Los desechos de ropa se acumulan en la costa de Ghana, uno de los mayores importadores de ropa usada del mundo. Se les conoce como obroni wawu o ‘ropa de gente blanca muerta’, una frase en el idioma twi que busca explicar esta avalancha de prendas de ultramar.
En la playa de Chorkor, cerca de la capital Accra, capa tras capa de residuos textiles de países ricos forman un montículo de más de 2 metros de altura, como estratos geológicos de diferentes épocas de la moda. Tan compacta es la montaña que tiene chozas en su cima, una barriada construida literalmente sobre cimientos de harapos.
Cuando llueve, las escorrentías de la ciudad arrojan las prendas al mar, explica el jefe de gestión de residuos, Solomon Noi, y luego las olas las depositan en la costa. Noi y su equipo luchan una batalla perdida todos los días mientras intentan contener esos desechos en tiraderos. Noi estima que el 40 por ciento de la ropa usada que pasa por el puerto de Accra no se vuelve a usar ni a reutilizar; simplemente termina como basura (un vertedero previsto para una vida útil de 25 años se llena en tres).
Es un desastre que lleva décadas gestándose, pues la ropa se ha vuelto más barata y cada vez más desechable. Cada año, la industria de la moda produce más de 100 mil millones de prendas de vestir, aproximadamente 14 por cada persona en la Tierra. Todos los días, decenas de millones de prendas se descartan para dar paso a nuevas, las viejas se depositan en las llamadas cajas de reciclaje.
Pero pocos son conscientes de que la ropa vieja rara vez se recicla en ropa nueva porque no existe la tecnología y la infraestructura para hacerlo a escala. En cambio, las prendas desechadas ingresan a una cadena de distribución global de segunda mano que trabaja para prolongar su vida, aunque sea un poco, reutilizándolas como trapos de limpieza, relleno para colchones o aislamiento. Pero el auge de la moda rápida (y la preferencia de los compradores por la cantidad sobre la calidad) ha ocasionado una superabundancia de ropa de escaso valor que amenaza con hundir la economía de ese comercio y representa una desmesurada carga para los países en desarrollo. Mientras tanto, el mito de la circularidad se propaga, protegiendo a empresas y consumidores de la incómoda realidad de que la única forma de salir de la crisis global de los desechos textiles es comprar menos, comprar mejor y usar la ropa por más tiempo. En otras palabras, acabar con el fast fashion.
Compañías como H&M, Mango, Primark, Zara y otras grandes marcas de moda rápida han establecido programas de recolección de ropa usada, lo que ninguna de sus campañas reconoce es que aún no existe el modo de reciclar, a escala industrial, los textiles usados en ropa nueva. A nivel mundial, menos del uno por ciento de la ropa usada se recicla en prendas nuevas, según la Fundación Ellen MacArthur (en comparación, el 9 por ciento del plástico y cerca de la mitad del papel se reciclan). Los minoristas han prometido que lo recolectado nunca se tira ni va a parar a vertederos, pero la realidad es mucho más complicada. Las prendas que se depositan en los programas de recolección de las tiendas ingresan a la multimillonaria cadena de la ropa de segunda mano, sumándose a un raudal de descartes procedentes de donaciones, tiendas de segunda mano y plataformas de reventa en línea como ThredUp y Sellpy.
La compleja tarea de clasificar ese flujo de desechos recae en una invisible industria global de intermediarios y procesadores. Su negocio depende de la exportación de gran parte de la ropa a países en desarrollo para reutilizarla. Es la opción más rentable y, en teoría, la más responsable con el medio ambiente, porque reutilizar artículos consume menos recursos que reciclarlos.
Sin embargo, no hay forma de rastrear lo que le sucede a una prenda una vez que ingresa a esa cadena, ni existe la tecnología o la infraestructura para gestionar lo que se acumula al final de la línea. “Creo que debe entenderse que toda la ropa, ya sea nueva o reciclada, finalmente terminará en vertederos. La clave es mantener la prenda en uso el mayor tiempo posible”, dice Mark Burrows Smith, director de Textile Recycling International (TRI), que procesa 400 millones de prendas al año en Reino Unido e Irlanda.
TRI es parte de un boyante comercio global que compra ropa desechada y la transforma en un commodity, clasificándola y empaquetándola en pacas de una tonelada que se distribuyen a todo el mundo. Gran parte se tritura y se convierte en materia prima para otros usos; las prendas que aún se pueden volver a usar tienen el valor más alto, y es ese comercio el que mantiene a la industria. La “ropa de credencial” (es decir, la que proviene directamente de donaciones o de una caja de recolección en tienda) es la más valiosa, puede contener prendas nuevas con etiquetas, ropa de diseñador o vintage.
Es un negocio altamente competitivo. Fluctuaciones de divisas, aumentos en los costos de flete, cambios en las tendencias de la moda, todo eso puede acabar con los márgenes o cerrar los mercados de súbito. Pero lo que hace que este comercio sea diferente del resto es que los compradores pujan por una mercancía sin verla. “No se puede elegir lo que viene en la paca”, dice Brian London, presidente de Whitehouse & Schapiro LLC, una compañía en Maryland que lleva un siglo en el negocio.
Más de una docena de operadores entrevistados para este artículo afirman que las ganancias son cada vez más esquivas. La calidad está decayendo y la ropa se deshace después de algunos lavados. Las telas son mezclas de fibras sintéticas baratas que son difíciles de reutilizar o reciclar, y hay tanta que los mercados están saturados. Lo más alarmante es que China está produciendo ropa tan barata ahora que, en algunos casos, las prendas nuevas compiten con las usadas.
En Kandla, una zona económica especial en el estado de Gujarat en la India, un montacargas vacía un contenedor de 12 metros repleto de ropa usada, lleva las pacas a las instalaciones de procesamiento de Canam International. En un extremo del almacén hay una pared de pacas que esperan ser ordenadas y clasificadas por 400 mujeres. Cada una evaluará hasta 5 mil prendas ese día, determinando cómo se puede prolongar su uso.
De las cintas transportadoras, las mujeres retiran rápidamente sábanas, cortinas y otros artículos que no son ropa. Otras clasifican las prendas en categorías: pantalones, faldas, chaquetas. El calor es sofocante. Canam tiene dos plantas de este tipo en Kandla que pueden procesar conjuntamente 120 millones de libras al año (unas 54 mil 430 toneladas), Darshan Sahsi, fundador y director gerente de Canam, cree que eso lo convierte en uno de los clasificadores más grandes del mundo.
India restringe la importación de ropa de segunda mano para proteger la industria local. Pero el gobierno hizo una excepción en Kandla, donde las empresas tienen permiso para introducir ropa usada para su procesamiento, siempre que la mayor parte sea reexportada. El trabajo de estas mujeres es difícil de automatizar. A través de la habilidad y la intuición, deducen en segundos dónde reside el valor económico de una prenda usada: como algo para volver a usar, como un trapo o sin valor. Manisha Lalji Chawda es una experta, apenas estudió la primaria y no lee inglés, pero reconoce fácilmente las marcas occidentales y las etiquetas de diseñadores, gracias en parte a una serie de logotipos clavados en la pared de la fábrica: Patagonia, Ralph Lauren, Tommy Hilfiger, Nike.
Una vez clasificada, una máquina comprime la ropa en pacas más pequeñas, las envuelve en plástico y las etiqueta para su exportación. Colectivamente, el sistema funciona casi como una refinería de petróleo, convirtiendo la materia prima en diferentes categorías de productos comercializables: sudaderas con capucha, sin capucha, calzoncillos bóxer, pantalones cortos para niños, lencería. El sistema está diseñado para garantizar que cada prenda llegue al mercado donde obtendrá el mejor precio. Los tacones altos se venden bien en Guatemala y Europa del Este, los Levi’s negros en Malasia. La cachemira pura va a Prato, una ciudad italiana que desde el siglo XIX reutiliza la lana. Todo el mundo quiere ropa de bebé; nadie quiere pantalones de poliéster para hombre.
Aproximadamente dos tercios de lo que ingresa a las instalaciones de Canam se exporta para su reventa como ropa o artículos de limpieza. Pero un tercio, hasta 3 millones de libras (mil 360 toneladas) al mes, tiene poco o ningún valor. Gran parte de eso se envía a Panipat, una ciudad al norte de Delhi donde las prendas se trituran para producir un hilo de baja calidad que se emplea en mantas y telas baratas y ásperas. “No estoy seguro de qué hacen con la basura en Panipat”, reconcoe Sahsi.
“Es nuestro trabajo hacer que las mujeres se sientan insatisfechas con la ropa que tienen”, dijo en 1950 el magnate B. Earl Puckett, quien era presidente de Allied Stores, la cadena de grandes almacenes más grande de Estados Unidos en ese tiempo. Estaba convencido de que la clave para impulsar las ventas era lograr que la industria de la moda presentara nuevos estilos con mayor frecuencia. “La utilidad básica no puede ser la base de una industria textil próspera”, dijo. “Debemos acelerar la obsolescencia”.
Sus palabras presagiaron lo que ha sido descrito como una de las grandes juergas de shopping de la historia a medida que los ingresos aumentaron y la producción en masa hizo que los bienes fueran abundantes y baratos. En Estados Unidos, el consumo llegó a ser visto como un deber patriótico, el camino hacia la prosperidad y una democracia estable. Las empresas encontraron formas de hacer que la gente siguiera comprando, diseñando intencionalmente productos para que no duraran. Los anunciantes aprendieron a aprovechar el poder de la televisión para crear demanda. A Norman Wechsler, presidente de Saks Fifth Avenue, se le preguntó en 1974 si la obsolescencia se incorporaba deliberadamente en la ropa de mujer. “Ese es el nombre del juego, eso es la moda”, respondió.
Si Estados Unidos creó las condiciones previas para la moda rápida, fue una empresa española la que perfeccionó la fórmula. Desde los años ochenta, Inditex, la empresa matriz de Zara, fue pionera en un modelo retail que reducía los plazos de producción de meses a semanas, permitiéndole lanzar alrededor de 10 mil diseños al año, llevar continuamente artículos nuevos a sus tiendas y eliminar los artículos no vendidos dentro de 30 días. El efecto en los hábitos de compra fue sorprendente: los clientes de Zara iban a sus tiendas 17 veces al año en promedio, más de cuatro veces el número habitual, según un estudio de Harvard Business School de 2003.
Pero había algo más. Sin saberlo, Zara jugaba con los procesos neurológicos más profundos del cerebro humano. Un estudio de 2007 dirigido por un neurocientífico de Stanford escaneó la actividad cerebral de adultos jóvenes mientras compraban y descubrió que cuando los sujetos veían algo que querían, se activaba una región del cerebro vinculada a la dopamina y el comportamiento adictivo. Los investigadores también notaron que la corteza prefrontal del cerebro parecía sopesar la diferencia entre el precio que el sujeto estaba dispuesto a pagar y el precio real, lo que indica que estamos programados para experimentar un placer distinto al conseguir una ganga.
La compulsividad que induce al placer de la moda rápida ha acelerado la rotación. En las últimas dos décadas, la cantidad promedio de veces que se usa una prenda antes de desecharla se ha desplomado un 36 por ciento, según la Fundación Ellen MacArthur. Los estadounidenses son los que menos usan sus prendas: menos de 50 veces en promedio. Pero el mayor descenso se produjo en China, donde el promedio de uso se desplomó de más de 200 a 62 veces entre 2000 y 2016.
Reciclar, nos dicen los expertos, siempre requerirá más energía y recursos y producirá más residuos que reutilizar algo o no consumirlo en primer lugar. “Cada vez que se piensa en la economía circular de algo, lo mejor que se puede hacer es reducir la demanda”, advierte Julia Attwood, jefa de materiales sustentables en BloombergNEF, el principal servicio de investigación sobre transición energética de Bloomberg LP. “Tendrías que acabar con el mercado del fast fashion para marcar una diferencia significativa en las emisiones o la huella de los textiles en el lado del reciclaje”.
Tanto H&M como Zara reconocen las limitaciones del reciclaje de textiles en la actualidad, pero dicen que hacen inversiones para apuntalar las tecnologías emergentes que buscan reciclar el tejido mezclado (se sabe, por ejemplo, que el elastano es endiabladamente difícil de separar).
La ruta de los residuos textiles tiene que terminar en algún punto, y una de las terminales más grandes es Ghana. Todos los jueves por la mañana, mucho antes del amanecer, los camiones del puerto avanzan a través de Accra hasta el mercado Kantamanto, un depósito regional de ropa usada. Alrededor de 15 millones de prendas ingresan cada semana, y casi cualquier cosa imaginable está disponible para la reventa. Los compradores pernoctan en la calle para conseguir las primeras pacas que empiezan a salir de los contenedores a las 3 de la mañana. Algunas se transportan a países vecinos como Benín, Nigeria y Togo. Muchas se quedan en Kantamanto, se dividen en lotes más pequeños y se venden en los puestos.
Alegoría de la adicción del mundo a la moda barata, Kantamanto también encarna las estrategias necesarias para tratarla. Aquí todavía existe la noción de reparación. Las camisas desechadas porque les falta un botón son remendadas; las cortinas y camisas de algodón se transforman en calzoncillos; recicladores expertos rediseñan la ropa con nuevos estilos; otros tiñen los jeans descoloridos en índigo o negro, luego los lavan, almidonan y planchan, tratando las prendas con un cuidado que sus dueños originales probablemente nunca les prodigaron. Según la organización Or Foundation, Kantamanto es acaso la economía de reventa y reciclaje más grande del mundo, recirculando 100 millones de prendas cada cuatro meses.
Pero la carga humana más pesada de la crisis global de los residuos textiles recae, literalmente, sobre las kayayei, que se traduce como “la que lleva la carga”. Las mujeres transportan fardos de 120 libras (55 kilos) sobre sus cabezas porque los callejones de Kantamanto son demasiado angostos para que circulen carretillas. Las cargas son tan pesadas que se necesitan al menos dos personas para colocar un fardo sobre la cabeza de una mujer. Un intento casi terminó en desastre mientras dos reporteros de Bloomberg News observaban. La kayayo perdió el equilibrio y el fardo se tambaleó hacia atrás; si la mujer hubiera llevado un bebé a la espalda, como muchas hacen, es posible que no hubiera sobrevivido.
Sakina Abdulahi es kayayo, cada viaje es un periplo traicionero de 2 kilómetros sorteando baches, zanjas, multitudes y bajos techos de lámina, todo con chanclas gastadas en los pies y un niño pequeño atado a su espalda. Gana 10 cedis (73 centavos de dólar) por viaje, como máximo. Pero eso no alcanza para cubrir sus gastos: los 80 cedis al mes por la habitación con piso de tierra que comparte con otras siete mujeres, los 40 cedis por los pañales, los 2 cedis diarios por el teléfono móvil y los 2 cedis por un balde de agua tibia para calmar a Lookman, su hijo de 2 años, que llora por las noches, dolorido por haber estado atado todo el día al cuerpo de su madre.
Con ayuda de un quiropráctico local, Or Foundation tomó una radiografía de 100 kayayei y descubrió que muchas habían perdido por completo la curva en la parte superior de la columna. Niñas de 16 años tenían la columna de una mujer de 50 años. “El daño es irreversible. Solo hay tratamiento para el dolor”, dice Chloe Asaam, directora de programas de Or Foundation.
Abdulahi, como el resto de sus compañeras, toma mañana y noche una pastillita blanca para anestesiar la agonía. Pero los analgésicos también adormecen las señales de dolor del cuerpo, lo que aumenta la posibilidad de un accidente, por ejemplo, si se inclinan en la dirección equivocada. Ha habido casos de kayayei que han muerto por fractura de cuello, según la Fundación Or.
“Todas tenemos lesiones”, dice Aisha Abdul Razak, una de las compañeras de habitación de Abdulahi. “Pero si no trabajas, te mueres de hambre”.
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