Algarabía

Stanley antes de Kubrick... del joven reportero al genio del celuloide

Es el director de cine menos ‘encasillable’. He aquí un brevísimo recuento por las circunstancias que definieron su carrera, así como algunas curiosidades personales.

Stanley Kubrick nació el 26 de julio de 1928 en un hospital de Manhattan, Nueva York. (@StanleyKubrick)

Perfeccionista, obsesivo, provocador, meticuloso, ermitaño, insensible, explotador, sádico, indiscriminado, frío, calculador, impío, cerebral, inexpresivo, excéntrico, controlador, desapegado»… son sólo algunos de los adjetivos con los que se ha pretendido «clasificar» al director de cine menos «encasillable», pues jamás repitió un sólo argumento, un sólo tópico, o un sólo producto —a diferencia de otros realizadores que se obsesionan con un tema o género específicos.

Y aunque muchos se refieran a él con cierto aire negativo —por lo que implican esos apelativos— que a su vez parten de su aparente «postura inhumana», al final es inevitable admirar su trabajo. Todos coinciden en que se trató de un genio que, desde todos los enfoques —narrativo, técnico y conceptual—, revolucionó la historia y la forma de hacer cine. He aquí un brevísimo recuento por las circunstancias que definieron su carrera, así como algunas curiosidades personales.

13 de abril de 1945, ciudad de Nueva York

Un joven regresa de su escuela con la cámara Réflex —colgada al cuello—que su padre le regaló al cumplir 13 años.

Lleva pocos años experimentando con ese instrumento y aunque ha publicado algunas imágenes en el diario escolar, éstas no han pasado de ser un simple divertimento. De pronto, en un puesto de periódicos, se entera que el apenas reelecto —por tercera vez— presidente Roosevelt ha muerto de manera fulminante: «F. D. R. dead».

De inmediato analiza el escenario y convence al vendedor de periódicos que pose para una imagen, sugiriéndole que muestre una gran y desoladora tristeza. Estudia bien la composición, el encuadre y toma la foto. El joven va de inmediato a revelarla y la lleva al editor de una revista. Aunque ya le han aprobado publicarla, quiere ver hasta dónde puede llegar su suerte, así que se encamina a la revista Look —competencia directa de la revista Life.

Al editor de Look no sólo le agrada la imagen, sino que le ofrece 10 dólares más por ella —25 en total; un «dineral» para la época—. Y no sólo eso, a partir de ese momento le encarga documentar la vida de Manhattan a través de sus imágenes.

Sin terminar aún la secundaria, este joven de 16 años se perfilaba como el siguiente «fotógrafo veterano» de Nueva York —distinción que recibiría un par de años después—. Lo más notable de todo esto es que, al concebir esa simple imagen, este muchacho ya tenía una idea de cómo «manipular la realidad» para provocar una respuesta emocional y, con ello, «representar el sentimiento de una nación en duelo»

«Una película debería ser como la música: una progresión de ánimos y sentimientos. El tema viene detrás de la emoción, el sentido, mucho después» Stanley Kubrick

Stanley Kubrick nació el 26 de julio de 1928 en un hospital de Manhattan, Nueva York. Fue el primero de los únicos dos hijos que tuvo el matrimonio entre Jacob Leonard y Sadie Gertrude Kubrick —de ascendencia centroeuropea—. Su padre, a quien en su casa llamaban «Jaques», era médico y la familia vivía con cierta holgura económica en el barrio del Bronx. Aunque ambos padres eran de origen judío, no intervinieron en las preferencias religiosas de sus hijos. Por ello Stanley, desde muy joven, adoptó el ateísmo.

Entre el jazz y el ajedrez

Una de las primeras aficiones de Stanley fue la música, en especial el jazz, al grado de que llegó a tocar la batería en la Taft Swing Band. Pero a los 12 años su padre le regaló, no sólo la que sería una de sus mayores pasiones de por vida, sino un instrumento de orden y reflexión que le ayudó a encontrar calma y respuesta a situaciones difíciles: el ajedrez.

Incluso hubo una época en que el ajedrez le permitió completar sus ingresos: hacía apuestas en los parques de Nueva York y llegó a participar en los torneos del Marshal y el Manhattan Chess Club. A decir de él mismo, hubo temporadas en las que llegó a jugar hasta 12 horas diarias.

De hecho, en casi todas sus películas —a partir de The Killing (1956)— aparece un tablero o alguna partida de ajedrez, así sea de forma simbólica —como el piso ajedrezado en la casa del escritor en A Clockwork Orange (1971).

Cuando el crítico francés Michel Ciment se dio cuenta de esto y lo cuestionó al respecto, Kubrick le confesó: «Una de las grandes cosas que te enseña el ajedrez es a controlar la excitación inicial que sientes cuando ves algo que parece genial. El ajedrez te enseña a reflexionar antes de decidir y a pensar de forma objetiva cuando estás en problemas. Con respecto al cine, el ajedrez es más útil para evitar que cometas errores que para brindarte ideas. Éstas vienen de manera espontánea, y la disciplina requerida para evaluarlas y ponerlas en práctica constituye el verdadero trabajo».

De reportero a artista

En 1946, con 17 años cumplidos, la revista Look lo contrató de fijo y esto le permitió, además de desarrollar a fondo el oficio de fotógrafo, viajar por todo su país e incluso a Europa, con la consigna de documentar la vida de la «alta sociedad» —en particular de Nueva York— y el glamour de las estrellas que se presentaban en eventos privados, galerías, galas de cine y acontecimientos deportivos.

El joven Kubrick se regodeó en cubrir eventos de jazz, ya fuera en Nueva Orleans o en clubes nocturnos. En 1949 se mudó al distrito de Greenwich Village, en Manhattan, con su primera esposa, Toba Metz, con quien conoció a poetas, actores y artistas de la llamada Generación Beat.

Pero más allá de la vida bohemia, Kubrick tenía la inquietud de documentar la vida cotidiana y la revista Look —donde siempre confiaron en su talento— le permitió producir estudios sociales completos como En el metro de Nueva York (1947), Una serie sobre un orfanato (1948) o Chicago, ciudad de extremos (1949), en los que, en contraposición con las imágenes de las estrellas, presentaba la evidente desigualdad social y económica de un país que, aunque había «ganado la guerra», no podía cumplir con el llamado «sueño americano» para todos.

Fue en este ambiente que Kubrick conoció a Diane Arbus, una de las primeras fotógrafas en producir su propio trabajo artístico y que distaba mucho de los «encargos» de las revistas de la época. Arbus estaba atraída por la gente al margen de la sociedad. Le fascinaban las fronteras psicológicas y la visualización de los estados emocionales. Su interés por los límites físicos y mentales impresionaron al joven Kubrick y fue evidente que sus perspectivas y ambiciones nunca volvieron a ser las mismas después de descubrir la obra de Arbus.

Primeros filmes

Al cumplir 21 años, Kubrick realizó su primer cortometraje, Day of the Fight (1951), un documental de 16 minutos sobre el boxeador Walter Cartier, a quien antes había fotografiado para un reportaje gráfico en Look. La cinta muestra un día en la vida del campeón de peso medio, quien se prepara para un combate con ayuda de su hermano gemelo Vincent. Fue exhibida como parte de la serie This is America, producida por los estudios RKO-Pathé, y presentada por Frank Sinatra el 26 de abril de 1951 en el teatro Paramount de Nueva York.

Ese mismo año hizo otro documental, Flying Padre, en el que muestra al reverendo Fred Stadtmueller, quien sólo puede visitar a los feligreses de su extensa parroquia en Nuevo México por medio de una avioneta. Kubrick acompañó durante dos días al párroco y registró, entre otras cosas, el funeral de un ranchero y el traslado de un enfermo.

En estos primeros filmes se aprecia una evidente influencia de los postulados de montaje propuestos por Vsévolod Pudovkin, uno de los grandes maestros del cine ruso —ahora casi olvidado— y fueron de sus contadas referencias a otros autores de cine.

A pesar de ser un «novato», Kubrick ya estaba familiarizado con las cámaras, la edición y todo el proceso —y los problemas— de postproducción. Sabía lo suficiente como para no ser engañado por algún técnico de estudio. Esta cualidad, de ser un profesional en cuestiones técnicas, fue la clave de que Kubrick siempre tuviera claro cómo quería realizar sus películas: qué tipo de cinta se debía usar, en qué cámaras, a qué velocidad, con qué lentes, cuánta iluminación, desde qué encuadres, etcétera.

La mayoría de los directores de la época venían de otros oficios: habían sido guionistas, escenógrafos, directores de escena o incluso actores. Gracias a esta excepción, Kubrick se convirtió pronto en un auteur, es decir, en alguien que siempre tuvo el control de sus producciones porque los «especialistas de fotografía» de la época no toleraban que «un simple director» les dijera cómo hacer su trabajo.

Cómo elegía sus temas

Para un artista y en especial para los directores de cine, cualquier historia o dato curioso que pasa por su vista les da ideas para desarrollar algo. En el caso de Kubrick, la mayoría de sus cintas se basaron en novelas, salvo Killer’s Kiss (1955) y Fear and Desire (1953), ambos guiones originales, y 2001: A Space Odyssey (1968), que comenzó a idear a partir del cuento El centinela (1953), de Arhtur C. Clarke —y quien luego sería el asesor científico y argumental de la cinta.

Jan Harlan, cuñado y productor de sus filmes a partir de Barry Lyndon (1975), recuerda cómo Kubrick ordenaba y clasificaba sus temas: «Stanley amaba el orden. Su mente era ordenada y sus películas dan testimonio de una perfección cuidadosamente calculada… [Pero] él no era ordenado… el caos reinaba junto al mayor orden y precisión. El orden físico era simplemente muy lento para ir a su paso. Durante tres décadas nos reunimos con regularidad para abordar “las cosas por hacer” y para definir prioridades. “Palear estiércol”, así llamábamos a ese proceso y por lo regular era algo muy divertido, aun cuando el resultado aumentara la montaña en vez de hacerla más pequeña».

Kubrick empleaba cajas para clasificar cada dato, idea o documento: cientos de ellas, sobre repisas y mesas, que él rotulaba a mano con leyendas como «urgente», «perros», «por hacer», «triturar», «leer», «guión»… todo seguido de nombres o iniciales y así sucesivamente. Uno pensaría que tenía todo perfectamente ordenado… de no ser porque el mismo sistema se repetía —y con los mismos letreros— en otras habitaciones.

En 1980 Kubrick se mudó a una casa en apariencia «interminable». Compró 140 archiveros, repisas y docenas de mesas —entre otros muebles de oficina—. En diez años cada habitación y cada superficie estaban llenas de nuevo. Harlan recuerda que tuvieron que comprar portakabins —oficinas portátiles— para almacenar más archiveros en el exterior. Ante tal capacidad de acumulación y «desorden organizado» de Stanley, su esposa Christiane comentó alguna vez: «En esta casa no se buscan agujas, sino pajares».

«El sentido del misterio es la única emoción que se experimenta con más fuerza en el arte que en la vida» Stanley Kubrick

¿Ningún tema recurrente?

En efecto, no hay un sólo tema recurrente en la obra de Kubrick —aunque los simplistas respondan que «hizo tres películas de guerra»—, pero ninguna tenía que ver con la otra y, sí hay una coincidencia en la mayoría de sus protagonistas principales: así se trate de un ladrón cuyo «plan perfecto» no resulta como había esperado, o de un «estratega militar» que no sabe qué hacer con la guerra nuclear que tanto ansiaba, o de un cínico que se involucra con la hija adolescente de su nueva esposa, o de un astronauta que casi es asesinado por una inesperada inteligencia artificial y está a punto de entablar el primer contacto extraterrestre… todos coinciden en que, de pronto, el personaje debe enfrentarse a un entorno inusitado que lo transforma por completo, al grado de perder su naturaleza —como Alex en A Clockwork Orange—, toda posesión, una pierna y el sentido común con tal de «obtener un título nobiliario» —como Barry Lyndon— o la razón —como Jack Torrance en The Shining.

Un legado «irrepetible»

Mucho queda por decir de por qué, por lo regular, empleaba música orquestal en lugar de encargarla componer ex profeso —como se estilaba en su época—, cómo adaptaba las novelas a guiones, cómo resolvía procesos de iluminación hasta alcanzar los matices y los tonos deseados, de qué forma trabajaba con los actores para llevarlos más allá de sus límites, cómo estableció un antes y un después para toda la ciencia ficción, de qué manera se documentaba para recrear una época o producir un ambiente futurista…

De cada uno de esos aspectos —y de cada cinta—, se pueden hacer libros completos que, por ahora, dejaremos para próximos artículos.

Kubrick nos deja la certeza de que cualquier cosa que pueda ser escrita o pensada puede ser filmada; que para ser un buen artista primero hay que ser un excelente artesano, que se deben conocer a la perfección —al grado de la obsesión minuciosa— las herramientas y los materiales con los que se pretende trabajar; deslindarse de todo lo visceral y lo inmediato en función de una idea clara— libre de prejuicios o apegos emocionales—; que si no existen los medios o los recursos, se deben idear o plantear soluciones de cómo podrían desarrollarse —como la cabina giratoria que ordenó construir para producir el efecto de que no existe «arriba ni abajo» en el espacio exterior—; pero sobre todo, una forma disciplinada de no conformarse ni aceptar límites, de explorar todas las posibilidades narrativas, visuales, técnicas— en función de una obra, de un resultado que produjera respuestas inusitadas; ésas que perduran y que, por más que veamos sus películas —una y otra vez—, siempre nos generarán algo nuevo.

Martin Scorsese lo sintetiza de esta manera: «Kubrick expandió nuestra conciencia de nosotros mismos, las crueldades de que somos capaces, el anhelo que sentimos por algo innombrable, las fuerzas que nos impulsan a movernos en direcciones extrañas y conflictivas».

Porque el único argumento —si es que lo tuvo—, fue el de mostrar a la condición humana como es: contradictoria y sin artificios; el verdadero oficio de Kubrick —el cine era su vehículo— estaba en cómo lograba producir en nosotros tan complejas e intensas emociones, que es justo lo que el arte logra con un solo vistazo: fascinarnos —y de paso nunca volver a ser los mismos— sin necesidad de explicación alguna.

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