Rogelio Quiñonez, de 20 años, se está mudando por cuarta vez en el mismo número de meses. Es bajo de estatura, tiene la frente sobresaliente y esboza una leve sonrisa. Con él están su esposa y sus dos hijos pequeños. Los cuatro son parte de los aproximadamente 500 indígenas warao de Venezuela que buscan refugio en la ciudad brasileña de Manaos.
Quiñonez instala a su familia en un apartamento de dos habitaciones en un barrio llamado Cidade Nova y pone a cargar la batería de un viejo teléfono celular que compró en la calle por 20 reales, casi 7 dólares. No puede hacer llamadas, lo usa para grabar canciones de la radio y pone "Shape of You" de Ed Sheeran, mientras sostiene a su bebé.
Desde que la economía venezolana comenzó a desvanecerse en 2014, la violencia, la inflación de tres dígitos y la escasez de alimentos y medicinas han causado que cientos de miles de personas huyeran. Las élites han obtenido visas estadounidenses y se han ido a Miami. Los de la clase media han escapado en avión a lugares como Buenos Aires. Los pobres han cruzado la frontera a las ciudades colombianas. Pero no hay un flujo de refugiados como el de los warao a Manaos.
Los antropólogos creen que por hasta 9 mil años, los warao y sus antepasados han vivido en lo que hoy es la esquina noreste de Venezuela. Su población allí es de unos 40 mil y en las últimas décadas comenzaron a hacer viajes regulares a las poblaciones cercanas, sobre todo para obtener atención médica ocasional, algunos bienes de consumo y ayuda del gobierno venezolano. Estas nuevas necesidades han desaparecido en medio del reciente colapso político y social del país. Para recuperarlos, en diciembre de 2016, los primeros warao se embarcaron en un viaje de mil 600 kilómetros, a través de ciudades venezolanas de tamaño medio y ciudades fronterizas brasileñas, para llegar a una verdadera metrópoli: Manaos. Casi ninguno de los warao había estado en un lugar tan grande.
Familias warao exploran sus nuevas viviendas en el barrio de Cidade Nova el 14 de julio, después de un movimiento coordinado por el Ayuntamiento y una organización católica local.
Manaos es maravillosa: una ciudad de 2 millones de personas junto al río Amazonas en el corazón de la selva tropical más grande del mundo.
Aunque Manaos es casi equidistante de los océanos Atlántico y Pacífico, está más cerca que otras ciudades brasileñas del resto del mundo en términos comerciales. Desde finales de la década de 1960, ha sido hogar de la única zona de libre comercio de Brasil. El lado este de la ciudad hoy en día presume varias fábricas, propiedad de empresas nacionales y potencias mundiales como Samsung, Honda, Harley-Davidson y Procter & Gamble.
Quiñonez nació en el extremo opuesto del espectro del desarrollo: su madre dio a luz en el bosque y creció en una palafita. En julio de 2016, Quiñonez hizo su primera visita a una ciudad de la frontera entre Venezuela y Brasil para vender canastas y hamacas tejidas con fibra de palma. Mientras estaba allí, le llegó la noticia de que un brujo en su casa había infligido una enfermedad a su padre. Cuando Quiñonez regresó, su padre, de apenas 36 años, estaba muerto y ya había sido enterrado. Luego, en febrero de 2017, la esposa de Quiñonez dio a luz a su segundo hijo y la familia decidió buscar una mejor oportunidad en Manaos.
En abril, unos 318 warao se encontraron en la ciudad y los organismos gubernamentales y las organizaciones de beneficencia se unieron para cuidar de ellos. Según la oficina local de derechos humanos, 232 de los refugiados ocuparon cinco grandes casas cerca de los agitados mercados de pescado del centro de la ciudad. Pero otras 86 personas acamparon bajo un paso elevado por la terminal de autobuses. El 4 de mayo, el alcalde declaró un estado de "emergencia social".
Al día siguiente, un albergue neocolonial conocido como Hippielandia fue quemado. Los warao huyeron por encima de un muro trasero, dejando atrás sus escasas posesiones. No está claro si el motivo del incendio fue la xenofobia o la cólera de que los warao habían atraído la atención del gobierno hacia los traficantes de drogas locales y los traficantes de personas, cuyos oficios son rampantes en el Amazonas. De cualquier manera, el incidente no frenó la afluencia de warao, y al final del mes, los que quedaban en el campamento de la estación de autobuses fueron trasladados a otro refugio.
Los warao de ese sitio eligieron a Juan Perez, de 36 años, para servir como su cacique y mantener el orden y el diálogo con los funcionarios del gobierno brasileño. Una de sus decisiones más relevantes fue permanecer en Brasil mientras Venezuela no tuviera alimentos.
Perez es casi con toda seguridad el más viajado de los refugiados. Una vez representó a su comunidad indígena en un viaje a Caracas para proponer dos proyectos al presidente socialista Hugo Chávez: uno para una provisión de barcos, motores y redes, y el otro para un puente, una escuela y vivienda. Mientras estaba en la capital, se reunió con el vicepresidente, quien lo invitó a ver la emisión del programa de televisión dominical de Chávez "Aló Presidente".
Perez consiguió la escuela, pero fue construida con madera en vez de cemento; los elementos la devastaron en cuatro años. Venezuela también se desmoronó. "Ahora hay crisis en Venezuela, sin trabajo, comida, medicinas, ropas como éstas que llevo", dice Perez, señalando su camiseta de futbol de Brasil. "Este gobierno en Manaos, en Amazonas, es mucho mejor".
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Perez fue elegido como cacique para establecer contacto con funcionarios del gobierno. Dice que quiere regresar algún día a Venezuela, pero sólo cuando tenga tanta comida como Brasil.
Romantizar el modo nativo de vida es común en Manaos. La ciudad cuenta con un nuevo centro de salud "indígena", donde un chamán susurra bendiciones en copas de agua, transmutándolas en tónicos para una clientela casi enteramente nacida en la ciudad. El diseño del estadio de futbol local, construido para la Copa Mundial de 2014, se basa en una cesta tejida. El mercado municipal cerca del muelle vende pinturas bucólicas de mujeres nativas desnudas y paquetes de "viagra regional" en polvo. También ofrece tocados de plumas de pollo y lanzas para los turistas.
Entre los waraos que ahora viven en la ciudad, Quiñonez encuentra conexiones con su patria deshilandose. Vende agua embotellada en semáforos mientras espera obtener un trabajo colocando pavimento, construyendo o limpiando hogares. Cualquier cosa para ganar al menos 50 reales al día para comprar pañales y comida para cuatro bocas. Sueña con comprar una estufa, una televisión, una lavadora, una cama. La mayoría de los warao tienen la intención de volver a su lugar de origen pronto. Por lo menos 125 warao regresaron a Venezuela entre mayo y mediados de julio, según el gobierno estatal de Amazonas, llevando enormes bolsas de ropa y comida para los familiares que quedaron atrás.
La mayoría de las mujeres warao obtienen estos productos poniéndose coloridos vestidos populares y pidiendo limosnas en el tráfico de la ciudad. Los warao consideran que la mendicidad es idéntica a la recolección tradicional, adaptada a un entorno urbano, dice Álvaro García-Castro, un antropólogo venezolano que estudió la cultura. Valdiza Carvalho, quien coordina el acercamiento de los inmigrantes a la arquidiócesis católica local, señala que la elección de un lugar de campamento por la terminal de autobuses de los warao tenía la intención de llamar la atención de la gente sobre su difícil situación. Lo logró. "No son tontos", dice. "Son estratégicos".
Quiñonez (en camisa a rayas) trajo a su familia a Manaos para tener acceso a medicina, comida y trabajo.
El alcalde de Manaos, Arthur Virgílio Neto, asegura que Manaos siempre ha sido generoso con los refugiados. Desde 2010, la ciudad ha recibido a 7 mil haitianos víctimas del terremoto que azotó a su país y ahora da asilo a los warao y miles de otros venezolanos". Se esperaba la debacle del gobierno de Venezuela, pero no esperábamos una migración tan intensa", dice. "Tenemos graves problemas aquí".
Virgílio Neto no exagera los desafíos que su ciudad enfrenta. Los homicidios subieron un 25 por ciento en los primeros seis meses de 2017 respecto del año pasado. La tasa de 21 por ciento de desempleo es la más alta entre las 26 capitales estatales de Brasil y la fila en la oficina de desempleo del centro de la ciudad a menudo se extiende alrededor de la cuadra.
Quiñonez es optimista de poder mantener viva a su familia en Manaos. Está en su habitación con la puerta cerrada y su ventilador zumbando. Su esposa está en la ducha y él se sienta en el suelo de la baldosa con su bebé desnudo sobre su regazo. Dice que quiere que sus hijos aprendan warao, español y portugués. Si permanece en Manaos el tiempo suficiente, tal vez asistan a la escuela pública a pocas cuadras de distancia. En una de sus paredes, frente a la calle, hay un largo mural que representa la vida en el río: un hombre que pesca en una canoa y un indígena en la costa que lleva a un bebé en una honda. Es una vida que ha comenzado a dejar atrás.