En 2011 un grupo de químicos del Canisius College, en Búfalo, Nueva York, llamó la atención de sus colegas al presentar un caso de envenenamiento por demás extraño. La víctima en cuestión era un joven político que había decidido cambiar su estilo de vida sustituyendo la carne de cualquier tipo por vegetales, dándole un lugar especial en su dieta diaria a las nueces de Brasil, de la especie Bertholletia excelsa.
Meses después de haber iniciado su régimen vegetariano, el político comenzó a experimentar fatiga, náuseas, diarrea, sabor metálico en la boca, olor a ajo y otros síntomas característicos de envenenamiento por selenio —este elemento se encontraba en una concentración mucho mayor a la normal, según los análisis sanguíneos—.
El pobre político —mas no político pobre— concluyó después de esta experiencia que jamás debió cambiar los jugosos y blandos cortes de res por la fría dureza de las nueces. «La dosis hace el veneno», sentenció Paracelso, y en el caso de las nueces de Brasil basta con solo media docena de ellas —equivalente a 800 microgramos de selenio— para duplicar el límite diario recomendado de este elemento en el organismo.
Todas las cosas son veneno y nada es sin veneno; solo la dosis permite que algo no sea venenoso. Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hehenheim —Paracelso—.
Al lector gourmet que le parezca una nimiedad padecer de selenosis y sus consecuencias físicas —pérdida de los dientes y afectaciones en el sistema nervioso— puede que le sea útil saber cuántas nueces tendría que ingerir para que su caso pase de una intoxicación crónica a una aguda, y de ahí a un acta de defunción: bastan 0.5 gramos de selenio —cerca de 4 mil nueces ingeridas «en una sola sentada»— para convertir a este alimento en un veneno letal. Entonces, si alguien buscara envenenar a su prójimo valdría la pena recordar el dicho persa que cuestiona: «¿Por qué usar veneno, si puedes matar con miel?» O con nueces, o con cualquier otra sustancia, incluyendo el agua. En rigor, Paracelso y los persas tenían razón.
El selenio, requerido por el organismo en mínimas cantidades, en esencial para el funcionamiento normal de la glándula tiroides.
Una dosis —no letal— de conceptos toxicológicos
Es momento de definir algunos conceptos fundamentales en toda introducción a la ciencia de los venenos, la toxicología —en una dosis que no provoque sintomatología negativa alguna en el lector—, comenzando por la definición de veneno.
Un veneno es toda aquella sustancia que puede producir cambios anormales, indeseables o perjudiciales —incluso la muerte— en un organismo que es expuesto a ella —comida, bebida, inhalada o absorbida por la piel—. Sin querer ser paranoicos, pero sí paracelsianos, hemos visto que cualquier sustancia puede ser inocua y benéfica en concentraciones bajas, pero tóxica y hasta letal en grandes cantidades —«grande» varía muchísimo dependiendo de si con «sustancia» nos referimos a agua, café, alcohol o cianuro—.
Gracias a Paracelso sabemos que no hay tal equivalencia entre «natural y sano» o «artificial y dañino»; la vitamina C o ácido ascórbico, por ejemplo, puede sintetizarse a partir de la glucosa en el laboratorio y no hay absolutamente ninguna diferencia entre la vitamina creada artificialmente y la que se encuentra de forma natural en los cítricos. Del top 10 de los venenos más letales, la mayoría no son obra de los químicos de bata blanca, sino un «regalo» de la naturaleza.
¿Qué tanto es tantito?
Para medir la toxicidad de una sustancia se llevan a cabo experimentos de laboratorio conocidos como estudios de dosis-respuesta. La dosis es la cantidad total de una sustancia a la cual es expuesto el individuo, y la respuesta son los cambios en el organismo ocasionados por ésta. Usualmente, a mayor concentración de una sustancia tóxica, mayor es el efecto que ésta tiene, pero es variable cómo ocurre esto: puede pasar, por ejemplo, que uno no muestre ningún síntoma hasta que se alcanza cierta concentración del veneno o que, por el contrario, se observen cambios gradualmente, a medida que se va aumentando la dosis de la sustancia.
Como no sólo sería poco ético sino también ilegal experimentar con humanos, hemos recurrido a la ayuda involuntaria de otras especies, esperando que cuanto le pasa a una rata pueda más o menos aplicarse —luego de hacer las consideraciones necesarias— de manera confiable a la nuestra. Como puede atestiguar todo asistente a una fiesta en la que el bebedor consuetudinario termina con una botella de tequila sin problema, en tanto que el bebedor bisoño se siente «incómodo» luego del primer caballito con limón y sal, dos individuos de la misma especie pueden presentar respuestas diferentes ante una misma sustancia.
En los estudios de dosis-respuesta, la dosis en la que una sustancia resulta letal es expresada en términos estadísticos: al valor necesario para convertir a un elemento en veneno mortal para la mitad de los entes sujetos a experimentación se le conoce como Dosis Letal media, o DL50, y entre más tóxica sea la sustancia, menor es el valor de esta unidad.
Las bebidas alcohólicas tienen una DL50 casi idéntica a la del tricloretileno, solvente y contaminante muy común en las aguas subterráneas; así, en términos de toxicidad, cada trago de tequila es más o menos igual a tomar un trago de tricloroetileno.
De vuelta al caso de los bebedores de tequila, es gracias también a nuestras experiencias en fiestas en donde abunda el alcohol que sabemos que no es lo mismo intentar emborrachar a nuestra menuda amiga de 50 kg que al «gran» anfitrión de 120 kg; o que, en el caso de especies animales, no es igual envenenar con rotenona a una rata que a un caballo. Por ello, las unidades de DL50 se expresan en miligramos de sustancia tóxica por kilogramo de peso del individuo.
«Claro que el café es un veneno lento; hace 40 años que lo bebo», filosofaba Voltaire. En efecto, el efecto tóxico del café es bastante bajo, y es seguro que ni los que editan esta revista, ni los algarabiadictos «trabajólicos» se acercan a la DL50 correspondiente; pero en el otro extremo tenemos a la botulina —toxina botulínica—, compuesto generado por la bacteria Clostridium botulinum en alimentos mal enlatados, que ha sido incluso considerada como arma de destrucción masiva. La dl50 de la botulina es de 0.00001 mg/kg y, aunque una cucharada de esta sustancia podría matar a un cuarto de la población mundial, actrices y actores la usan en forma de Bótox para aniquilar arrugas —aunque sea de manera temporal y pasajera—, confirmando así, en sentido inverso, la máxima del excelso Paracelso.
Dosis letal
Estos son algunos ejemplos de dosis que resultan letales en sustancias que son de consumo cotidiano —suponiendo que el consumidor es un humano de 50 kg de peso y que se le suministra de forma oral.
• Agua: 10 litros —caso clínico registrado, 17 litros—
• Azúcar: 1.2 kg
• Sal: 600 g
• Cafeína: 100 tazas
• Aspirina: 100 tabletas
• Ácido oxálico —espinacas—: 7 kg
• Alcohol —whisky—: 1 litro
El alucinante pez de los sueños —y de las pesadillas
El turista que visita las playas mediterráneas no necesita peyote ni chamanes para gozar —o sufrir, según sea el caso— de una experiencia por entero alucinante: basta con que consuma un filete de buen tamaño del llamado dreamfish o «pez de los sueños», de la especie Sarpa salpa. Aunque aún se ignora cuáles son los compuestos que producen alucinaciones parecidas a las provocadas por el ácido lisérgico —LSD— en los inocentes comensales, se sospecha que estas toxinas son producidas por ciertas algas que sirven de alimento a este pez, y que poco a poco se van acumulando en su escamosa piel.
Enterados de sus efectos alucinógenos, durante el Imperio Romano el consumo de Sarpa salpa añadió un propósito recreativo al meramente nutricional, ya que permitía amenizar las comilonas, mientras que en las islas polinesias se le empleaba con propósitos ceremoniales. En la actualidad, sin embargo, los reportes de alucinaciones por ingestión de Sarpa salpa son sumamente extraños; de hecho, en la literatura científica hay únicamente dos casos clínicos de ictioalienotoxismo —en jerga médica, es el envenenamiento por ingestión de pescado caracterizado por alucinaciones y otras perturbaciones en el sistema nervioso central— certificados desde la década de los 90.
El protagonista del primero de estos incidentes fue un ejecutivo cuarentón que, en abril de 1994, más tardó en terminar su pescado durante una cena en la Riviera Francesa que en vomitarlo por la noche. Al día siguiente, su vista empezó a nublarse y comenzó a experimentar alucinaciones en las que se le aparecían animales agresivos gritando, por lo que decidió acudir al hospital a pie, en lugar de manejar, porque su auto estaba rodeado por gigantescos artrópodos —otra alucinación, por supuesto—. Estos psicodélicos efectos, junto con la memoria de éstos, desaparecieron 36 horas después de haber ingerido el «pez de los sueños»