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Niños con COVID persistente, los olvidados

Al menos medio millón de niños en Estados Unidos está luchando contra la misteriosa enfermedad.

Mientras coloca su espigado cuerpo sobre la camilla, el adolescente Lincoln Brockmeyer explica a los médicos que se siente agotado, sin energía. Algunos días, cuenta, necesita una siesta para aguantar la tarde. Peor que la sensación de cansancio es el dolor constante en sus piernas y la percepción de que cada una pesa media tonelada. Ha perdido peso, en un momento bajó casi 14 kilos. No puede correr sin sentirse mareado, y cada vez que se pone de pie le aparecen venitas de araña color púrpura en sus brazos y piernas. Le encanta jugar baloncesto, pero no cuando le duele así el cuerpo.

“Trato de ser optimista”, dice cuando los médicos le informan en marzo que tiene todos los síntomas del COVID persistente, también conocido como long COVID. Si quiere mejorar, debe tomárselo con calma. Lincoln odia escuchar eso. Empero, estos doctores tienen un plan, a diferencia de los otros médicos que ha visto. Aunque es demasiado tarde para lo que hubiera sido su primer año en la secundaria, tienen la esperanza de que regrese a la cancha a tiempo para su segundo año. “Te ayudaremos”, le dice Amy Edwards, experta en enfermedades infecciosas pediátricas que dirige la clínica de COVID persistente en el hospital University Hospitals Rainbow Babies & Children’s en Cleveland.

Todo el mundo está tratando de superar el COVID-19, todo el mundo está harto incluso de pensar en ello. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos han renunciado a sus intentos de imponer medidas colectivas para controlar el virus. Incluso las personas que más se cuidan han comenzado a abandonar los cubrebocas. Y, una vez más, los casos están aumentando poco a poco en Estados Unidos.

Más casos significarán más COVID persistente, también en niños. Las estimaciones del número de niños que enfrentan síntomas a largo plazo están lejos de ser precisas, pero probablemente oscilan entre 5 y 10 por ciento de los infectados con el virus, señala Daniel Griffin, experto en enfermedades infecciosas de la Universidad de Columbia que trata a pacientes COVID y tiene un podcast semanal sobre la enfermedad. Incluso en las estimaciones más moderadas, eso se traduce en más de medio millón de niños de los 13 millones contagiados hasta ahora en Estados Unidos.

Hasta el año pasado, Lincoln, que ahora tiene 15 años, era un alero estrella en el equipo de básquet de su escuela secundaria en Cuyahoga Falls, Ohio. Tan bueno, de hecho, que los entrenadores de la zona notaron su talento. En mayo de 2021, los padres de Lincoln trasladaron a la familia a Copley, un pequeño pueblo al oeste de Akron, para que Lincoln pudiera jugar en un equipo con más proyección. “Voy a presumir un poco a mi hijo, es un gran jugador”, dice su padre, Nate.

Pero cuando Lincoln repartía dulces en Halloween el año pasado, sintió síntomas de un resfriado, se acostó y se sumió en un sueño intranquilo. Su padre dice que la fiebre del niño subió a 40 grados y respiraba con dificultad. Lincoln intentó superar sus pruebas de baloncesto la semana siguiente, pero no pudo seguir el ritmo. Después de faltar unos días a la escuela, se empecinó en regresar. Pero cuando notó sangre en la orina, sus padres lo llevaron a emergencias. Los médicos le hicieron análisis durante una estadía de dos días en el hospital, incluida una prueba de anticuerpos COVID. Los resultados solo mostraron que Lincoln había tenido la enfermedad en algún momento.

Lo vieron especialistas en oncología, neumología y reumatología, pero ninguno pudo identificar una razón específica para su fatiga extrema. Dejó de ir a la escuela nuevamente en noviembre y apenas pudo levantarse de la cama hasta mediados de enero. Un médico le recetó un fuerte medicamento inmunosupresor llamado metotrexato que lo ayudó a recuperar la energía necesaria para reanudar las clases. Otro le sugirió ver a pediatras expertos en COVID persistente en el hospital Rainbow Babies; tardó más de un mes en conseguir cita.

No se sabe mucho acerca de quién contrae COVID persistente o por qué, colocándolo en la frustrante categoría de enfermedades misteriosas que ocurren después de infecciones como la mononucleosis o la enfermedad de Lyme. Los Institutos Nacionales de Salud están trabajando para responder estas preguntas sobre el COVID, pero pasarán al menos dos años antes de tener conclusiones que, acaso, solo arañen la superficie del tema. Mientras tanto, muchos pediatras todavía no toman en serio las quejas a veces vagas de sus jóvenes pacientes, quizás creyendo que simplemente están tratando de evitar la escuela. “Les dicen: ‘Todo está en tu cabeza, solo estás deprimido’. Pero ahora tenemos muchos de estos niños. No todos están tratando de faltar a la escuela”, refiere David Miller, un especialista en pediatría integrativa que junto con Edwards atiende a pacientes de COVID en el hospital Rainbow Babies.

E incluso cuando los médicos escuchan, los niños a menudo no pueden o no saben cómo describir sus síntomas. La fatiga es la queja más frecuente, seguida del dolor. También son comunes la dificultad para concentrarse y la alteración del gusto o el olfato. Los médicos que tratan a niños y adolescentes dicen que sus pacientes con frecuencia presentan una serie de dolencias que afectan muchos sistemas diferentes del cuerpo, a veces semanas después de un contagio e independientemente de la gravedad de los síntomas iniciales. En Rainbow Babies, muchos niños se sorprenden, al igual que Lincoln, al descubrir que les duelen los músculos del estómago ante presión leve, incluso cuando nunca antes habían notado dolor abdominal. “Lo extraño es lo consistente que es”, dice Edwards.

Aunque el Covid generalmente afecta menos a los niños que a los adultos, muchos padres desinformados han asumido erróneamente que, en los menores, el virus no representa más riesgo que un resfriado común. Muchos pediatras también han cuestionado la utilidad de testar a los niños enfermos para detectar el virus.

Y en Estados Unidos, solo el 28 por ciento de los niños de 5 a 11 años habían recibido dos dosis de vacuna a fines de abril. Estos factores ayudan a explicar por qué las hospitalizaciones pediátricas alcanzaron un pico pandémico durante ómicron. Las primeras investigaciones en adultos han demostrado que las vacunas pueden ayudar a reducir el riesgo de COVID persistente o prolongado. Las muertes son raras, pero eso es poco consuelo para los padres de los mil 10 niños con COVID que han muerto en el país. Y aunque ese número es superado con creces por las vidas adultas perdidas, en enero el COVID seguía siendo la cuarta causa principal de muerte en niños estadounidenses, según la Kaiser Family Foundation y el Peterson Center on Healthcare.

No todos los niños con COVID persistente presentan el cuadro de Lincoln; algunos lo tienen mucho peor. Griffin recuerda a una niña de 16 años que no podía sentarse durante más de unos minutos sin vomitar, por lo que su madre la llevó a una clínica pediátrica en Colorado. Griffin dice que la última vez que habló con la niña, podía sentarse durante unos 45 minutos sin vomitar.

Los niños que sufren COVID persistente que pueden ser atendidos por Edwards, Miller u otros médicos en los cerca de 100 hospitales infantiles que han establecido clínicas para tal efecto en todo el país son los afortunados. Estos médicos suelen ayudar a los niños a organizar sus días y programar descansos frecuentes para que puedan cuidarse mejor; es posible que aconsejen cambiar la dieta para eliminar el azúcar e incorporar frutas y verduras antiinflamatorias. O pueden programar una cita con un cardiólogo, gastroenterólogo o fisioterapeuta.

Algunos médicos sostienen que sea lo que sea lo que sufran estos niños, no es COVID persistente. La pediatra Kristen Walsh es una escéptica del Covid prolongado y cree que los médicos tienen razones financieras para tratar la afección: “Se ha destinado mucho dinero para el COVID infantil y para que los hospitales abran estas clínicas, el dinero es la pista”. Pero, como tantos debates acalorados sobre la pandemia, el argumento de Walsh está más impregnado de emoción que de precisión fáctica: los Institutos Nacionales de Salud han etiquetado grandes cantidades de dinero para la investigación sobre el COVID persistente, pero ese dinero no incluye a las clínicas de tratamiento. Walsh es miembro fundador de un grupo que se autodenomina Urgency of Normal, compuesto por una docena de médicos que a principios de este año comenzaron una campaña para eliminar las restricciones pandémicas, particularmente el uso de mascarillas en las escuelas, pues sostienen que el COVID es como la gripe para los niños no vacunados y que el COVID persistente no es un riesgo importante.

“Me enoja mucho, se descartan muchas cosas porque los niños no tienen voz”, dice Alexandra Yonts, infectóloga que dirige una clínica pediátrica de COVID persistente en el Children’s National Hospital en Washington, D.C. El Children’s National recibió de los Institutos Nacionales de Salud 40 millones de dólares el año pasado para estudiar los efectos a largo plazo del COVID, pero la financiación es solo para investigación, no para la clínica pediátrica, explica Yonts. Ella dice que antes del COVID era escéptica sobre las enfermedades postinfecciosas, pero la afluencia de pacientes con síntomas persistentes que ingresaban al hospital le abrió los ojos.

Los padres que son tenaces finalmente encuentran su camino al Children’s National o a una de las otras clínicas pediátricas de COVID persistente en el país. Cuentan con médicos que, como Yonts, trabajan horas extra para tratar a estos pacientes además de su carga regular; algo cada vez más difícil, porque cada vez más niños siguen llegando. Después de ómicron, la cantidad de familias que buscan ayuda en la clínica de COVID persistente del Children’s National ha aumentado. Yonts dice que la lista de espera se ha extendido a cuatro meses. La historia es similar en todo el país. “Los síndromes postinfección solían ser uno aquí, uno allá. No eran tan comunes, pero ahora estamos viendo muchos más”, afirma Sindhu Mohandas, especialista en enfermedades infecciosas pediátricas a cargo de la clínica de COVID persistente en el Hospital Infantil de Los Ángeles, y añade que su clínica está recibiendo llamadas de todo el país.

Sin embargo, muchos niños no son atendidos, en especial los de familias negras e hispanas. En Children’s National, la clínica atiende principalmente a “familias blancas con recursos y bien informadas”, dice Yonts, a pesar de que las personas negras e hispanas en Washington tienen más probabilidades de haber tenido COVID.

Un informe publicado a fines de marzo por Black Coalition Against COVID, titulado The State of Black America and COVID-19, exponía que “ya hay evidencia de disparidades en el diagnóstico y el acceso al tratamiento” con respecto al COVID persistente.

Los niños que Edwards y Miller tratan cada viernes en Rainbow Babies generalmente tienen afecciones lo suficientemente complejas como para que las consultas tarden mucho más de una hora (en comparación con las visitas estándar al consultorio de 15 a 30 minutos) y además tienen que regresar para múltiples visitas de seguimiento. Hay una espera de unas seis semanas para que un nuevo paciente consiga una cita.

A principios de marzo, Edwards y Miller ven a su paciente más joven. El pequeño Hunter Reinard, quien acaba de cumplir 4 años, ha tenido COVID persistente durante dos de esos años. Se esconde detrás de una silla azul en la consulta mientras su madre, Kristin, explica que después de que toda la familia se contagió de COVID al principio de la pandemia, él comenzó a sufrir fiebre alta cada pocas semanas. No estaba comiendo bien (le dijo a su mamá que la comida olía mal) y no estaba durmiendo. Al paso de los meses, Kristin había llevado a Hunter a varios hospitales. “Nadie sabía qué hacer con él”, dice Kristin a Edwards y Miller. “Fue muy frustrante porque pensé: ‘No sé qué hacer en este momento. Nadie me cree’”.

Ella les dice a los médicos que Hunter está comenzando a ganar peso gracias a los batidos PediaSure que le ha estado dando. Y también dejó de encontrarlo a las 4:00 horas jugando con sus juguetes, una vez que comenzó a darle un suplemento de melatonina para ayudarlo a dormir.

Pero toda la familia volvió a contraer COVID en diciembre. En febrero, la fiebre intermitente de Hunter llegó a 41 grados. Empezó a alucinar, veía personajes de sus videojuegos favoritos flotando en el techo. Kristin dice que se ha sentido abrumada.

“Quiero decirte que no estás loca”, le dice Edwards. “Me siento loca”, replica Kristin. “Durante un año y medio nadie me creyó”. “Yo te creo”, le dice Edwards.

Algunos en la comunidad médica teorizan que el COVID persistente es una respuesta autoinmune o que el virus causa daño nervioso. Pero nadie lo sabe con seguridad. En el Rainbow Babies, Edwards y Miller suelen recetar descanso y cambios en la dieta. Lincoln Brockmeyer dice que el apoyo y la orientación que ha recibido de sus médicos han comenzado a dar frutos. Está comiendo mejor y casi ha recuperado su peso pre-COVID. También tiene más energía. Eliminar la azúcar refinada de su dieta ha sido un “parteaguas”, dice. Ahora puede dar paseos más largos y, en los días buenos, puede encestar un poco. Pero tiene que sentarse entre tiro y tiro. “Eso fue lo que más me decepcionó, porque me perdí toda la temporada de baloncesto”, se lamenta. “Trabajé muy duro y todo se desperdició”.

El baloncesto no ha sido la única pérdida para este estudiante de secundaria en una ciudad nueva. Lincoln dice que recién empezaba a hacer amigos en su escuela cuando se enfermó. Luego solo pudo ver por Snapchat cómo se divertían sus nuevos amigos: “Me sentí muy solo”. Todavía se siente atrasado en las clases, pero dice que su salud mental ha mejorado desde el diagnóstico. “Ahora que sabemos que es COVID persistente, se siente mejor saber lo que realmente tengo”, dice, “y que podemos hacer algo al respecto”.

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