"Señores, ustedes no pueden estar grabando aquí, el dueño del restaurante se va a enojar". El agente de seguridad que gira la instrucción con cara de pocos amigos evidentemente no sabe que uno de esos 'señores' es el dueño.
Una mesera va por él, lo toma del brazo y, apenada, le explica: "No, no hagas eso... ¡Es que él es Enrique Olvera!".
Ante la posibilidad de ser corrido de su propio restaurante, Enrique suelta una carcajada. Así es uno de los mejores chefs del mundo: tremendamente sencillo.
Enrique Olvera platica con Bloomberg Businessweek México en ENO, uno de sus restaurantes de la Ciudad de México. Acaba de llegar de Singapur, donde recibió uno de esos baños de ego que, dice, nunca se toma tan en serio. Su restaurante Pujol fue reconocido allá como el mejor de Norteamérica y el decimosegundo mejor del mundo por la lista The World's 50 Best Restaurants, hecha por más de mil expertos culinarios del mundo.
En este momento no está muy interesado en hablar del tema; prefiere probar una y otra vez las albóndigas de garbanzo que lanzará en uno de sus negocios. Su mundo es la cocina, lo demás es oropel.
Enrique es un poco mal hablado. Por la calle bien podría hacerse pasar por profesor de preparatoria (de filosofía o literatura). Aquello de ser el fundador del mejor restaurante de México, de ser el hombre que llevó la cocina mexicana a la sofisticación y la deconstrucción, lo digiere con calma. Quizás porque le tocó crecer en una época en la que los chefs no eran chefs sino cocineros. Así nomás: cocineros. Una época en la que los libros de gastronomía eran más bien recetarios y casi nadie hablaba de eso que hoy llaman cocina de autor.
"Nunca tuve la intención de ser un gran chef", confiesa.
Ahora que los asuntos culinarios rayan en lo artístico y los chefs son estrellas, menciona, es riesgoso que un joven se dedique a la gastronomía por las razones equivocadas, como la fama o el prestigio.
"Muchos pensarán que solo por tomar la decisión de ser cocinero empiezas en una posición privilegiada, cuando es completamente lo opuesto. Es una profesión demandante que requiere muchos años, mucho esfuerzo y somos pocos a los que al final nos va bien", asegura. Entonces recuerda su peor regaño: "un sartenazo en la jeta de un chef francés".
Su universo gastronómico se forjó en el mercado de San Cosme, a donde iba con sus abuelos a comer flautas en Los Tacos de Memo. Recuerda con especial cariño los platillos de su abuela tabasqueña, como el frijol con puerco y el puchero. Y ni qué decir de su platillo mexicano favorito: "el entomatado de mi santa madre". Hasta antes de la prepa, solo hacía de comer para sus amigos o para su familia, aunque en el fondo sabía que había algo más en ese pasatiempo. Intuye que su 'noción' para la cocina es nata. No le gusta la palabra talento.
Fue así que se puso las pilas y consiguió su primer trabajo en el restaurante La Pérgola de Polanco, donde hacía lo que nadie quería: lavar platos, hacer mayonesas, cortar la pasta, pelar los tomates verdes.
"Era el achichincle del achichincle del achichincle", dice. Era 1994 y él ni siquiera tenía la mayoría de edad. Había restaurantes exclusivos, pero se comía lo mismo en todos.
Después se fue a la Hacienda de Los Morales, donde las cosas no cambiaron. Ahí hacía salsas para bodas. Fueron meses de picar piedra, de conocer la histeria colectiva que es la cocina.
A cocinar se aprende cocinando, no tiene la menor duda. No hay vías alternas para ser chef. Él es egresado del Culinary Institute of America de Nueva York, pero hasta la fecha cree que lo que da la práctica no lo da ninguna escuela.
Cuando llegó a estudiar a EU, supo que estaba ahí para romper las reglas y profesionalizarse, contrario a todo lo que ya había aprendido en México. Y si algo siempre ha movido a Enrique es el riesgo.
La historia de Pujol comienza más o menos así: nueve amigos quieren abrir un restaurante atrevido que demuestre que es posible comer de otra manera en la Ciudad de México. El obstáculo: sólo hay un millón 300 mil pesos. Y el millón es para el traspaso del local.
Quizás lo lógico hubiese sido reducir las expectativas: montar un restaurante más sencillo y rentable y luego, entonces sí, animarse a la aventura.
Pero Enrique no es un hombre sensato.
Antes ya había trabajado en un restaurante de Chicago y había sido rechazado por algunos de los mejores restaurantes del mundo y por cadenas hoteleras como Marriott. Su título en el Culinary Institute no impresionaba a nadie.
Los obstáculos aumentaban cada día. Su sueldo como cocinero no le alcanzaba para vivir en EU y ya había vencido su visa de trabajo. Por eso hizo caso a la llamada de un amigo de su padre, quien le ofreció la posibilidad de abrir un restaurante en un pequeño local de la colonia Condesa.
"Me dijo que era algo muy sencillo, que si me interesaba ser el jefe de cocina y asociarme con una participación menor", recuerda. Enrique aceptó y regresó a México. El proyecto fracasó.
Un día, en una cena de Navidad, otros amigos de su padre quedaron impresionados con su sazón. Y así, al calor de las copas, le dijeron: ¿por qué no abres un restaurante? Uno de ellos ofreció su apoyo; le habló de un local en la calle de Petrarca, en Polanco, pero le advirtió que era pequeño y estaba algo deteriorado.
Enrique se volvió a arriesgar. Esta vez, solo había 300 mil pesos para remodelar el lugar.
Le llamó a un amigo recién graduado en arquitectura y comenzaron las obras. Entre todos pintaron el local. "Apenitas si alcanzó. Decían que éramos minimalistas, pero la verdad es que no teníamos plata para hacer nada", recuerda.
Compraron sillas de madera, dejaron las mesas del restaurante anterior y aventaron sobre ellas manteles blancos, de los más austeros. No alcanzó para centros de mesa ni tenían copas suficientes.
Pujol fue inaugurado en 2000 sin un peso en la arcas. El personal: tres meseros y tres personas en la cocina. Enrique no podía darse el lujo de ofrecer un menú arriesgado, pues perdería los pocos clientes que quedaban del restaurante argentino que antes albergaba el lugar. Para no dejarlos ir, diseñó una carta en la que había arrachera con chimichurri y queso fundido. También había sándwich de atún con mayonesa de chipotle, pescado guisado con cítricos y vinos.
Los siguientes cuatro años fueron clave. No solo sirvieron para recuperar la inversión, sino también para tener un sello propio. A cada platillo común, Enrique le agregaba algo especial. Alguna salsa, algún detalle que lo hiciera único. Poco a poco adoptaron a la cocina callejera como una referencia: el taco al pastor, las quesadillas, el salpicón.
En 2004, comenzó lo que Enrique llama "la etapa de deconstrucción de Pujol". Así nacieron platillos como el robalito al pastor, que hoy todavía se encuentra en Cosme, uno de sus dos restaurantes de Nueva York (el otro es Alta).
A Olvera no le gustan las explicaciones sesudas sobre la cocina. Cuando le piden que describa qué es Pujol, responde tajante: comida mexicana. "Y no, no toda es barata ni pesada", aclara.
Pujol no ofrece platillos a la carta; su intención es que el comensal viva la experiencia de ser invitado a comer a una casa. Su oferta está basada en menús y degustaciones que ayudan a entender la contrastante cultura mexicana.
"Solo un menú de mil tiempos con cocinas regionales podría contar la historia de México", menciona.
Por eso no entiende cómo es que alguien como Donald Trump puede ser tan reduccionista con la cultura mexicana. "Son pocas personas las que me hacen encabronar en la vida", asegura. Y se dice tranquilo por si algún día el republicano visita Pujol: "No creo que vaya, no sabe comer: solito se repele".