Al final, cuando la última porción del imperio de la joyería Cartier fue vendida en la década de 1970, la familia fundadora estaba casi completamente dispersa y desinteresada. Casi todos eran ricos.
Los Cartier tenían una extraña habilidad para casarse con dinero, y luego aprovecharlo para crear más. Si bien cuatro generaciones de hombres Cartier habían trabajado incansablemente para crear un negocio que elevara la venta de joyas del "mero comercio" a una forma de arte, sus descendientes se interesaban más por sus vacaciones de invierno en St. Moritz que en la venta de los famosos relojes Tank de la compañía.
El ascenso y lo que vino después —en lugar de "caída", digamos que fue una"estabilización"— ha sido ingeniosamente documentado en un nuevo libro titulado The Cartiers (Los Cartier) de Francesca Cartier Brickell, miembro familiar de la sexta generación.
Hace varios años, Brickell descubrió un baúl lleno de correspondencia familiar en la bodega de su abuelo y lo usó como punto de partida para hacer una crónica de su ilustre familia.
Todo un siglo de riqueza pasó por manos de los Cartier
Lo que evita que el libro sea un recuento más de la historia de la empresa, de una generación a otra, es que el negocio familiar dependía de la cambiante fortuna de los super ricos del mundo. Como resultado, la historia de la familia Cartier es la historia de la creación de riqueza en los siglos XIX y XX a medida que avanzaba en oleadas de país a país.
La riqueza masiva, al menos desde la perspectiva de los Cartier, a menudo era un juego de suma cero: los rusos compraron hasta que los bolcheviques llegaron al poder, momento en el que los estadounidenses intervinieron. Después del golpe de la Depresión, los estadounidenses se retiraron, al menos por un tiempo, y fueron reemplazados por celebridades y orientales enriquecidos por el petróleo.
Cartier logró beneficiarse tanto de los buenos tiempos como de los malos. La compañía vendía joyas a precios minoristas a sus clientes ricos y luego las compraba al por mayor (o las vendería a comisión) una vez que esos mismos clientes colapsaban ante tiempos difíciles. "Las mismas grandes duquesas que compraban tiaras de diamantes y petillos de zafiro antes de la guerra", escribe Brickell, "ahora las vendían de vuelta, a menudo piedra por piedra preciosa, solo para sobrevivir".
Patrocinio real
La dinastía Cartier fue fundada a fines de la década de 1840 por Louis-Francois Cartier. Su pequeña tienda parisina, donde vendía principalmente chucherías, despegó solo cuando comenzó a disfrutar del patrocinio de la princesa Mathilde Bonaparte, la sobrina de Napoleón I.
Inicialmente, la princesa necesitaba reparar un collar, pero pronto se convirtió en cliente asidua, y compró más de 200 artículos. A pesar de que la primera base de clientes de Cartier fue eliminada después de que Napoleón III abdicó tras la guerra franco-prusiana, la compañía continuó expandiéndose gracias al hijo de Louis-François, Alfred, quien se casó con una heredera de una fortuna manufacturera.
Alfred trabajó inicialmente en Londres después de la guerra franco-prusiana "como intermediario entre exiliados franceses obligados a vender sus gemas para pagar sus nuevas vidas y la aristocracia inglesa cuyos rituales diarios exigían un cambio de joyas para cada comida", escribe Brickell. Después de regresar a París, se expandió hasta que la compañía contó con varios príncipes y princesas entre su clientela.
Dominio mundial
A pesar de que Cartier vendía grandes joyas a personas importantes, ocupaba un segundo o tercer lugar distante, tras compañías como Boucheron, Fabergé e incluso Tiffany. La próxima generación de hijos de Cartier, Louis, quien se casó primero con una heredera francesa, y luego con una heredera húngara; Pierre, quien se casó con una heredera estadounidense; y Jacques, quien hizo lo mismo, fue la que elevó a Cartier a nivel de potencia mundial.
Siguiendo el ejemplo de los Rothschild, los tres hermanos acordaron abrir puntos en diferentes centros financieros. Louis, el mayor, abrió en París; Pierre, el hijo del medio, en Nueva York, y Jacques, el más joven, en Londres.
Louis ayudó a desarrollar la famosa estética lúdica conocida como el "estilo Cartier" y, lo más importante, entró en el mercado ruso.
Entretanto, Pierre primero estableció la oficina de Londres (luego Jacques se haría cargo) y luego se mudó a Nueva York, donde comenzó a cultivar los nuevos ricos del país. Vendió el diamante Hope a Evalyn Walsh McLean por 180 mil dólares (alrededor de 4 millones de dólares en la actualidad) e intercambió un collar de perlas de 1 millón de dólares por la mansión insignia de la Quinta Avenida de Cartier, que aún posee hoy.
Jacques tuvo algo así como un florecimiento tardío y viajó primero a India para establecer relaciones con los fabulosamente ricos maharajás del país. Luego se hizo cargo de la rama de Londres, creando joyas para la familia real y la aristocracia inglesa. La reina Isabel II, por ejemplo, le encargó eventualmente a Cartier convertir un diamante rosa de 23.6 quilates en un broche.
Fallecimiento e impuestos
Incluso a medida que los hermanos ampliaban su lista de clientes, esa clientela cambiaba dramáticamente. El primer golpe fue la revolución rusa. La gran duquesa Vladimir escapó de Rusia y logró que una de sus amigas sacara secretamente varias maletas llenas de joyas de su palacio en San Petersburgo. El príncipe Yusupov, otro cliente de Cartier y uno de los hombres más ricos del mundo, también escapó de los bolcheviques con muchas de sus joyas intactas y, al igual que la gran duquesa, comenzó a venderlas discretamente a través de los Cartier.
La inquebrantable discreción de la familia los convirtió en los intermediarios perfectos. "Los Cartier estaban al tanto de los niveles de confianza de los Romanov que habrían sido imposibles de alcanzar si no hubieran visitado sus hogares antes de la revolución", escribe Brickell. "Como resultado, a menudo fueron los primeros en enterarse cuando los rusos exiliados estaban interesados en vender sus joyas imperiales, una ventaja clave en la competencia con sus pares profesionales".
Lo mismo sucedería con los maharajás, cuyas fortunas fueron destruidas por las reformas agrarias y las nuevas estructuras fiscales en la década de 1970.
De repente, jeques árabes y estrellas de cine estadounidenses como Liz Taylor fueron los clientes que gastaron mucho dinero. Pero en ese momento, los tres hermanos ya habían muerto y sus hijos, a excepción del hijo de Jacques, Jean-Jacques, formaban parte de la jet set.
Dado que The Cartiers es la historia de la familia y no de la compañía, comienza a apagarse mucho antes de la eventual venta de Cartier en 1974 (actualmente, la compañía es propiedad del conglomerado de artículos de lujo Richemont).
Brickell, la nieta de Jean-Jacques, no siente nostalgia por el negocio perdido y, como resultado, el valor real del libro es una crónica de las vicisitudes globales de la riqueza extrema.
En 1958, por ejemplo, el rey Faisal II de Irak informó a la familia que el registro nupcial de su prometida sería en Cartier. Unas semanas más tarde, él y su familia fueron asesinados en un golpe de Estado. "Al igual que con los Borbones y los Romanov -escribe Brickell- la otra cara de la gran riqueza y el poder era la desigualdad y, de la mano, la inestabilidad social".