Imposible clasificar lo único e irrepetible: cada cantina de la Ciudad de México ha tenido su identidad propia. Cada una ha propiciado ambientes y circunstancias que mantendrían ocupados a cronistas y sociólogos de por vida. He aquí un brevísimo recuento de estos museos vivos donde uno —pese a reformas y prohibiciones legislativas— hasta la fecha, puede formar parte de su exposición permanente.
En la era de la apreciación y el pleno disfrute las cantinas —a pesar de su dolorosa pero inevitable transformación—, continúan siendo los templos de esparcimiento, confesión y desparpajo por excelencia.
La opción más «bara-bara» para el godín —oficinista genérico— que busca distraerse unos minutos de la rutina y, de paso, comer a gusto —y abundante—; centro de reunión para chelear con los cuates a discreción antes de salir de antro; el mejor ambiente para «quedar bien» con la familia política y disolver entre copas prejuicios, dudas o diferencias; escala obligada para «agarrar valor» antes de declarársele al oscuro objeto del deseo; o caso contrario: terminar con esa relación tormentosa que roba todo aliento, todo sueño —y todo sueldo—; todos, unos cuantos ejemplos de la infinita gama de escenarios que alojan estos espacios de convivencia etílica.
De la religiosidad a la «botana»
La cantina —palabra de origen italiano que significaba 'bodega, sótano donde se guardaba el vino'—, como la conocemos, es el resultado de la evolución que tuvieron las vinaterías, tabernas y pulquerías desde el Virreinato. Las primeras disposiciones para regular la venta de embriagantes —en particular el pulque— datan de 1529, y éstas vinculaban al alcohol con las prácticas religiosas prehispánicas. Así, dentro del nuevo orden religioso, se buscaba prohibir la bebida a la par que los «cultos paganos». Por supuesto, tales medidas no sólo fueron desdeñadas entre la población indígena, sino que la naciente población novohispana —mestizos y criollos—, también se hizo asidua a las bebidas regionales.
El aumento desmedido en el consumo de alcohol, así como la necesidad de las autoridades por regularlo, obligó a delimitar el número y tipo de expendedores en el siglo XVII.
También se estableció que cada expendio debía ofrecer «bocadillos» —lo que ahora llamamos «botana»—, para evitar que los clientes se emborracharan muy pronto. Los dueños de los locales empezaron a ofrecer tamales, chalupas, molotes y demás antojitos tradicionales —como hasta la fecha—, y pronto se dieron cuenta que con ello la gente bebía más. De ahí vino la costumbre de que cada local se esmerara en cocinar algún platillo especial, pues la fama de éste era garantía de una mayor clientela.
«Amistades ilícitas»
En aquel entonces, mujeres y hombres convivían en tabernas y pulquerías, pero como compartían los mismos «baños» —llamados «corralones»—, ya ebrios, ahí ocurrían toda clase de ilícitos: «amistades ilícitas», prostitución e incluso violaciones. Para prevenir esto, en 1794 el virrey Juan Vicente de Güemes ordenó la construcción de dos corralones en cada expendio: uno para cada sexo.
Aunque esto redujo los conflictos al interior, éstos se desataban afuera de los expendios, sobre todo durante la noche: «la convivencia de hombres y mujeres, así como las disputas por los juegos de azar, provocaban desacuerdos que derivaban en peleas e incluso en homicidios».
Un recuento de «muertes accidentales» y de crímenes ocurridos —entre 1800 y 1821— dio como resultado que había una notable relación entre el consumo de alcohol y estos delitos. De ahí que los expendios empezaran a prohibir la entrada a mujeres, pues muchos conflictos surgían por celos, rompimientos, adulterios, crímenes pasionales y demás incidentes entre parejas.
De la guerra al high ball
En 1847, durante la guerra contra los EE.UU., los soldados estadounidenses buscaban beber y divertirse como lo hacían en su país, es decir, en los saloon que proliferaron durante el llamado Viejo Oeste. Para satisfacerlos, varios taberneros comenzaron a adaptar sus negocios con esa estética; de ahí la instalación de barras y de anaqueles con espejos para exhibir las botellas —o las célebres puertas de vaivén en la entrada. En 1861, al finalizar la Guerra de Reforma, los liberales remataron las bodegas de vinos y el mobiliario opulento de Maximiliano y sus allegados; eso y la «moda afrancesada» —en parte promovida por el mismo Juárez—, ampliaron los gustos, la variedad de bebidas que se consumían en México y fomentó la elegancia en la decoración de bares y cantinas.
Sobre cómo cambiaron las cantinas de finales del siglo XIX, apunta Armando Jiménez en su célebre Picardía mexicana: «Al poco tiempo cundieron en lugares céntricos limpísimos salones con cantinero bien peinado y afeitado; altos mostradores con barra de metal pulida, a su pie; mesitas con cubierta de mármol; camareros que servían a la clientela con largos mandiles blancos, albeantes de limpieza. Comenzaron a saborearse las bebidas compuestas con ingenio, en las que se mezclaban sabores diferentes, para sacar una sobresaliente que era distinta. Así surgieron los cocktails: high balls, drackes, mint juleps, etcétera».
Reliquias de sí mismas
En 1872, al morir Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada asumió la presidencia interina. Uno de sus actos consistió en regular y expedir licencias para las cantinas. De aquella época provienen consignas que aún pueden leerse en la entrada de algunos sitios: «No se permite la entrada a mujeres, uniformados ni indios». Luego, durante el porfiriato, se unificó su concepto hacia el resto del país y, durante el siglo XX, fueron desapareciendo por infinidad de causas —muerte de los dueños originales, mala administración, cambios de giro comercial, adaptación a restaurantes, etcétera—. Jamás se volvieron a expedir licencias de cantina; las que existen ahora son de restaurante-bar y, las contadas que restan, ya son reliquias de sí mismas. Oficialmente permitieron la entrada de mujeres en 1982, pero muchas ya lo practicaban desde 1975, cuando se conmemoró en México el Año Internacional de la Mujer.
Tan vilipendiadas por las buenas conciencias y trastornadas por las leyes, las cantinas perviven: son lo más cercano que nos queda para desear a todo mundo, con sincera emoción, un poco de ¡Salud!