El 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna despierta cierta vergüenza. Pasó hace tanto tiempo que ya no somos "nosotros" los que pusimos a un hombre en la Luna, sino "ellos", hace medio siglo. Sin embargo, los programas Mercury, Gemini y Apolo tienen algo que enseñarnos. Fueron una brillante historia de éxito en la construcción y gestión de una empresa tecnológica compleja y descentralizada que logró un objetivo más que ambicioso.
En noviembre de 1968, siete meses antes del alunizaje, la revista Science escribió que "el corolario más valioso del programa espacial será más humano que tecnológico: un mejor conocimiento de cómo planificar, coordinar y monitorear las múltiples y variadas actividades de las organizaciones requeridas para lograr grandes emprendimientos sociales".
La gestión de misiones es tan importante hoy como lo fue en los años sesenta.
Las nuevas 'misiones lunares' incluyen curar enfermedades, erradicar la pobreza y combatir el cambio climático. Pero un millón de cosas pueden salir mal cuando hay un millón de partes involucradas. Así pues, estas son cinco lecciones gerenciales que la llegada a la Luna nos enseñó:
Tener un objetivo claro.
El presidente John F. Kennedy simplificó el trabajo de la NASA con su discurso ante el Congreso el 25 de mayo de 1961 donde propuso "la meta, antes de que termine esta década, de que el hombre pise la Luna y vuelva a salvo a la Tierra". Se dejaron de lado experimentos y las tecnologías que no estaban listas para su implementación se reservaron para más adelante. El Pentágono quería que la NASA investigara combustibles sólidos, que serían útiles para misiles balísticos. Pero ir a la Luna requería queroseno, hidrógeno líquido y oxígeno líquido, y eso fue lo que imperó.
Hasta 1969, las encuestas revelaron que entre 45 y 60 por ciento de los estadounidenses pensaban que el país gastaba demasiado en el esfuerzo espacial. Desde la izquierda clamaban por tener los pies en la tierra que volar al espacio exterior.
Mucha gente dijo que el dinero se gastaría mejor alimentando y vistiendo a los pobres. Desde la derecha, el Apolo fue percibido como un derroche demócrata. En medio de protestas por la guerra de Vietnam, disturbios raciales y asesinatos que golpearon a la nación, los ingenieros de la NASA mantuvieron la cabeza baja y continuaron sus cálculos.
Es un gran contraste con la actualidad, cuando la dirección desde arriba está ausente o, lo que es peor, es contradictoria. En marzo, el vicepresidente estadounidense Mike Pence dijo que no estaba contento con el objetivo de la NASA de regresar a la Luna en 2028, afirmando que debería suceder "por cualquier medio necesario" en el año 2024. Los escépticos señalaron que 2024 es justo el año en el que Pence podría postularse a la presidencia. Luego, el presidente Trump enturbió las aguas en junio con un tuit: "Con todo el dinero que estamos gastando, la NASA NO debería hablar sobre ir a la Luna: ya fuimos hace 50 años". El 19 de junio, la Contraloría General de EU señaló que la nueva misión lunar va con retraso y rebasa el presupuesto.
Aprovechar los disensos
En cualquier organización grande hay presión para silenciar el disenso. Eso puede ser mortal, como lo fue para la NASA en los dos fracasos del transbordador espacial, cada uno de los cuales cobró la vida de los siete tripulantes. El Challenger explotó 73 segundos después de despegar en 1986; el Columbia se desintegró en el reingreso a la atmósfera en 2003. Antes de ambas tragedias, "había una creciente preocupación de los ingenieros por un problema técnico que no entendían completamente, pero no podían aducir argumentos cuantitativos" y, por lo tanto, fueron ignorados, escribe David Epstein en su nuevo libro 'Range: Why Generalists Triumph in a Specialized World'.
Durante el Apolo hubo más tolerancia para la ambigüedad y la duda. Wernher von Braun, el exnazi que se convirtió en el principal arquitecto del inmenso cohete Saturno V, "buscó problemas, corazonadas y malas noticias", escribe Epstein. Dos días después de que alunizara el módulo Eagle, se centró en las conjeturas de un ingeniero acerca de por qué un tanque de oxígeno líquido perdió presión, a pesar de no ser relevante para la misión. "Debemos saber si hay más detrás de esto que reclame verificaciones o soluciones", escribió von Braun, según Epstein.
Después de los desastres del transbordador, la práctica de aprovechar la incongruencia y aprender de los errores ha protagonizado una suerte de renacimiento en la NASA, que ha enviado con éxito naves no tripuladas a Marte, Júpiter, Saturno y Neptuno. Adam Steltzner, del Laboratorio de Propulsión a Chorro afiliado a la NASA, aconseja "aferrarse a la duda". En el libro 'The Right Kind of Crazy: A True Story of Teamwork, Leadership, and High-Stakes Innovation', Steltzner sugiere: "Escucha todo lo que el problema tiene que decir, no hagas suposiciones ni te comprometas con un plan de acción basado en ellas hasta que se presente la verdad más profunda".
Delegar pero decidir
La NASA pronto se dio cuenta de que necesitaba ayuda. Cerca del 90 por ciento del presupuesto del Apolo se gastó en contratistas. Boeing construyó la primera fase del cohete Saturno V. El fabricante North American Aviation construyó los motores F-1 para la primera fase, así como la segunda fase y los módulos de mando y servicio. Douglas Aircraft hizo la tercera fase. Grumman construyó el módulo lunar. International Business Machines hizo las computadoras. Y así sucesivamente. La propia NASA era más una confederación que una sola agencia.
Con tantos involucrados, las guerras de poder eran inevitables. El administrador de la NASA, James Webb, acuñó la frase "Gestión en la Era Espacial" para describir la manera en que trató de manejar los conflictos y asegurar que las decisiones finales fueran tomadas por el cuartel general. "Las relaciones personales y la sensibilidad al entorno total son partes esenciales de las responsabilidades de liderazgo si queremos que el sistema funcione", escribió en el prólogo del libro 'Managing NASA in the Apollo Era'.
Uno de los logros de Webb fue abogar por que Centro de Naves Espaciales Tripuladas se ubicara en Houston. La elección complació a Al Thomas, el congresista de Texas que controlaba las partidas presupuestales de la NASA y cuyo voto Kennedy necesitaba en otros temas. Esa decisión creó un nuevo centro de poder contrapeso al Centro Marshall en Huntsville, dominado por von Braun, relata Piers Bizony en 'The Man Who Ran the Moon: James E. Webb, NASA, and the Secret History of Project Apollo'.
Por desgracia, el control de Webb sobre esa compleja red no fue tan riguroso como creía. La muerte de tres astronautas durante una prueba en una plataforma de lanzamiento en Cabo Cañaveral en 1967 fue atribuida a deficiencias de la compañía North American Aviation de las que Webb no estaba al tanto. Las muertes proyectaron una sombra sobre la NASA y condujeron a la renuncia de Webb. El fracaso, en este caso, fue tan aleccionador como el éxito.
Eficacia antes que elegancia
Estéticamente, la misión Apolo era un pobre sustituto de la visión de los viajes espaciales emanada de las ficciones literarias y cinematográficas de la década de 1930. El módulo que pisó la Luna parecía el proyecto escolar de un niño, con sus ángulos rectos y patas larguiruchas.
El regreso del Apolo a la Tierra fue igual de deslucido. La nave espacial del lanzamiento era impresionante, pero se redujo en el camino.
Pero lo que parece tosco para un indocto puede parecer elegante, es decir, eficiente y efectivo, para un ingeniero. El módulo lunar era angular porque no hay atmósfera en la Luna, no hacía falta un diseño aerodinámico. La función era más importante que la forma. Del mismo modo, la liliputiense carga útil del Apolo 11 en comparación con la enormidad de los motores obedecía a la dificultad de escapar de la gravedad de la Tierra.
La falta de elegancia en la ingeniería, por el contrario, consiste en rediseñar una máquina sin anticipar por completo las consecuencias. Eso parece describir los esfuerzos fallidos de Boeing en el 737 Max que, para ahorrar combustible, lleva motores de mayor diámetro que lo que exigía su diseño bajo que se remonta a la década de 1960. Boeing tuvo que adelantar la posición de los motores y hacer otros cambios para evitar que rozaran la pista. Pero esas alteraciones causaron que el avión a veces se inclinara. El software insertado para contrarrestar esa tendencia es el principal sospechoso en los dos accidentes recientes en los que murieron 346 personas.
Improvisar
Modificar sobre la marcha no está en el manual de nadie, pero a veces es esencial. La necesidad de mantener el temple bajo presión es la razón por la cual los pilotos militares eran elegidos con frecuencia como astronautas. Cuando el módulo Eagle realizaba el descenso lunar, su computadora a bordo comenzó a emitir alarmas. Dotada de poca potencia, estaba sobrecargada de datos adulterados. Buzz Aldrin y Control de Misión rápidamente idearon la solución: reducir la sobrecarga de la máquina solicitando en su lugar los datos de navegación de Houston, e ignorar las alarmas. Segundos después, Neil Armstrong advirtió que el Eagle se dirigía a un cráter, tomó los controles manuales y fríamente lo guió hacia un lugar más adecuado.
La improvisación evitó otra crisis luego de que uno de los astronautas golpeó y rompió la palanca de plástico del disyuntor que activaba el motor de ascenso que los sacaría de la Luna. Aldrin salvó el día con un rotulador. "Inserté el rotulador en el pequeño agujero en el que tenía que haber estado la palanca, y lo empujé; y efectivamente, el disyuntor se activó", recordó en sus memorias de 2009. "Íbamos a poder salir de la Luna, después de todo".
La mayoría de las personas actualmente vivas aún no habían llegado al planeta cuando Armstrong, Aldrin y el piloto del módulo de mando Michael Collins retornaron a él después de su histórico viaje. Aunque eso no importa. La llegada a la Luna fue una victoria para toda la especie humana, pasada, presente y futura. Sus lecciones perduran.