Hubo una vez un pueblo llamado Balnibarbi, cuyos sabios, preocupados por el lenguaje, emprendieron un proyecto que pretendía suprimir completa y absolutamente todas las palabras. Para llevar a cabo tan intrépida misión, los hombres tendrían que llevar encima todas las cosas que necesitaran para expresar correctamente aquello de lo que tuvieran que hablar. Los más doctos y entendidos abrazaron con entusiasmo el método de expresarse por medio de cosas, aun con el inconveniente que suponía llevar a cuestas un bulto grande de objetos cuando se tenía que tratar un asunto amplio y variado.
Palabras, ¿para qué sirven las palabras? Para estos sabios del clásico de Swift, Los viajes de Gulliver, no eran sino nombres de cosas, de ahí que hubiera razones prácticas para eliminarlas usando las cosas mismas, aunque yo me pregunto cómo hubieran hecho con tan singular método para expresar «intrépida misión». Lo que estos hombres consideraron un inútil intermediario cosa-expresión era en realidad el único puente para alcanzar las cosas del mundo; los de Balnibarbi pretendían usar las cosas mismas cuando las palabras les evitaban la pesada tarea de cargar un bulto lleno de cosas, incluso a quienes se permitían el lujo de tener uno o dos criados que les acompañaran.
El lenguaje, la lengua, las palabras: inventos que pronto se volvieron necesidad, aparejo indispensable, creado para exteriorizar el pensamiento y convertido luego en su vehículo natural. Y, si no, ¿quién puede pensar sin palabras? En el centro de esta capacidad vive el signo, en el que somos, nos movemos y existimos; cuando nacemos, los signos nos reciben, con ellos y por medio de ellos aprendemos lo que es fundamental para la vida y, al final, entre signos —algunos ya acendrados en nosotros—, la dejamos.
Lo paradójico es que aun siendo una característica fundamental del hombre, el lenguaje no es una actividad natural, como podría serlo la posición erguida; si lo fuera, no habría idiomas tal como no hay nacionalidades en ponerse en pie; no obstante, lo que sí le es natural al hombre es lo que hace entendibles los actos lingüísticos mismos, es decir, la capacidad de significar, y por eso todas las sociedades, desde las más primitivas, tienen una lengua.
En su Curso de lingüística general, Ferdinand de Saussure define signo como «la combinación del concepto —significado— y de la imagen acústica —significante—»; en contraste con este modelo diádico, Charles Sanders Pierce planteó la tríada compuesta por el representamen —forma que el signo toma—, el interpretante —sentido que da el signo— y el objeto —referente al que el signo refiere. Pierce se basa en que la función representativa del signo es considerado como tal por un pensamiento o interpretante y no en su conexión con el objeto o en el hecho de que sea imagen de él; es decir: la síntesis proposicional implica una relación significativa, una semiosis.
A esta última tradición se adhiere Umberto Eco en su obra semiótica, en la que denomina como signo todo lo que a partir de una convención previa puede entenderse como «algo en lugar de algo más». Para Eco, la semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda considerarse como signo y, si signo es lo que puede considerarse como sustituto significante de cualquier otra cosa, la «semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir.»
Por ejemplo, la voz /perro/ no es un perro, es sólo la palabra que significa la idea de «perro»; la palabra escrita perro no lo es tampoco, es la combinación de grafías que sustituye a la palabra /perro/, que, a su vez, significa el concepto de lo que hemos acordado se entiende por perro; esto quiere decir que yo, mediante los signos que usted lee ahora, puedo decir «perro» cuantas veces quiera, sin que haya uno presente; también puedo decirle que mi perro, en total desacuerdo con lo que escribo, se ha puesto a ladrar como loco. No sé si me habrá creído, pero, como los signos son sólo «sustitutos de realidad», bien puede ser un mero invento mío. De hecho no tengo perro, y los locos —al menos todos los que no se creen perros— no ladran.
La cuestión es que no hay nada de lo que llamamos perro en lo que un perro es y, entonces, ¿diría usted que el perro existe? ¿Lo que es un perro es la palabra «perro» o, más bien, perro constituye lo que es un perro?5 ¿Un perro es «un perro» o perro es «un perro»? ¿Son puras mentiras? Mentir, dice el diccionario, es «decir lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa», pero también es «inducir al error» y «fingir» o «aparentar». Miente el que contradice la verdad, pero miente también el que sólo la oculta. Decir entonces que la facultad simbolizadora que permite el lenguaje esconde las cosas detrás de un signo, es más cierto cuando al «detrás» se agrega un «y a través de»; así, la suya es una mentira necesaria que se perdona sin sospecha porque nos acerca la realidad y nos deja interpretarla, y hasta transformarla, como sucede con la escritura.
¿Será una total y completa mentira? ¿Es la escritura más que la representación de la palabra hablada que a su vez representa la realidad?