Venezuela y la isla de Trinidad están separadas por apenas 16 kilómetros de agua y unidas por el mercado más anárquico de la Tierra en la actualidad. Navegando en el mar y escondida en las costas está la evidencia: comida, pañales, armas, drogas y mujeres pasan de manos, de los más desesperados a quienes buscan grandes ganancias. El gobierno está completamente ausente, los bandidos andan por todas partes y participar puede costarle a alguien la vida. No formar parte también puede significar la muerte, ya que la economía oficial de Venezuela está en un estado de colapso y la gente se muere de hambre.
Había planeado viajar a los pueblos de pescadores de la costa noreste de Venezuela, en el estado de Sucre, para ver cómo sobrevivían las personas allí en medio de la violencia y las carencias. Me alojé en varias aldeas a lo largo del Golfo de Paria, una entrada al Caribe llena de historias de contrabandistas, bandidos y piratas. Claramente había riesgos: en mis dos viajes previos a Venezuela me habían detenido por "reporteo ilegal", primero por entrevistar a un médico de la sala de emergencia sin permiso del gobierno y, luego, por hablar con los dolientes en un cementerio público. Y eso fue antes del inicio de los disturbios por los alimentos, que comenzaron en Sucre en el verano de 2016, y también antes de que los pescadores comenzaran a ser asesinados por piratas.
Al momento de mi viaje, a fines de agosto, Venezuela había descendido tanto al caos que decidí moverme del estrecho Golfo de Paria a Trinidad, donde inmediatamente después de llegar a la capital, Puerto España, fui al Ministerio de Pesca con un mapa turístico de las islas. Le expliqué a un funcionario allí que era un reportero interesado en los pescadores y quería saber dónde encontrar los lugares más pintorescos.
Después de escuchar pacientemente una descripción general de las maravillas de la isla, le pedí que me mostrara dónde están los contrabandistas. El funcionario señaló con los dedos hacia el sur, hacia la costa que apunta a Cedros e Icacos, un par de pueblos pesqueros cerca de las costas de Venezuela.
Fui allí de inmediato.
En la costa de Cedros, junto al muelle, encontré a un grupo de hombres descansando bajo las palmeras. Les pregunté sobre el negocio del contrabando. "Soy el señor Flour, y este es el Sr. Rice", dijo Carlos, un musculoso conductor de camión, presentándose a sí mismo y a un amigo. En cuestión de minutos ya estaba abriendo una furgoneta de carga para mostrar sacos de harina listos para ser enviados a Venezuela. Cinco dólares de harina en Trinidad, dijo Carlos, valían 20 al otro lado del golfo.
Pasé esa primera mañana entrevistando a pescadores venezolanos que acababan de hacer un viaje de dos horas por aguas tranquilas hasta Trinidad. Llevaban cigarros de contrabando, cocaína e incluso un pequeño zoológico de animales salvajes, incluido el agouti, un roedor cuya carne aparece en los menús locales, y anacondas enrolladas. Pero los animales son complicados. Muerden, tienen que ser alimentados y pueden morir en trayecto. Por lo tanto, muchos contrabandistas prefieren pistolas, vodka y, especialmente, gasolina. El gobierno venezolano subsidia tan profundamente el combustible que, incluso después de un aumento de precios de mil 300 por ciento el año pasado, un galón cuesta menos de 40 centavos de dólar, cerca de un sexto del precio en las gasolineras de Trinidad.
Una vez que venden su contrabando en la isla caribeña, estos antiguos pescadores venezolanos regresan con otro producto a su país: pañales. Decenas de contrabandistas se hacen con cajas de desechables Huggies y montones de Pampers. Aseguran que en casa obtendrán tres veces más de lo que pagan en Trinidad y la demanda es tan alta que manejan listas de espera. "Puedo cambiar los pañales por medicinas", me dijo por teléfono Karen Cubillán, una mujer venezolana que viaja entre Trinidad y Venezuela y administra la comercialización de pañales a través de ventas en línea.
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Los pañales son como lingotes de oro. La gente los guarda, al igual que la comida, como si fueran dinero"
En la costa también me encontré con Gabriel, un pescador venezolano de 30 años, que cargaba un barco de madera destartalado con leche en polvo para niños y pañales. Gabriel aún pesca: había llegado de Venezuela por la mañana con cargamento de camarones y vendió su producto a los compradores que esperaban al otro lado del golfo.
Pero estaba a punto de convertirse en algo más que un pescador; este sería su primer viaje de contrabando y admitió que estaba asustado. "Los piratas arrancan los motores y roban la comida de las personas que llegan a Venezuela desde Trinidad y que quieren alimentar a sus familias", dijo. "Y no son solo civiles los que clasificamos como piratas. La Guardia Costera y la Guardia Nacional venezolanas también están involucradas en esto. Les tenemos más miedo que a los verdaderos piratas". En los últimos dos años, docenas de miembros de la Guardia Nacional venezolana han sido arrestados por colaborar con los contrabandistas. En una sola redada en septiembre de 2015, al menos 50 fueron detenidos con cargos criminales.
Hace veinte años, las aldeas del este de Venezuela albergaban una industria pesquera sólida, que incluía la cuarta flota atunera más grande del mundo. Los barcos de arrastre industriales y cientos de naves más pequeñas trabajaban en las tranquilas aguas venezolanas. En un buen mes, llegaban unas 10 mil toneladas de atún a los puertos locales, así como barcos llenos de sardinas, tiburones, cangrejos y pulpos. Embarcaciones asiáticas vendían sus capturas a las plantas locales, que congelaban y almacenaban cientos de toneladas de productos. Cuando los barcos necesitaban reparaciones, los capitanes los llevaban a los astilleros en la ciudad de Güiria, donde los buques de América del Sur, Asia y Estados Unidos podían encontrar un dique seco para trabajar.
Ciudades como Carúpano eran el hogar de una industria tan floreciente que el hedor de los peces flotaba a sotavento por kilómetros. "Sabías que estabas cerca cuando el aire comenzaba a apestar", recordó Cubillán, quien vivió allí durante una década. La elección de 1998 del presidente Hugo Chávez dio lugar a una nueva estructura radical para la industria. El fallecido mandatario nacionalizó y expropió cientos de millones de dólares en barcos, puertos, astilleros y fábricas de conservas. También prometió modernizar las plantas de procesamiento para acomodar a los pescadores en pequeña escala. En 2008, Venezuela introdujo una compañía en colaboración con Cuba, conocida como la Empresa Mixta Socialista Pesquera Industrial de la Alianza Bolivariana (Pescalba). Chávez prometió que esta compañía, abastecida con activos incautados "eliminaría la cadena de intermediarios para que el producto, a precios accesibles, esté disponible para la población de bajos ingresos". Pero la industria se marchitó bajo Chávez y luego con Nicolás Maduro.
El almacén en Güiria se incendió y nunca fue reconstruido; las instalaciones de reparación de barcos fueron cerradas después de unos años en manos del gobierno. Los barcos venezolanos que no fueron tomados por el gobierno cambiaron de bandera en Nicaragua, Panamá y Ecuador y gran parte de la flota del gobierno ahora se encuentra en el puerto. De las 554 mil toneladas de pescado capturadas en 1997, un año antes de que Chávez comenzara su revolución, la captura en 2015 había caído casi un 60 por ciento, a 226 mil 600 toneladas, según la Fundación para la Pesca del Atún Sustentable y Responsable. Las plantas de procesamiento declararon el estado de emergencia, citando una escasez crónica de peces. Tres mil trabajadores perdieron sus empleos, según Jorge Bastardo, líder sindical en la planta de enlatado La Gaviota, en Cumaná. Incluso cuando el atún llegaba a la costa, el aluminio era tan escaso que una fábrica de conservas local se convirtió en lo que el gobierno denominó "la bolsería". Fracasó. El público nunca se entusiasmó con la idea de comprar bolsas de plástico llenas de atún oloroso.