Las puertas se abren solo una vez. Así es como se suele describir el rígido sistema de contratación de Japón, en el que los universitarios tienen la mejor oportunidad de conseguir un codiciado puesto de asalariado en el último año de estudios. Aquellos que naveguen con éxito el arduo proceso de contratación serán recompensados con un lugar seguro en la escala corporativa, junto con ascensos y aumentos salariales regulares. El resto está condenado a pasar de un trabajo mal pagado a otro, con pocas posibilidades de ascenso y nula seguridad laboral.
Esa división se consolidó cuando terminé la universidad en 2000. Había pasado una década desde que estalló la burbuja económica de Japón y los empleadores redujeron drásticamente las nuevas contrataciones para proteger a los trabajadores de más antigüedad. El mercado laboral había entrado en una 'edad de hielo'.
Ante el panorama, decidí emigrar a Estados Unidos para perseguir mi interés en el periodismo.
A lo largo de los años, leí historias sobre las tribulaciones de una 'generación perdida'. Enfrentados a perspectivas laborales limitadas, muchos terminaron solteros y sin hijos. El censo de 2015 reveló que había 3.4 millones de japoneses entre 40 y 50 años que no se habían casado y vivían con sus padres.
En 2019 me propuse conocer a personas cuyas vidas se vieron afectadas por esa glaciación laboral. No me faltarían sujetos para el proyecto, Japón tiene un estimado de 613 mil hikikomori de mediana edad, un término que se usa para describir a los adolescentes socialmente retraídos que se encierran en sus habitaciones, según una encuesta del gobierno publicada en marzo del año pasado. Entre aquellos que tenían poco más de 40 años, uno de cada tres dijo que se había aislado porque tuvo problemas para establecerse en un trabajo tras terminar la escuela.
Encontrarlos no resultó tan difícil como lograr que se abrieran a un periodista.
Muchos estaban tan profundamente avergonzados por su fracaso en convertirse adultos exitosos que nuestras conversaciones eran incómodas y dolorosas, por decir lo menos. Me sentí alentado cuando una trabajadora social me puso en contacto con alguien que estaba en rehabilitación para volver a ingresar al mundo laboral y también cuando conocí a hikikomoris que habían superado su propio aislamiento y estaban ayudando a otros a hacer lo mismo. Esos encuentros me dejaron con la esperanza de que, para algunos, las puertas pudieran abrirse una vez más.
Michinao Kono decidió tomar el control de su vida tras la noticia de un crimen. En mayo de 2019, un hombre de mediana edad y desempleado atacó con un cuchillo a personas que esperaban el autobús en Kawasaki, matando a dos e hiriendo a otros 18, incluidos más de una docena de escolares, antes de suicidarse. La cobertura de los medios aludió al 'problema 8050', una referencia a los japoneses solitarios de mediana edad que viven con sus padres ancianos. La etiqueta le quedaba bien, Kono era un hombre de 45 años sin trabajo que vivía con sus padres en Nara. Le inquietaba la idea de que la sociedad japonesa viera a personas como él como bombas de tiempo. "Nunca cometería un crimen como ese, pero pensé: 'tengo que dejar de encerrarme, porque mi situación económica se dirige a un callejón sin salida'", dice.
Cuando era joven, Kono ingresó en la Universidad de Kioto, la segunda más antigua de Japón y una de las más selectivas, pero su falta de habilidades sociales lo convirtió pronto en un solitario. Durante su tercer y cuarto año en la universidad, su correo comenzó a llenarse de convocatorias de reclutamiento, como los del resto de sus compañeros de clase. Sin embargo, no participó en el ritual coreografiado llamado shushoku katsudo (temporada de búsqueda de empleo) en el cual los universitarios se uniforman en trajes negros para asistir a eventos de reclutamiento y someterse a entrevistas grupales.
Kono faltaba a clases, por lo que después de ocho años en la universidad todavía no había acumulado suficientes créditos para graduarse, de modo que fue dado de baja. Para ese momento, ya no recibía folletos de empleo y no hizo ningún intento de buscar trabajo. "No había contrataciones, pensé que incluso si lo intentaba sería en vano", cuenta. Se recluyó en la casa de sus padres. Los días se convirtieron en semanas, los meses se convirtieron en años. "Cavé mi propio hoyo. Evité la realidad. Mi vida se descarriló".
En medio de la cobertura de la masacre de Kawasaki, Kono conoció a Takaaki Yamada, quien dirige una organización sin fines de lucro en Kioto. El grupo se acerca a los recluidos de mediana edad y a sus padres ancianos y organiza reuniones donde conviven y comparten sus historias. "Muchos padres están realmente devastados por el aislamiento de sus hijos", explica Yamada. "Tenemos que conectarnos con ellos" antes de que los padres mueran y sus hijos se queden solos (fue Yamada quien me puso en contacto con Kono).
En el verano de 2019, Kono se candidateó sin éxito para tres trabajos de oficina que la ciudad de Takarazuka creó para ayudar a las personas a incorporarse al mercado laboral durante la era de hielo. No tenía idea de que competiría con otros mil 815 solicitantes de todo Japón.
La alcaldesa de Takarazuka, Tomoko Nakagawa, dice que lamenta no haber hecho más para resolver las pobres perspectivas profesionales de esta generación cuando fue legisladora nacional de 1996 a 2003. "No vi la esencia de este problema", admite. "Esta es la generación que se vio obligada a nadar en aguas turbias".
Por invitación de Kono, viajé a Nara a mediados de enero para asistir a una sesión del grupo de autoayuda que dirige desde julio de 2019. Esa labor no es remunerada, pero lo motivó a imprimir tarjetas de presentación y llena su currículum vitae mientras busca empleo. "Sala 3: Grupo ciudadano para hablar del problema 8050", reza el cartel sobre la puerta. Hay diez personas además de Kono, quien inicia la sesión contando su historia personal. Un hombre de 33 años dice que ha estado confinado en casa durante varios años desde que abandonó el posgrado; una mujer de 46 años que vive con su madre cuenta que está demasiado débil para trabajar después de llevar años encerrada; un hombre de 44 años con un título universitario se pregunta cuánto tiempo podrá aguantar un empleo de poca cualificación, como repartir folletos. Luego, un hombre de unos 70 años habla de su hijo, quien desde que reprobó un examen de ingreso a la universidad hace dos décadas pasa los días en su habitación, viendo televisión y navegando en Internet. "¿Habla con él sobre el futuro?" le pregunta Kono. El padre dice que antes sí, pero ya no. Cuando Kono pregunta si el joven tiene amigos, el padre responde: "Ninguno".
En teoría, Yu Takekawa, con maestría en literatura alemana y dos novelas publicadas, es la encarnación de la mujer japonesa liberada, una especie rara en un país donde las actitudes sobre los roles de género han evolucionado lentamente a pesar de las políticas gubernamentales diseñadas para acelerar el cambio.
En la práctica, está desempleada desde marzo y vive de sus ahorros y el subsidio por desempleo. Regularmente se salta la cena para ahorrar dinero y no recuerda la última vez que salió de vacaciones. Su único consuelo es que la pandemia le ha dado tiempo para terminar de escribir su tercer libro, que le reportará una modesta suma cuando se lo entregue a su editor. "Sin la novela, realmente creo que mi vida se habría despeñado", dijo esta mujer de 38 años cuando la llamé a su casa en Yokohama en julio. "Mi búsqueda de empleo no iba a ninguna parte durante la pandemia".
Tras egresar de la Universidad de Rikkyo consiguió trabajo editando catálogos y folletos para una empresa constructora, pero le pagaban 30 por ciento menos que a sus colegas hombres y no había posibilidades de ascenso. El siguiente empleo, como reportera, pagaba mejor, pero las largas jornadas laborales afectaron su salud y terminó resistiendo con antidepresivos; lo dejó a fines de 2010.
Para entonces, la primera década perdida de Japón se había extendido a una segunda. Para reducir costos, las empresas recurrieron a contratos temporales, que ofrecen menores salarios y prestaciones. Esos trabajos son los primeros en desaparecer durante una recesión, pero también son los primeros en volver durante una recuperación. Nació entonces una nueva subclase de trabajadores no fijos, que hoy constituye alrededor del 40 por ciento de la fuerza laboral de Japón. Las mujeres representaron el 68 por ciento de ese contingente en 2019, Takekawa entre ellas. Su trabajo más reciente fue en una oficina de Yokohama de un periódico que cubre la industria de la construcción. Trabajó allí casi cinco años, pero con contratos de seis meses. Su salario neto era de unos mil 400 dólares al mes.
Como ventaja, los traslados no eran largos y su horario de trabajo era de 09:30 a 17:30 horas, lo que le permitía dedicar tiempo a una de sus pasiones: escribir ficción. Escribió un cuento que ganó un premio en 2016 y luego publicó dos novelas históricas. Ha estado buscando trabajo desde marzo, pero duda que alguna vez alcance la seguridad laboral que conoció su padre y otros de su generación. Ya no siente que haya un camino seguro, "desapareció para mí", dice con incertidumbre.
La economía de Japón se contrajo a una tasa anualizada del 28 por ciento en el trimestre de abril a junio, la peor registrada en el periodo de posguerra. Algunos grandes empleadores, como Japan Airlines y H.I.S., han dejado de reclutar estudiantes universitarios y casi el 78 por ciento de las pequeñas y medianas empresas afirma que la pandemia está afectando su contratación de futuros graduados, según un sondeo realizado en verano por la Cámara de Comercio e Industria nipona. "Es como la edad de hielo laboral, está ocurriendo otra vez", afirma Wataru Kubo, quien organiza desde hace tres años reuniones de hikikomori para sacarlos de su encierro y ayudarlos a construir una red de contactos.
En enero, antes del COVID-19, viajé a Osaka para encontrarme con Reiko Katsube, quien es la trabajadora social que acuñó el término 'problema 8050' para describir el fenómeno en el que los japoneses de mediana edad (50), generalmente desempleados y socialmente retraídos, viven bajo el mismo techo que sus padres ancianos (80).
Acordamos reunirnos en las oficinas del Consejo de Bienestar Social de Toyonaka, una organización privada que trabaja con agencias gubernamentales y otros grupos comunitarios para abordar problemas serios en la sociedad japonesa como el maltrato a adultos mayores y la pobreza infantil. Me invita a una de sus rondas.
Mientras conduce una camioneta, Katsube, quien ha trabajado en el consejo durante más de 30 años, explica que la mayor parte de su tiempo lo pasa fuera de la oficina, a menudo visitando a adultos recluidos que viven con sus padres.
Su organización comenzó a trabajar con esa población después del gran terremoto de Hanshin-Awaji de 1995.
El sismo mató a más de 6 mil personas y obligó a cientos de miles a abandonar sus hogares, destrozando barrios y condenando a muchos a vivir y morir en soledad. "Desde el terremoto, nos hemos esforzado por fomentar las conexiones en la comunidad para evitar muertes solitarias", dice Katsube. "Advertimos que el problema no era solo con las personas de la tercera edad que vivían solas o solo con su pareja".
Nuestra primera parada fue una pequeña tienda llamada Bino Marche, creada a iniciativa de Katsube en 2017 con un doble propósito, práctico y terapéutico. Los clientes son principalmente adultos mayores que ya no pueden conducir y necesitan un lugar local para comprar comestibles, mientras que los empleados son personas con las que Katsube hace su trabajo social, los que se recluyeron del mundo.
Allí trabaja Junko, una mujer de 44 años que estudió ilustración y aspiraba convertirse en artista del manga, convencida de que el camino convencional ya no prometía seguridades.
"Los que son mayores que nosotros podían encontrar trabajo fácilmente, pero yo veía que mis amigos fracasaban después de intentar en doscientas compañías", asegura. Tras una sucesión de trabajos de oficinista mal pagados y de poca cualificación, se dio por vencida. Al poco tiempo comenzó a recluirse en casa tras cumplir los 30. "No quería convivir con nadie, no hablaba con nadie, no quería pensar en mis circunstancias."
Preocupada, su madre contactó al Consejo de Toyonaka, que envió a Katsube para hacerle una visita domiciliaria. Desde 2017, Junko trabaja medio tiempo en Bino Marche y cuando le pregunto por ello, batalla para encontrar las palabras. "¿Qué puedo decir? Estoy sanando aquí, es un lugar donde la gente me acepta".
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