la viuda, con su sobrio y elegante vestido negro y un velo finísimo que le cubría el semblante.
La Güera estuvo todo el funeral pegadita al cadáver de su Mariano, llorando de culpa, pues había sido ella quien, sin querer, había provocado el descobijamiento —ya lo dice el viejo refrán: «viejo que se destapa, sólo la muerte lo tapa»— y la consabida enfermedad.
No faltaron los malpensados que hicieron correr la sospecha de que la Güera no estaba tan dormida al momentito de destapar al marido, pero ella despuesito se encargó de acallarlos. Sí, había sido ella, pero no tenía intención alguna de matar al vejete, al contrario, deseaba estar juntito a él porque… ¡está embarazada!
Yo me propongo atestiguar el hecho, pero eso sí, por si me da el vahído, me voy a poner atrasito. ¡Uf, llevo tanto tiempo en México, que ya me contagié de sufijación diminutiva adverbial!
Lo que no dijo Madame Currutaca es que la sufijación diminutiva adverbial se refiere al proceso de hacer diminutivos los adverbios.
Los diminutivos no sólo indican pequeñez, también tienen otras funciones, según el área geográfica, los grupos sociales y los registros o modos de expresión. Muchas veces indican afectividad y cercanía.