Estamos en los últimos días de junio y Donald Trump planea su siguiente mandato presidencial en el club Mar-a-Lago, un lugar apacible en temporada baja, en Florida. En el momento de esta entrevista las encuestas mostraban una contienda muy reñida entre él y el presidente Joe Biden, y había quedado claro que su condena por 34 delitos no afectó la balanza electoral. Dos días después ocurriría el primer debate presidencial, en el que Biden salió malparado. Luego se produjo una sacudida mayor el 13 de julio, cuando Trump se libró por poco de una bala asesina.
En la sala de Mar-a-Lago hay una gran torre de globos rojos y dorados con el número “47″, que correspondería al del próximo presidente (contados desde George Washington), un regalo de un admirador local que colocó una tarjeta que decía “el mejor comandante en jefe que Estados Unidos ha tenido jamás”. Ante la insistencia de Trump, un empleado va a buscar el nuevo artículo de moda: una gorra roja estilo MAGA (Make America Great Again, traducido como: Haz a los Estados Unidos grande otra vez) bordada con la frase “Trump Was Right About Everything” (Trump tenía razón en todo).
Afuera de Mar-a-Lago, el mundo piensa distinto. Existe preocupación por lo que podría implicar otra presidencia de Trump. En los pasillos de Wall Street, desde Goldman Sachs hasta Morgan Stanley y Barclays, anticipan una inflación más alta a medida que aumenten las probabilidades de que Trump recupere la Casa Blanca e imponga políticas comerciales proteccionistas. Gigantes de la economía estadounidense como Apple, Nvidia y Qualcomm tratan de definir cómo una mayor confrontación con China podría afectarlos a ellos y a los chips de los que todos dependen. Las democracias de Europa y Asia se inquietan por los impulsos aislacionistas de Trump, su volátil compromiso con las alianzas occidentales y sus relaciones con el presidente chino, Xi Jinping, y el presidente ruso, Vladimir Putin. Y aunque las encuestas muestran que el electorado estadounidense prefiere la gestión de la economía de Trump sobre la de Biden, para muchos no está claro exactamente qué pasará si Trump repite mandato.
Él rechaza tales preocupaciones. “La Trump-economía”, dice, equivale a “tasas de interés e impuestos bajos”. Es “un tremendo incentivo para hacer las cosas y traer negocios de regreso a nuestro país”. Trump disminuiría las regulaciones, aumentaría la perforación petrolera, cerraría la frontera sur, presionaría por igual a enemigos y aliados para obtener mejores acuerdos comerciales, impulsaría la industria cripto y frenaría a los imprudentes gigantes tecnológicos. En resumen, haría que la economía volviera a ser grandiosa.
Ese es el argumento de venta. La pura verdad es que nadie sabe realmente qué esperar. Así que Bloomberg Businessweek fue a Mar-a-Lago en Palm Beach, en esos últimos días de junio, para obtener las respuestas del propio Trump.
En una extensa entrevista sobre negocios y economía global, el republicano dice que, si gana, permitirá que Jerome Powell cumpla su periodo como presidente de la Reserva Federal, que se extiende hasta mayo de 2026. Trump quiere bajar el impuesto sobre sociedades al 15 por ciento y ya no planea prohibir TikTok. Consideraría a Jamie Dimon, presidente y director ejecutivo de JPMorgan Chase & Co., para ocupar el cargo de secretario del Departamento del Tesoro.
Trump se muestra pasivo ante la idea de proteger a Taiwán de la agresión china y ante los esfuerzos de Estados Unidos por castigar a Putin tras invadir Ucrania. “No me encantan las sanciones”, afirma. Cita a William McKinley, quien, dice, recaudó durante su presidencia (1897-1901) suficientes ingresos a través de los aranceles como para evitar establecer un impuesto federal sobre la renta, pero nunca se le reconoció ese mérito.
Y Trump (proclive a mentir) insiste en que no se “autoperdonará” si es declarado culpable de un delito federal en los tres casos pendientes en su contra: “Yo no lo consideraría”. Quizás no tenga que hacerlo: el 15 de julio, un juez federal designado por Trump desestimó los cargos de mal manejo de documentos clasificados (aunque el fiscal especial anunció que apelaría la decisión).
Los términos generales de la economía trumpiana o Trumponomics podrían no ser diferentes de los que aplicó durante su primer mandato. Lo nuevo es la velocidad y eficiencia con la que pretende implementarlos. Cree que ahora comprende mejor las palancas del poder, incluida la importancia de seleccionar a las personas adecuadas para los puestos adecuados. “Teníamos gente estupenda, pero tuve algunas personas a las que no elegiría por segunda vez”, afirma. “Ahora conozco a todo el mundo. Ahora tengo verdadera experiencia”.
Trump considera que su mensaje económico es el mejor camino para derrotar a los demócratas en noviembre, en tanto que los republicanos dedicaron la noche inaugural de su convención presidencial al tema de “la riqueza”. La apuesta es que su agenda poco ortodoxa de recortes de impuestos, más petróleo, menos regulación, aranceles más altos y menos compromisos financieros con el exterior atraerá a suficientes votantes de los estados indecisos para darle la victoria. También está apostando a que los votantes pasen por alto los rasgos negativos que caracterizaron su primer mandato en la Casa Blanca: las peleas entre el personal, los cambios radicales de política, los pronunciamientos de las 6 a.m. en las redes sociales. Y, por supuesto, está la cuestión del intento de insurrección del 6 de enero de 2021.
Las encuestas ya muestran señales de que la población masculina hispana y la afroestadounidense se están inclinando hacia el Partido Republicano ante el hartazgo por los altos precios de los alimentos, la vivienda y la gasolina. Hasta el 20 por ciento de los hombres negros respaldan ahora a Trump, aunque algunos expertos creen que esas cifras están infladas. De cualquier manera, Biden está batallando para convencer a los votantes clave de sus logros económicos, por ejemplo, una tasa de desempleo muy baja y aumentos salariales. También enfrenta el tema de su edad. Trump podría ganar en noviembre, y muchos líderes demócratas están cada vez más preocupados de que, en carro completo, les dé a los republicanos el control de la Cámara y el Senado junto con la Casa Blanca.
En ese caso, tendría un poder sin precedentes para configurar la economía estadounidense, el comercio con sus aliados y el entorno para las empresas globales. En su primer mandato demostró que prefiere trabajar uno a uno o de modo personalizado, lo que daría una ventaja a los líderes mundiales y directores corporativos que tienen las mejores relaciones con él, dejando al margen a sus enemigos, temerosos de lo que hará. Si algo se destaca de la entrevista de Bloomberg Businessweek con Trump es que él es plenamente consciente de este poder y tiene toda la intención de utilizarlo.
Trump y la economía estadounidense
Trump, con traje oscuro y corbata, se presenta en la sala de Mar-a-Lago deseoso como siempre de ser un anfitrión generoso. Pide una ronda de Coca-Colas y Coca-Colas Light para sus visitantes y luego se pone a explicar cómo gobernaría si fuera reelegido en noviembre. Los líderes empresariales valoran la estabilidad y la certeza, y no obtuvieron ninguna de los dos durante la primera presidencia de Trump. Esta vez, su campaña está dirigida de manera más profesional, pero no ha presentado una agenda detallada de política económica que los tranquilice. El vacío ha generado confusión entre quienes buscan tomar previsiones para un segundo mandato de Trump.
A finales de abril, algunos de los asesores políticos de Trump filtraron al Wall Street Journal un borrador explosivo con una propuesta para reducir sustancialmente la independencia de la Reserva Federal. En términos generales, se dedujo que Trump respaldaba la idea, lo que no parecía exagerado dados sus ataques anteriores a Powell. De hecho, la campaña de Trump insistió en que él no había respaldado ni la propuesta ni la filtración. Pero el episodio fue una consecuencia de la política vaga e indeterminada de Trump, que ha dejado a grupos de expertos como la Heritage Foundation luchando por completar los detalles y por ganar influencia. Otros empresarios de filiación conservadora han impulsado propuestas para devaluar el dólar o instituir un impuesto fijo.
En Mar-a-Lago, Trump deja claro que está harto de todas esas ideas no solicitadas. “Hay mucha información falsa”, se queja. Está ansioso por dejar las cosas claras sobre varios temas.
Primero, está Powell. En febrero Trump le dijo a Fox News que no volvería a nombrarlo para la Reserva Federal; ahora afirma inequívocamente que dejará que Powell concluya su periodo, que duraría hasta bien entrada una segunda administración Trump. “Le dejaría hasta que agote su mandato”, dice Trump, “especialmente si pensara que está haciendo lo correcto”.
Aun así, Trump tiene una postura sobre la política de tasas de interés, al menos en el corto plazo. La Reserva Federal, advierte, debería abstenerse de recortar las tasas antes de las elecciones de noviembre y dar un impulso a la economía y a Biden. Wall Street espera dos recortes de las tasas de interés antes de fin de año, incluido uno, crucialmente, antes de las elecciones. “Es algo que saben que no deberían hacer”, dice.
Luego está la inflación. Trump ha criticado incesantemente la forma en que Biden maneja la economía. Pero en el enojo generado por los altos precios y las tasas de interés ve una oportunidad para cortejar a un electorado que normalmente no apoya a los republicanos, como la población masculina afrodescendiente y la hispana. Trump dice que bajará los precios abriendo el país a más explotación de petróleo y gas. “Tenemos más oro líquido que nadie”, afirma.
En tercer lugar, está la inmigración. Él cree que las restricciones estrictas son clave para impulsar los salarios y los empleos nacionales. Considera que las restricciones inmigratorias son “el [factor] más importante de todos” en cómo remodelaría la economía, con beneficios particulares para las minorías a las que intenta convencer. “La población negra se verá perjudicada por los millones de personas que están entrando al país”, afirma. “Ya lo están sintiendo. Sus salarios han bajado mucho, los inmigrantes que llegan ilegalmente al país les quitan sus puestos de trabajo (según la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos, gran parte del incremento del empleo desde 2018 se ha dado entre ciudadanos estadounidenses naturalizados y residentes legales, no entre inmigrantes).
El lenguaje de Trump se vuelve apocalíptico. “La población negra de este país va a morir por lo que ha pasado, por lo que va a pasar con sus empleos, sus trabajos, sus viviendas, todo”, continúa. “Quiero detener eso”.
Aparte de aumentar la producción de petróleo, Trump no ha precisado un plan para bajar los precios. Su convicción personal de que los fuertes aranceles que propone producirán un repunte en los ingresos del país no es compartida por los principales economistas, que advierten que dichos aranceles propiciarán una mayor inflación y equivaldrán a un aumento de impuestos para los hogares estadounidenses. Un informe del Instituto Peterson de Economía Internacional estima que su régimen arancelario impondría un costo anual adicional de mil 700 dólares para la familia promedio de ingresos medios. Y Oxford Economics, un grupo de investigación no partidista, estima que la combinación de aranceles, restricciones a la inmigración y recortes impositivos de Trump también podría aumentar la inflación y desacelerar el crecimiento económico. El denominador común de estas políticas “es un aumento de las expectativas de inflación”, dice Bernard Yaros, economista principal de Oxford Economics para Estados Unidos.
Luego está el déficit presupuestario. El deseo de Trump de renovar su histórica Ley de Empleos y Reducción de Impuestos de 2017 (algo que costaría 4.6 billones de dólares) y de bajar aún más los impuestos corporativos no sugiere un presupuesto equilibrado ni se ha explicado cómo podría alcanzarse. Si a eso se le suma la presión al alza sobre las tasas de interés que los economistas esperan de sus políticas proteccionistas, los planes de Trump podrían agravar el endeudamiento del país.
Sin embargo, las otras posturas de Trump podrían ser suficientes para ganar el apoyo de los líderes empresariales. Harold Hamm, donante de Trump y presidente ejecutivo del gigante petrolero Continental Resources Inc., señala en un correo electrónico: “Parece haber una abierta hostilidad hacia el libre mercado en la administración Biden. Como resultado, el capital se queda al margen. ¿Por qué? Debido a la incertidumbre regulatoria y, en algunos casos, a la franca hostilidad regulatoria hacia ciertos sectores”. Hamm cita como ejemplo la suspensión impuesta por Biden a los proyectos de gas natural licuado en enero. “Cuando Trump sea reelegido”, predice, “ese capital que estaba estacionado al margen circulará de nuevo”.
Trump y los líderes empresariales estadounidenses
Las empresas estadounidenses todavía se están adaptando a la probabilidad del regreso de Trump. En privado, muchos directivos no están entusiasmados. “No lo soportan”, comenta Jeffrey Sonnenfeld, profesor de la Escuela de Administración de Yale que dirige un instituto de liderazgo para directores ejecutivos y habla regularmente con ellos.
El 13 de junio, Trump se reunió en privado en Washington con docenas de los directores más destacados del país, un grupo que incluía a Dimon, de JPMorgan; Tim Cook, de Apple, y Brian Moynihan, de Bank of America. La ocasión fue una “charla informal” organizada por Business Roundtable, un grupo cabildero no partidista. La reunión enfrentó a Trump cara a cara con varios líderes corporativos con quienes ha tenido una relación conflictiva de larga data. Muchos desconfiaron de él desde el comienzo de su presidencia; algunos hablaron públicamente después del asalto del 6 de enero al Capitolio de Estados Unidos por parte de simpatizantes trumpistas. Cook, Dimon y Moynihan condenaron la violencia y Cook lo llamó “un capítulo triste y vergonzoso en la historia de nuestra nación”. Sin embargo, apenas unas semanas después de que un jurado de Manhattan condenara a Trump por 34 delitos, todos se reunieron sumisamente con él, una señal inequívoca de la cambiante dinámica del poder.
Trump tiene un sentimiento ambivalente con los jefes corporativos de Estados Unidos, vacila entre querer su aprobación y esperar doblegarlos a su voluntad. En Mar-a-Lago, cuando se le muestra la edición de julio de Bloomberg Businessweek, que lleva en portada al CEO de LVMH Louis Vuitton Moët Hennessy SE, Bernard Arnault, él se refiere a Arnault, uno de los hombres más ricos del mundo, como “un tipo increíble, un amigo mío”, y pregunta si en el artículo se habla de su amistad (no surgió el tema).
Trump se irrita cuando le señalan que ningún director ejecutivo de la lista Fortune 100 ha contribuido públicamente a su campaña (recientemente Elon Musk le prometió apoyo financiero). Y todavía le escuece la cobertura que hizo CNBC de la reunión promovida por Business Roundtable, que incluyó declaraciones de un director ejecutivo anónimo que tachó a Trump de “notablemente vago y disperso”.
Al contrario, la reunión fue “una fiesta de amor”, insiste Trump. “Yo sé cuando no me aman, porque lo detecto mejor que nadie”, asegura. “CNBC me llamó y se disculpó porque descubrieron que la reunión fue grandiosa” (un portavoz de CNBC aclara: “No nos disculpamos. Hablamos con el expresidente sobre mantener abiertas las líneas de comunicación”).
Trump dice que a los ejecutivos reunidos les recordó que en 2017 redujo la tasa del impuesto corporativo “del 39 al 21 por ciento” (en realidad fue del 35 al 21 por ciento) y prometió bajarla aún más, al 20 por ciento. “Les encantó, estaban felices”, recuerda. Añade que quiere reducir el gravamen aún más: “Me gustaría bajarlo a 15″.
Pero Trump también es consciente de que cualquier “amor” que manifiesten los directores ejecutivos obedece en última instancia a sus propios intereses: pueden leer los sondeos electorales como los demás. “Quienquiera que encabece las encuestas recibe todo el apoyo”, afirma. “Yo podría tener la personalidad de un camarón y todos vendrían”.
No siempre fue así. Cuando la carrera política de Trump parecía estar acabada tras sus esfuerzos por anular las elecciones presidenciales de 2020, la comunidad empresarial republicana formaba parte de una coalición ansiosa por ungir a un nuevo abanderado para el partido. Comenzó a prodigar dinero y atención a una nueva generación de políticos favorables a las empresas, encabezada por el gobernador de Florida Ron DeSantis, la exgobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, y el gobernador de Virginia, Glenn Youngkin, quien también ha sido codirector de la firma de inversiones Carlyle Group Inc. Pero en 2024, la campaña presidencial de DeSantis colapsó, la de Haley se desinfló y la de Youngkin nunca llegó a cristalizar. Los empresarios quedaron conmocionados y abatidos cuando Trump logró la nominación.
“Todo el mundo se equivocó”, indica Liam Donovan, republicano que cabildea en favor de las empresas: “Había una suposición fundamental de que Trump estaba acabado. Pero DeSantis nunca iba a ser el indicado, tampoco Haley. La gente vio una oportunidad de pasar página, intentó hacerlo realidad y no sucedió. La base quería a Trump”.
Es bien sabido que Trump es rencoroso: el año pasado, en una conferencia política conservadora, prometió “represalias”. Pero cuando se le preguntó en Mar-a-Lago si perseguiría a los directores ejecutivos que le desagradan, respondió “No tengo (planes de) represalias contra nadie”.
Con todo, no olvida sus desencuentros con Mark Zuckerberg, CEO de Meta Platforms Inc., y Jeff Bezos, fundador de Amazon y propietario del Washington Post. Bezos, cuyo periódico mantenía un recuento actualizado de las afirmaciones falsas que Trump hizo mientras era presidente (llegó a contar 30 mil 573), le genera especial resquemor. Trump dice que Bezos “se ha hecho un flaco favor a sí mismo” y se ha ganado “muchos enemigos” con el Post.
A pesar de sus críticos y enemigos en los círculos empresariales, a Trump no le falta apoyo allí ni en Wall Street. “La economía de Trump fue muy buena”, asegura Scott Bessent, CEO de Key Square Capital Management LLC y uno de los principales donantes de la campaña del republicano. “Fue buena para la gente de arriba y de abajo. El mercado estaba bien. Los salarios reales aumentaron. Fue un muy buen periodo”.
Otros directores ejecutivos destacados que no se identifican como partidarios de Trump también han elogiado su presidencia. “Seamos honestos”, dijo en enero Dimon en el Foro Económico Mundial en Davos, “él tenía algo de razón sobre la OTAN y algo de razón sobre la inmigración. Con él la economía creció muy bien. La reforma fiscal funcionó. Tenía algo de razón sobre China (...) No se equivocó en algunas de estas cuestiones críticas, y por eso votan por él”.
Trump disfruta el cumplido. Ha cambiado su opinión sobre Dimon, a quien atacó en la red social Truth Social el año pasado, llamándolo “sobrevalorado globalista” y hoy, en cambio, asegura que puede imaginar a Dimon, quien según se dice está contemplando una carrera política, como su secretario del Tesoro. “Es alguien a quien yo consideraría”, dice Trump. Un portavoz de Dimon declinó hacer comentarios.
A pesar de sus diferencias con los líderes empresariales, Trump parece ansioso por incluirlos en una segunda administración. El gobernador de Dakota del Norte, Doug Burgum, exdirector de una compañía de software, figuraba en la lista corta de Trump para la vicepresidencia y es probable que entre en su gabinete. Bessent también es candidato a secretario del Tesoro. Trump incluso ha abierto los brazos a directores ejecutivos que, no hace mucho, eran considerados posibles rivales. “Glenn Youngkin es estupendo”, dice en otra parte de la entrevista. “Me encantaría tenerlo en mi administración”. Al final, Trump eligió como compañero de fórmula a JD Vance, quien por años fue un capitalista de riesgo.
Eso no quita que muchos directores corporativos sientan temor ante el regreso de Trump. Ken Chenault, exdirector de American Express Co., dice que las amenazas de Trump han tenido un efecto intimidatorio en los líderes empresariales. “La gente se mantiene al margen porque hay mucho temor a las represalias”. Chenault plantea otros ejemplos de lo que sucedió durante la presidencia de Trump: su oposición a la fusión de AT&T-Time Warner por valor de 85 mil millones de dólares y la preocupación de que estuviera tratando de forzar la venta de CNN por su descontento con la cobertura que hizo el medio de su administración.
Los directores ejecutivos, dice Chenault, tienen terror de terminar en la mira de Trump: “El miedo es real”.
Trump y la política exterior
Como presidente, Trump hizo añicos la antigua ortodoxia republicana de favorecer el libre comercio. Dice que irá más lejos si es reelegido. En Mar-a-Lago ofrece una apasionada defensa de los aranceles estadounidenses (ha estado estudiando a McKinley, apodándolo “el Rey de los aranceles”) para dejar en claro que tiene la intención de aumentar los gravámenes no solo a China, sino también a la Unión Europea.
“McKinley enriqueció a este país”, expone Trump, “fue el presidente más subestimado”. En la lectura que hace Trump de la historia, los sucesores de McKinley dilapidaron su legado en costosos programas gubernamentales como el New Deal (“todo el asunto de los parques y las presas”) y envenenaron injustamente una importante herramienta de la política económica. “No puedo creer cuántas personas ven con malos ojos a los aranceles que en realidad son inteligentes”, dice Trump. “El arancel sirve bien para negociar. Conmigo han venido países que eran potencialmente extremadamente (sic) hostiles, y me decían: ‘Señor, por favor, deje por la paz los aranceles’”.
Para consternación de muchos grupos empresariales y de consumidores, Biden mantuvo los aranceles de Trump sobre China, e incluso aumentó los aplicados al acero, el aluminio, los semiconductores, los vehículos eléctricos, las baterías y otros bienes. “Esto incrementará la inflación de precios en todos los sectores, todo en nombre de una política de mano dura en un año electoral”, apuntó en mayo Yaël Ossowski, subdirector del grupo de defensa del consumidor Consumer Choice Center.
Sin embargo, para los partidarios de Trump, las acciones de Biden son una validación de que Trump tenía razón (y sus detractores demócratas no) sobre la amenaza que China representa para la economía y la seguridad de Estados Unidos. Trump está ansioso por recetar más de la misma medicina, incluso a sus aliados europeos. Además de aplicar nuevos aranceles a China de entre 60 y 100 por ciento, dice que impondría un arancel general del 10 por ciento a las importaciones de otros países, citando una letanía de quejas sobre países que no compran suficientes bienes estadounidenses.
“La Unión Europea suena encantadora”, expresa Trump. “Amamos Escocia y Alemania. Amamos todos estos lugares. Pero más allá de eso, nos tratan con violencia”. Menciona la renuencia de Europa a importar automóviles y productos agrícolas estadounidenses como factores clave del déficit comercial de más de 200 mil millones de dólares, una estadística que considera un indicador fundamental de equidad económica.
Como ocurre con muchas otras cosas, Trump ve el comercio en términos personales. Habla de ello como si fuera una negociación privada entre él y líderes extranjeros recalcitrantes que entienden muy bien que están explotando a Estados Unidos y, por lo tanto, deben ser contenidos. Se anima mientras relata una conversación con Angela Merkel, entonces canciller de Alemania. “Angela, ¿cuántos Ford o cuántos Chevrolet hay en este momento en el centro de Múnich?” recuerda haber preguntado.
Él imita el acento alemán de Merkel en su respuesta: “Oh, no creo que muchos”.
“¿Más bien ninguno?”, le replicó él.
Satisfecho de haber ilustrado su punto, Trump se vuelve hacia los periodistas de Businessweek. “Nos tratan muy mal”, afirma. “Pero yo estaba cambiando todo eso y esa cultura”. Si vuelve a la Casa Blanca, sugiere, terminará el trabajo.
Esta visión transaccional de Trump sobre la política exterior y su deseo de “ganar” cada acuerdo podrían tener ramificaciones en todo el orbe e incluso romper las alianzas con Estados Unidos. Cuando se le pregunta sobre el compromiso de Estados Unidos de defender a Taiwán de China (que considera a esa democracia asiática como una provincia separatista), Trump deja claro que, a pesar del reciente apoyo bipartidista a Taiwán, se muestra, en el mejor de los casos, tibio a la hora de enfrentar una agresión china. Parte de su escepticismo se basa en el resentimiento económico. “Taiwán nos quitó el negocio de los chips”, dice. “Quiero decir, ¿qué tan estúpidos somos? Se llevaron todo nuestro negocio de chips. Son inmensamente ricos”. Lo que él quiere es que Taiwán pague la protección que Estados Unidos le dé. “No creo que seamos diferentes de una póliza de seguro. ¿Por qué? ¿Por qué razón hacemos esto?” pregunta.
Otro factor detrás de su escepticismo es lo que él considera la dificultad práctica de defender una pequeña isla al otro lado del mundo. “Taiwán está a 9 mil 500 millas de distancia, y está a 68 millas de China”, afirma. Abandonar el compromiso con Taiwán representaría un cambio dramático en la política exterior estadounidense, tan significativo como suspender el apoyo a Ucrania. Pero Trump parece dispuesto a alterar radicalmente los términos de estas relaciones.
Sus puntos de vista sobre Arabia Saudita, por el contrario, son más amigables. Dice que ha hablado con el príncipe heredero Mohammed bin Salman Al Saud en los últimos seis meses, aunque se niega a dar más detalles sobre la naturaleza y frecuencia de sus conversaciones. Cuando inquirimos si le preocupa que la creciente producción estadounidense de petróleo y gas moleste a los saudíes, que desean mantener su primacía en el sector energético, Trump responde que no lo cree así, señalando una vez más una relación personal. “Le caigo bien, y él a mí”, dice sobre el príncipe heredero. “Siempre van a necesitar protección... no están protegidos naturalmente”. Y añade: “Siempre los protegeré”.
Trump culpa a Biden y al expresidente Barack Obama de erosionar las relaciones de Estados Unidos con Arabia Saudita, razón por la cual el Reino estrechó lazos con un adversario clave: “Ya no están con nosotros, están con China. Pero no quieren estar con China, quieren estar con nosotros”.
Más allá de la política exterior estadounidense, Trump tiene razones para buscar vínculos más estrechos con los saudíes. Para él están en juego cientos de millones de dólares. El 1 de julio, la Organización Trump y DAR Global anunciaron planes para construir una Torre Trump y un hotel de lujo en la ciudad de Yeda. Un fondo de inversión fundado por su yerno Jared Kushner también ha recibido una inversión de 2 mil millones de dólares del fondo soberano del gobierno saudí.
Los aliados occidentales, ya familiarizados con el enfoque personal y voluble de Trump en materia de política exterior, están tomando medidas para prepararse para su posible regreso a la Casa Blanca. Estas incluyen aumentar el gasto en defensa, transferir a la OTAN el control de la ayuda militar a Ucrania, mejorar las relaciones con los asesores de Trump y los think tanks próximos a él, y acercarse a gobernadores y líderes de opinión republicanos para adivinar sus intenciones. En una cumbre de la OTAN en Washington, el presidente ucraniano Volodimir Zelenski instó a los aliados a actuar ya para ayudar a su país a repeler la invasión rusa en lugar de esperar los resultados de las elecciones de noviembre para decidir qué hacer.
Dan Caldwell, asesor político del centro de expertos Defence Priorities, señala que “en realidad a Europa le conviene robustecer su defensa y comenzar a operar asumiendo que Estados Unidos tiene otras prioridades de seguridad nacional más urgentes y también domésticas”.
Trump y Silicon Valley
Durante su presidencia y después, Trump tuvo en la mira a la industria tecnológica estadounidense. En gran parte de su cuatrienio, Twitter (ahora X) fue su plataforma preferida para ventilar su descontento con empresas como Facebook, Google y Twitter misma, antes de ser adquirida por Elon Musk. En 2020, firmó una orden ejecutiva que reducía las protecciones legales para las plataformas de redes sociales en el marco de la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones. Su gobierno además emprendió investigaciones antimonopolio en Amazon, Apple, Facebook y Google, acciones que Biden continuó y amplió.
Los ataques de Trump a los gigantes tecnológicos nunca han sido exactamente declaraciones férreas de políticas o principios. Al igual que sus propuestas arancelarias, han servido al menos como estrategias de poder: él reivindica una posición de negociación ante la cual las empresas y sus directivos deben responder. La queja central que él y los republicanos solían formular era que las empresas de tecnología tenían prejuicios contra los conservadores (suspendían sus cuentas, invisibilizaban su contenido o suprimían las fuentes de derechas en los resultados de búsqueda). Hoy, Trump se centra en una acusación más atractiva: que las empresas tecnológicas están dañando a los niños, hasta el punto, incluso, de provocar una epidemia de suicidios en el país. “Se han vuelto demasiado grandes, demasiado poderosas”, argumenta. “Están teniendo un enorme impacto negativo, especialmente en los jóvenes”.
Esta posición deriva acaso de la comprensión que tiene Trump de cómo el drama televisado puede moldear la opinión pública. En febrero, durante una comparecencia en el Senado, Zuckerberg fue presionado para disculparse con las familias presentes que culpaban a las redes sociales del suicidio de sus hijas e hijos. Fue un momento fascinante y Trump ha aprovechado ese embate para su campaña. “No quiero que destruyan a nuestra juventud”, dice sobre las redes sociales. “Ya ves lo que están haciendo, hasta suicidios”.
Momentos después, empero, defiende a estas mismas plataformas como baluartes vitales contra la supremacía tecnológica china. Personalmente, Trump quiere dominar a las empresas estadounidenses, pero no quiere que los competidores extranjeros las reemplacen. “Las respeto mucho”, insiste sobre las empresas a las que acaba de criticar. “Si las persigues con mucha violencia, puedes destruirlas. No quiero destruirlas”.
En Mar-a-Lago, la única excepción a su afirmación de no querer dañar a las empresas tecnológicas estadounidenses y privilegiar a las nacionales sobre las extranjeras es TikTok. Al hablar de su reciente incursión en la red social de propiedad china, donde ya es bastante popular, Trump menciona que prohibirla en Estados Unidos beneficiaría a una empresa y a un CEO al que no desea premiar. “Ahora que lo pienso, estoy a favor de TikTok, porque necesitas competencia”, indica. “Si no tienes TikTok, tienes Facebook e Instagram y… ya sabes, es Zuckerberg”. Es una consecuencia que no aceptará. Todavía le duele la decisión de Facebook de vetarlo indefinidamente tras los ataques del 6 de enero. Su cambio de opinión respecto de las criptomonedas ha estado marcado por una dinámica similar. No hace mucho criticó a Bitcoin como una “estafa” y un “desastre a punto de suceder”. Ahora dice que ésta y otras criptomonedas deberían “acuñarse en Estados Unidos”. Enmarca este cambio radical como una necesidad práctica. “Si no lo hacemos nosotros, China encontrará el modo y se lo quedará China o alguien más”, afirma.
No es casualidad que la criptoindustria, rechazada por el Partido Demócrata, rebosante de efectivo y ansiosa por tener amigos en Washington, haya encontrado su camino hacia Trump. “Gracias en gran medida a las acciones de la Comisión de Bolsa y Valores, la administración Biden ha terminado por convertirse en anti-cripto”, juzga Justin Slaughter, director de políticas de la firma de inversión centrada en cripto Paradigm. “Considerando que, según revelan las encuestas, alrededor del 20 por ciento de los demócratas poseen criptoactivos, eso fue políticamente imprudente”, agrega. Trump ha tomado medidas para llenar el vacío y en mayo declaró que detendría “la cruzada de Joe Biden para aplastar las criptomonedas”. Al mes siguiente cosechó los beneficios, recaudando dinero de los mineros de Bitcoin en una colecta de fondos en Mar-a-Lago. Luego, la campaña de Trump anunció que “construiría un ejército criptográfico” y ahora acepta donativos en cripto.
Algunos en Silicon Valley han aprendido que la mejor manera de lograr que Trump cambie su postura sobre algo es apelar a él directamente. Ese fue sin duda el caso de Tim Cook. En 2019, Apple parecía destinada a ser víctima de la guerra comercial de Trump con China, con miles de millones de dólares en riesgo, cuando el presidente anunció aranceles de importación del 25 por ciento. Luego él rechazó públicamente la solicitud de excepción de Apple. “Apple no recibirá una exención o alivio arancelario para las piezas de la Mac Pro fabricadas en China”, escribió en Twitter. “¡Fabrícalas en Estados Unidos, sin aranceles!”.
En Mar-a-Lago, Trump habla afectuosamente de Cook y cuenta cómo el CEO de Apple lo convenció para que cediera. Recuerda que Cook se acercó en privado y le preguntó si podían reunirse. Trump agradeció el gesto de respeto del jefe de la que en ese momento era la empresa más valiosa del mundo. “Eso es impresionante”, dice Trump. “Le dije: ‘Sí, ven a verme’”. Trump relata que Cook fue directo al grano. “Me dijo ‘Necesito ayuda, pusiste aranceles del 25 y 50 por ciento (sobre los productos Apple importados de China)’”, recuerda. “Me dijo: ‘Realmente perjudicaría a nuestro negocio. Potencialmente destruiría nuestro negocio’”. Un portavoz de Apple declinó hacer comentarios.
Trump no buscaba eso; principalmente quería demostrar que podía repatriar empleos manufactureros, como había prometido. Según cuenta, convenció a Cook para que ampliara la producción nacional. “Dije: ‘Voy a hacer algo por ustedes, pero tienen que producir en este país’”. Cuatro meses después, Apple anunció que estaba comenzando la construcción de un campus en Austin. En el comunicado de prensa Cook señaló que “fabricar en Austin la Mac Pro, el dispositivo más poderoso de Apple hasta la fecha, es tanto un motivo de orgullo como un testimonio del poder perdurable del ingenio estadounidense”. Luego, Cook le regaló a Trump una Mac Pro de 5 mil 999 dólares, una de las primeras fabricadas en la planta de Texas.
¿Trump se impuso sobre Cook? Lo dudamos. Apple ya había anunciado un año antes que invertiría mil millones de dólares en un nuevo campus en Austin, y desde la era de Obama las Mac Pro se ensamblaban en Texas. Sin embargo, el episodio fue positivo para Trump y colocó a Cook en el extremo opuesto de Zuckerberg. También creó una posible hoja de ruta sobre cómo los directores de firmas tecnológicas podrían navegar un segundo mandato de Trump.
“Me pareció un muy buen hombre de negocios”, dice Trump sobre Cook.
Trump y el futuro
Lo que Trump piensa sobre las empresas estadounidenses y las personas que las dirigen importa hoy más que nunca. Lo mismo ocurre con sus opiniones sobre la Reserva Federal, la economía y todos los temas importantes en el planeta. La conmoción que supuso el vacilante desempeño de Biden en el debate del 27 de junio aumentó las dudas sobre la salud cognitiva del presidente y sumió al Partido Demócrata en una crisis existencial. También le dio a Trump una ventaja mensurable en muchas encuestas y, además de sobrevivir al intento de asesinato, puede haber amplificado su ya formidable sentido de inviolabilidad política.
“El debate ciertamente tuvo un gran impacto”, dice en una llamada postentrevista el 9 de julio, cuatro días antes del atentado. “Muchos estados recién están comenzando a unirse y eso muestra un cambio muy grande”. Cuando se le pregunta si Biden debería abandonar la contienda, contesta: “Esa es una decisión que él tiene que tomar. Pero sí creo que nuestro país corre un gran peligro, ya sea que se quede o se retire”.
Respecto a la vicepresidenta Kamala Harris, considerada una probable alternativa para entrar en las boletas, Trump señala: “No creo que hiciera mucha diferencia.
La definiría de una manera muy similar a como lo defino a él”. Dado que aún faltan meses para el día de los comicios, hay mucho tiempo para que cambie la dinámica de la contienda.
En Mar-a-Lago, un par de días antes del tropiezo de Biden en el debate, Trump parecía estar inmerso en una sensación de buena suerte. Cuando el gerente del club pasó por allí durante la conversación, Trump notó con orgullo que el club aumentaría su cuota de admisión de 700 mil dólares a un millón de dólares en octubre; una señal, presumiblemente, de que ahora cuesta más la proximidad con la persona que podría ser el próximo comandante en jefe.
Y al final de nuestra entrevista, jactancioso hasta el final, Trump intentó despedir a Businessweek con la nueva gorra de campaña (“Trump tenía razón en todo”). La rechazamos cortésmente. En última instancia, eso lo deben decidir los votantes.
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