El recalentado es la secuela de un festín; la segunda parte de una historia de amor entre el comensal y los platillos. Suele ser este segundo encuentro más dulce que el primero, pues el objeto del afecto es transformado por el reposo, las circunstancias y la memoria para convertirse en una mejor versión de sí mismo, y por lo tanto, deja una marca más profunda.
Es una tradición acorde con el barroquismo de nuestra cultura; con el gusto por el desmadre sin fin, y por la indulgencia en el comer, el beber y el conversar. Porque, claro, qué mejor ocasión para hablar de comida mientras se come —como se hace siempre en México— que ante un recalentado: incluso se puede hablar de lo que se come mientras se come, y recordar su sabor «di'anoche» comparado con el «di'hoy»: nostalgia pura, de la buena.
Hay, sin lugar a dudas, un componente emocional en la ecuación, pero ¿habrá razones de ciencia para tal fenómeno? La respuesta está en la naturaleza misma de los platillos que se preparan en una cocina mexicana: la abundancia de especias, proteínas, grasas y agua, son la combinación perfecta para que el recalentado se vuelva incluso tradición.
Química
Como en toda transformación de la materia, las peculiaridades del recalentado son resultado de una serie de procesos físicos y químicos que involucran variables como cantidad de agua en el platillo, cantidad de grasas, si hay o no proteínas y de qué tipo, y la severidad del tratamiento térmico al que la comida ha sido sometida. Por ejemplo: si hay carnes rojas en el guiso, el reposo luego de la preparación permite que los nucleótidos cárnicos liberen carbonilos —moléculas orgánicas compuestas por un átomo de carbono unido en un doble enlace a un átomo de oxígeno, que sirven como potenciadores del sabor, luego de un proceso de lixiviación —proceso químico que explica cómo se libera el sabor de la comida, por ejemplo, en los caldos, con un disolvente líquido que ayuda a extraer componentes de los sólidos.
Una variable relevante para el sabor peculiar de los guisos recalentados es la cantidad de líquido que contienen. Al ser sometido por segunda ocasión a un tratamiento térmico —la serie de procesos controlados mediante los cuales un alimento es sometido a variaciones de temperatura—, un platillo pierde agua, su sabor se concentra, y su consistencia se vuelve más espesa. Pero también sus elementos se transforman: a menos humedad se crean condiciones para que los azúcares complejos se conviertan en simples, y se caramelicen, dándole más color y sabor a los platillos.
La caramelización, glucosilación, glicación o reacción de Maillard, es un fenómeno tan complejo que la química moderna no lo alcanza a comprender del todo. Hace apenas seis décadas que alguien se aventuró a explicar las muchas y complejas reacciones que involucra, y aunque hemos podido dar con pruebas de la existencia del Bosón de Higgs, el misterio de la caramelización permanece.
Además, recalentar la comida no sólo intensifica el sabor: también afecta la manera en que lo percibimos, pues el reposo y el segundo tratamiento térmico hacen que las moléculas aromáticas más volátiles —aquellas perceptibles sólo en la nariz— desaparezcan, y que prevalezcan las que se perciben por nariz y boca al unísono: de ahí su intensidad.
Pero el recalentado tiene una arista negativa: si se calienta la comida demasiadas veces, los carbohidratos se simplifican tanto que aumenta el índice glucémico de los alimentos, lo que indica que la velocidad con la que sus carbohidratos serán asimilados por el cuerpo es mayor. Además, las grasas pueden llegar a convertirse en acrilamidas: compuestos orgánicos inodoros, incoloros e insípidos, cuyo daño al cuerpo humano no ha sido probado de forma concluyente, pero que se supone deterioran el sistema nervioso central y fomentan la aparición de tumores, especialmente en el páncreas. Así que, como todo lo bueno en la vida, el recalentado entra en la advertencia de «todo con medida».
Tradición
Es media mañana de Navidad. Anoche la fiesta se prolongó hasta entrada la madrugada, y cuando nos fuimos de la casa de mi tía la temperatura estaba por debajo del punto de congelación —el clima extremo del desierto alcanza -12º C en noches como ésta—. La celebración fue modesta: sólo estuvieron dos hermanas de mi mamá, sus hijas, y el resto de la familia —más de la mitad— se reunió en casa de otra tía, a unos kilómetros de allí.
La cantidad de comida que sobró era inaudita: un pequeño batallón podría alimentarse con las sobras. Pero están reservadas para la mitad de la familia que no asistió a la celebración: no es para quienes asistieron la noche anterior.
Casi toda mi familia vive fuera de México. Para esto, me temo, no hay motivos interesantes: desde hace décadas comenzaron los largos procesos tramitológicos que les darían el estatus de residentes legales en los EE. UU. —viviendo en la franja fronteriza, era algo natural—, y un día la mayoría había dejado el país para vivir en el desierto de Sonora, pero del lado de Arizona. Se llevaron, como todas las familias que han migrado, parte de sus tradiciones, y otras simplemente las han abandonado. Una de las que ha prevalecido con un carácter muy especial es el recalentado.
No sobra decir que la comida es un elemento de cohesión cultural muy importante, y con frecuencia es el único, pues muchos mexicanos allá no hablan bien español: esto lo sustituyen con los sabores y recetas traídos desde aquel México que se quedó atrás, ahora imaginario.
Nostalgia
Hay en mi recuerdo muchos episodios de recalentado: ir a casa de mis novias, cuando adolescente, y tener que halagar los platos de la suegra, por lo regular ingratos; ir a casa de la abuela y aguantar la cruda de los tíos que se pasaron de copas la noche anterior; comer durante días el mismo guiso, ora recalentado en el «micro», ora en la estufa, o hasta frío, y muchos más que por íntimos y personales he decidido guardar en la memoria. Porque más allá de las explicaciones científicas para el mejor sabor de la comida que se recalienta —en una suerte de eterno retorno nietzscheano donde el alimento pasa por el fuego para convertirse en un überguiso—, el «recalentado» es una ocasión especial en sí misma, más allá de la celebración que lo originó. Como secuela del festín, el recalentado tiene valor propio.
Como metáfora de la vida, el recalentado nos enseña que siempre hay otra oportunidad, una secuela o segunda parte, que puede ser mejor que la primera. El guiso densificado, concentrado, los sabores afilados como navajas: el recalentado es el eco del festín, y a la vez una sinfonía en sí mismo. Practíquelo.
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