Cuando un brote de la peste bubónica se extendió por Europa en el siglo XVI, a los londinenses se les pidió que se quedaran en casa por un mes si alguien con quien vivían había contraído la enfermedad. Mientras llevaran consigo un largo palo blanco, conocido como la vara de la peste, una persona de un hogar infectado podía salir para conseguir comida. El palo era una señal para que los demás guardaran distancia.
Hoy, en la pandemia de COVID-19, el consejo es el mismo: quedarse en casa. Pero en el siglo XXI ya no usamos palos blancos para identificar a quienes pueden ser contagiosos, en su lugar, los gobiernos recurren a un amplio arsenal de tecnologías digitales.
Tenemos sistemas de vigilancia que mapean los movimientos de poblaciones, gracias a las señales de los teléfonos. Tenemos drones que emiten advertencias de audio a cualquiera que no siga las recomendaciones. Tenemos cámaras de reconocimiento facial que detectan la temperatura. Y tenemos aplicaciones para saber si hemos tenido contacto con infectados.
La tecnología podría ayudar a las sociedades a recuperarse del coronavirus. Pero hay un feroz debate sobre su uso, y algunos temen que los gobiernos puedan aprovechar la pandemia para introducir amplias potestades invasivas.
¿Podríamos estar avanzando, inadvertidamente, hacia algún tipo de distópica sociedad vigilada? En abril, más de 130 organizaciones, incluidas Amnistía Internacional y Human Rights Watch, publicaron una carta advirtiendo una expansión de los poderes de vigilancia en medio de la pandemia.
La preocupación no es hipotética. Algunos gobiernos ya han aprovechado la crisis para consolidar el poder e impulsar medidas que podrían ser mal utilizadas en contra de opositores políticos.
En Camboya, el gobierno aprobó una ley que otorga poder para monitorear comunicaciones, controlar los medios, confiscar la propiedad privada y restringir la libertad de movimiento.
En Israel, el gobierno autorizó a su agencia de espionaje para que use un sistema diseñado para combatir el terrorismo para rastrear los teléfonos celulares de millones de ciudadanos durante la pandemia. Con las oficinas de inmigración cerradas, las autoridades israelíes ordenaron a los palestinos que viven en Israel que descarguen una aplicación para verificar su estatus de residencia. La aplicación parece tener un doble propósito. Según informó el periódico Haaretz, permite al ejército rastrear movimientos y mensajes recibidos.
En Bulgaria, el gobierno introdujo nuevas facultades para monitorear a las personas que han estado en cuarentena. Los críticos dicen que la ley permite a la policía espiar los registros telefónicos y de internet.
El gobierno búlgaro ha tratado de tranquilizar a los ciudadanos. "El acceso policial a los datos telefónicos y de internet de los ciudadanos estará regulado", dijo el ministro del Interior Mladen Marinov. En cualquier caso, la situación ha abierto viejas heridas. En 2007, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos determinó que las leyes de vigilancia de Bulgaria violaban los derechos de privacidad.
Muchos gobiernos ya tenían amplias facultades de vigilancia digital antes de la pandemia. En 2013, el denunciante de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos, Edward Snowden, puso al descubierto algunas de ellas. Las revelaciones de Snowden exhibieron que la NSA había construido un aparato de espionaje que recopilaba enormes cantidades de comunicaciones privadas de las redes de telefonía e internet del mundo. En diciembre de 2013, el Washington Post informó que la agencia recolectaba de manera encubierta casi 5 mil millones de registros diarios sobre el paradero de los teléfonos celulares de personas de todo el orbe.
Los documentos de Snowden revelaron también que los países que comparten inteligencia con la NSA en la llamada alianza Five Eyes (Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) operan sus propios programas de vigilancia a gran escala; y que una iniciativa británica, denominada Karma Police, fue creada con el propósito de registrar los hábitos de navegación web de "todos los usuarios visibles en Internet".
No obstante, algunos expertos en seguridad siguen preocupados por los acontecimientos recientes. "El hecho de que ya existan malos sistemas no significa que debamos construir más", considera Kenneth Paterson, profesor del Instituto de Seguridad de la Información de la universidad ETH Zurich. Él es parte de un grupo de alrededor de 170 científicos e investigadores que han expresado su preocupación por el afán del gobierno en crear una aplicación de rastreo de contactos para teléfonos, diseñada para usar Bluetooth para alertar a las personas cuando entran en contacto con una persona que tiene coronavirus.
El modelo británico utilizará bases de datos centralizadas para almacenar información sobre los contactos de las personas. El gobierno del Reino Unido dice que los datos serán anónimos, pero Paterson argumenta que podría ser "un tesoro" para hackers criminales o espías extranjeros.
Incluso si aceptamos la amenaza a la privacidad como un precio que vale la pena pagar, quedan dudas sobre cuán efectiva puede ser la vigilancia como herramienta en la lucha contra el COVID-19. Según las autoridades en Israel, sus métodos de rastreo telefónico han ayudado a identificar más de 4 mil casos confirmados de coronavirus en el país. Pero los ensayos de tecnología similar en otros lugares han proporcionado poca evidencia de éxito.
"La tentación de automatizar el proceso de rastreo de contactos es evidente. Pero hasta la fecha, nadie ha demostrado que sea posible hacerlo de manera confiable a pesar de los numerosos intentos simultáneos", concluyeron los investigadores de la Brookings Institution en abril. "Ninguna tecnología inteligente, por sí sola, nos va a sacar de esta amenaza sin precedentes para la salud y la estabilidad económica".
Muchos de los enfoques que los gobiernos están adoptando nunca se han probado antes. Somos ratas de laboratorio en un experimento tecnológico y pueden pasar años antes de conocer los resultados. En algunos países, los métodos de vigilancia digital brindarán información útil para comprender mejor la propagación. En otros, los gobiernos ampliarán el alcance de la tecnología invasiva, con pocos beneficios para la recuperación tras la pandemia. Ambos resultados impactarán a las generaciones futuras.
Para Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance Capitalism (La era del capitalismo de vigilancia) y profesora emérita de la Escuela de Negocios de Harvard, uno de los principales peligros es que las naciones democráticas se inclinen hacia modelos autoritarios en sus esfuerzos por contener la pandemia. Sin embargo, su perspectiva pospandémica sigue matizada de optimismo. "No estoy de acuerdo en que estamos condenados a un futuro de biovigilancia y distopía", dice. "No hay nada aquí que sea inevitable. Pero significa que tenemos que despertarnos y tenemos que avanzar, apostando en la democracia como la forma de salir de esto".
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