Es tentador satirizar la disputa comercial entre Estados Unidos y China como una telenovela protagonizada por dos egos. La otrora estrecha amistad entre los presidentes Donald Trump y Xi Jinping se ha roto. Se dice que los dos países han emprendido una "separación consciente", como Gwyneth Paltrow y Chris Martin. Xi simplemente no está interesado en Donald, ¿saben?
Excepto que las consecuencias de esta separación son muy graves. Las dos economías más grandes del mundo, aún muy interdependientes, están cortando sistemáticamente los lazos que las unen. Hay menos comercio, menos inversión, menos estudiantes que cruzan las fronteras para formarse y menos contactos entre las milicias.
La única pregunta ahora es qué tan conflictiva y antagónica será la relación. En el peor de los casos, Estados Unidos y China dividen la economía mundial en dos, cada uno jalando a su propia órbita a un grupo de socios comerciales. Eso nos recordaría al Tratado de Tordesillas de 1494, en el que España y Portugal acordaron repartirse el Nuevo Mundo, o la Cortina de Hierro que dividió a Europa en dos bloques, Occidental y Oriental, después de la Segunda Guerra Mundial.
Una división cada vez más profunda entre EU y China afectaría aún más el comercio, la inversión y el movimiento de personas, que en conjunto son una fuente de innovación y prosperidad. "El resultado de obligar a Europa y al resto del mundo a elegir entre EU y China aún no se puede determinar, pero será costoso para todos los involucrados", escribió Jacob Kirkegaard, investigador del Instituto Peterson de Economía Internacional, en un informe publicado este mes.
Las consecuencias para la seguridad mundial son potencialmente aún mayores. Es cierto que no hay garantía de amistad entre países que comparten una densa red de contactos. Pero los países que levantan un muro entre ellos son invariablemente rivales, si no es que directamente hostiles, dice Jeffrey Bader, investigador del Brookings Institution que fue director de asuntos asiáticos en el Consejo de Seguridad Nacional del presidente Obama.
La principal razón para creer que las cosas pueden empeorar es que la confianza, una vez rota, es difícil de reparar. No llegará el día en que Trump y Xi se rían de todo este episodio como un tonto malentendido. Por ejemplo, ahora que el gobierno de Trump restringió la venta de chips de fabricación estadounidense a los gigantes chinos de las telecomunicaciones Huawei Technologies y ZTE, es imposible imaginar que Xi vuelva a considerar a Estados Unidos como un proveedor confiable de piezas esenciales.
Ante la separación, las empresas están redoblando la investigación endógena. HiSilicon, la división de chips de Huawei, está por convertirse uno de los mayores fabricantes mundiales de procesadores, según el analista Mark Li de Sanford C. Bernstein (Hong Kong).
Otra razón para esperar lo peor es que una guerra comercial suele alimentarse de sí misma, es decir, cada acto de represalia de un bando es tomado como una nueva afrenta por el otro. Los aranceles de Trump comenzaron en enero de 2018 con impuestos a las lavadoras y los paneles solares importados de todos los países, no solo de China. Pero el pique entre ellos ha escalado de tal forma que, para este diciembre, de acuerdo con los planes anunciados por cada parte, habrá aranceles punitivos sobre casi todos los productos que se venden mutuamente.
Por último, algunos de los asesores de Trump ven a China no solo como un rival sino como un enemigo implacable. El documento Estrategia de Seguridad Nacional, publicado en 2017, sostiene que China y Rusia pretenden "configurar un mundo antitético a los valores e intereses estadounidenses". El secretario de Estado Mike Pompeo dijo en junio: "China quiere ser el poder económico y militar dominante del mundo, propagando su visión autoritaria de la sociedad y sus prácticas corruptas en todo el mundo". Y en esa misma línea, Peter Navarro, director de política comercial y manufacturera de la Casa Blanca, escribió un libro titulado Death by China (cuya traducción aproximada sería "Muerte a manos de China").
El año pasado, en el marco del Foro Nueva Economía de Bloomberg en Singapur, Henry Paulson, quien fue secretario del Tesoro del presidente George W. Bush, advirtió sobre una "cortina de hierro económica" que dividiría al mundo si Estados Unidos y China no logran resolver sus diferencias. Paulson culpó a China de gran parte del impasse, pero dijo que Estados Unidos necesita moderar el tono de su retórica. "Si tratamos a China como un enemigo, podría convertirse en uno", afirmó.
La disolución de lo que solía llamarse "Chimerica" ya ha comenzado. Michael Scicluna, director financiero de Shyft Global en Provo, Utah, explica que su pequeña empresa de outsourcing ayudaba a tercerizar la producción de todos sus clientes en China, pero durante el último año trasladó el 15 por ciento de la producción a Taiwán, Tailandia y Vietnam, y el porcentaje seguirá subiendo. "Entendimos la cultura china bastante bien. Construimos una relación con las fábricas. Es un buen sistema para nosotros", dice. Pero los aranceles, añade, están haciendo que China sea mucho más costosa.
Los aranceles también están haciendo que Estados Unidos sea un lugar más caro para hacer negocios. Troy Roberts, director ejecutivo de Qualtek Manufacturing en Colorado Springs, Colorado, argumenta que los aranceles al acero han convertido a su país en una isla con elevados precios, perjudicando a empresas como la suya que compran acero estadounidense para fabricar componentes.
Cuenta que recientemente perdió un cliente frente a un competidor que compra su acero en Austria. "Aplaudo los esfuerzos para intentar lidiar con China. Es solo que su método no está funcionando", señala Roberts, quien encabeza la agrupación gremial Precision Metalforming Association.
Trump tiene razón, ciertamente, en que China ha incurrido en el robo de propiedad intelectual, en la transferencia forzosa de tecnología y (en el pasado) la manipulación de su moneda, entre otros pecados. Pero la forma más efectiva de lidiar con tales violaciones es la presión internacional concertada ejercida a través de organismos multilaterales como la Organización Mundial del Comercio. El objetivo con China debería ser un comercio más justo, no un menor comercio.
Intentar separar las interconectadas economías de Estados Unidos y China con el zafio instrumento de los aranceles acarrea más problemas. "Por cada consecuencia esperada de los aranceles, es probable que se produzcan diez consecuencias inesperadas", advierte Stephen Myrow, socio gerente de Beacon Policy Advisors LLC en Washington, quien trabajó en el Departamento del Tesoro de Bush.
La justificación de Trump para la guerra comercial no siempre es clara. En ocasiones, justifica los aranceles como una medida temporal para sentar a China en la mesa de negociaciones; otras veces los ve como un medio para que los empleos y la producción regresen a Estados Unidos. Esa última ambición es un espejismo. La autosuficiencia parece algo bueno, pero en la práctica es una receta para un flojo crecimiento o algo peor. Ninguna economía, ni siquiera una tan grande como la estadounidense, puede hacer todo bien. El libre comercio permite que cada país se especialice en lo que hace mejor y comprar el resto a los demás.
Siempre ha habido un filón de seguridad en la causa del libre comercio. En 1860, Francia y Gran Bretaña firmaron el primer pacto comercial moderno, conocido como el Tratado de Cobden-Chevalier. Eso fue medio siglo después del final de las guerras napoleónicas y surgió de la brillante observación de que comerciar es mejor que pelear. Muchas naciones que no eran parte del Cobden-Chevalier se adhirieron a su espíritu. Eso duró hasta la Gran Depresión, cuando las naciones aumentaron los aranceles en un ataque de rivalidad encarnado en la práctica de debilitar al vecino o 'beggar thy neighbor'. Tras la Depresión vino la crisis aún más profunda de la Segunda Guerra Mundial.
Esas catástrofes renovaron el interés en promover el libre comercio en nombre de la prosperidad y la seguridad. En octubre de 1947, dos años después del fin de la guerra, 23 naciones firmaron el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT). Pero la Unión Soviética decidió no participar, formando un bloque comercial rival con sus satélites de Europa del Este llamado Consejo de Asistencia Económica Mutua.
Ese autoaislamiento, combinado con los efectos perniciosos del comunismo, sembró las semillas de la debacle del bloque soviético al retrasar el progreso tecnológico y el crecimiento económico.
Un momento crucial para el libre comercio llegó en 2012, cuando Rusia se incorporó al sucesor del GATT, la Organización Mundial de Comercio. Pero ahora, un par de décadas después de la desintegración de la Unión Soviética, el mundo podría caer nuevamente en un régimen comercial bipolar.
Algunos de los asesores de Donald Trump, entre ellos Navarro, parecen considerar la rivalidad con China como una reedición de la larga lucha crepuscular con el bloque soviético.
China es exitosa solo porque "roba cosas", dijo Navarro el año pasado. Los chinos "toman la tecnología del mundo y evitan los gastos de investigación y desarrollo del 10, 20 o 30 por ciento que otras compañías tienen que gastar cada año", apuntó. Privada del libre acceso a la tecnología occidental, China "se quedaría con una economía que perdería su ventaja".
Pero los halcones como Navarro podrían estar subestimando a China. En tecnología, es un jugador más productivo y competente que la Unión Soviética. También está más integrado en las cadenas de suministro mundiales, lo que significa que el mundo necesita a China casi tanto como China necesita al mundo.
Trump está tratando de hacer que China abandone su programa Made in China 2025, un plan gubernamental de diez años para hacer del país una potencia mundial en diez sectores clave, desde el aeroespacial hasta la inteligencia artificial. Trump arguye con razón que China ha infringido las reglas de libre comercio para llevar adelante el proyecto. Pero lograr que Xi renuncie a ese plan no es realista.
Aun cuando es fácil imaginar la agudización de la guerra comercial, hay motivos para esperar que vuelva al estado en que estaban las cosas antes de esa guerra. David Jacks, economista de la Universidad Simon Fraser en Vancouver, cree que las empresas influyentes pueden oponerse con más fuerza a la agenda de Trump. Él espera "un importante cabildeo por parte de compañías de EU muy grandes que han realizado inversiones significativas en términos de capital fijo en las cadenas de valor mundiales en los últimos treinta, treinta y cinco años".
Una de las razones para la oposición empresarial sería que EU, al tratar de aislar a China, podría aislarse a sí mismo. Eso sucedería si otras naciones eligen seguir haciendo negocios con China bajo condiciones arancelarias favorables, dejando que solo EU pague precios altos por los productos chinos sin ningún beneficio concomitante. "No veo cómo podemos establecer cadenas de suministro globales excluyendo a China si empresas de otros países la incluyen", dijo Bader del Brookings Institution. "No vamos a persuadir a europeos y japoneses para que la excluyan. Eso pone un límite a qué tan lejos puede llegar el distanciamiento".
Otro motivo de esperanza es que Trump, o quien lo suceda en la Casa Blanca, tomará nota de que China ha actuado como un buen ciudadano del mundo en muchos frentes.
Sí, su historial en derechos humanos es imperdonable, y su militarización del Mar del Sur de China es desestabilizadora. Pero por otro lado, dejó de manipular su moneda. Se ha convertido en un líder mundial en energía renovable y, a diferencia de Estados Unidos, se ha unido al acuerdo climático de París. Los chinos, lejos de ser inescrutables, tienen las mismas esperanzas y aspiraciones que los estadounidenses. "La sociedad china es más similar a la sociedad estadounidense, como nunca lo fue la sociedad soviética", escribe el historiador de Yale Odd Arne Westad en el último número de la revista Foreign Affairs. La relación de Estados Unidos con China puede ser positiva, no un mero juego de suma cero en el que la ganancia de uno es la pérdida del otro.
Hace 72 años el diplomático de EU George Kennan presentó, bajo el pseudónimo "X", un plan para que EU compitiera con la Unión Soviética. Westad dice que Kennan hizo hincapié en que EU necesitaba "crear entre los pueblos del mundo la impresión de ser un país que sabe lo que quiere". Conocerse a sí mismo es clave hoy en día. La alternativa es equivocarse en un divorcio que no beneficia a nadie.