La fracturación hidráulica, hidrofracturación o fracking es una técnica que permite la extracción de gas y petróleo del subsuelo. Es un procedimiento en el que se perfora en la tierra un pozo a gran profundidad —entre 1500 y 6 mil metros— y después se inyecta a gran presión una mezcla de agua, arena, sales y aditivos químicos para fracturar la roca. Las fisuras logradas —por lo general menores a un milímetro— hacen que se liberen hacia la superficie gases naturales como el esquisto, el comprimido o el gas metano de carbón.
En muchos países esta técnica es sumamente popular, pues la extracción de gas es barata; lo mismo ocurre para aquellas naciones que lo importan. La Agencia Internacional de Energía afirma que si esta tendencia sigue, podría cambiar la estructura global de la economía; en los próximos 20 años, el gas natural podría convertirse en la segunda fuente de energía más importante después del petróleo.
Sin embargo, no todo es miel sobre hojuelas: existen firmes detractores del fracking debido a las consecuencias que trae consigo, por ejemplo: la contaminación del agua mezclada con químicos que se usa en el proceso, y que al final regresa a la superficie en forma de aguas residuales que no siempre son tratadas; el hecho de que las industrias usen algunas sustancias potencialmente tóxicas, como el benceno; que una sola extracción puede usar hasta 37 millones de litros de agua que después quedará contaminada; así como el peligro de que se produzcan fugas de metano, gas que daña gravemente la capa de ozono.
Otra preocupación tiene que ver con el peligro de terremotos. En muchos lugares donde se practica la fracturación hidráulica se han registrado temblores —de entre 2 y 5.7 grados— a los pocos días de las extracciones, en algunos casos, en regiones donde la población jamás había sentido un sismo. Mientras se resuelven las controversias sobre esta técnica, algunos países han comenzado a regularla y otros, como Francia, la han prohibido por completo.