No dormimos igual en verano que en otoño o en invierno. Dependiendo de la época del año, tendemos a dormir más o menos, siempre dentro de unos límites. Y es que las estaciones influyen en nuestra fisiología y, por tanto, también en nuestro sueño.
Aunque aún no hay consenso acerca del motivo por el que necesitamos dormir, lo cierto es que el sueño es un proceso fisiológico fundamental. Dormir menos de lo que necesitamos, hacerlo en un momento inadecuado o en un ambiente que propicie una mala calidad de sueño puede tener consecuencias negativas para nuestra salud, nuestro estado de ánimo o nuestro rendimiento.
Dos relojes internos condenados a entenderse
De los mecanismos fisiológicos que hacen que tengamos más o menos necesidad de dormir a lo largo del día sabemos cada vez más. La regulación es doble: por un lado tenemos un reloj de arena, y, por otro, un reloj de agujas.
El reloj “de arena” (proceso homeostático) mide cuánto tiempo llevamos despiertos. Cuanto más tiempo haya pasado desde que nos despertamos por la mañana, mayor será la necesidad por dormir. La “arena”, en este caso, es una molécula llamada adenosina, que se va acumulando en el cerebro como consecuencia del metabolismo de las neuronas durante la vigilia. Y sí, para limpiarla hace falta dormir.
El reloj “de agujas” (proceso circadiano), por su parte, es el que le dice a nuestro cerebro qué momento es el más adecuado para dormir, independientemente del tiempo que hayamos pasado despiertos.
Estos dos relojes están condenados a entenderse y de ese entendimiento surge la regulación del ciclo sueño-vigilia.
Hágase la luz (y la oscuridad)
En la regulación circadiana del sueño tiene un papel fundamental el ciclo de luz/oscuridad. Es justo esa alternancia la que permite que nuestro reloj de agujas se ponga en hora cada día. De ahí que para mantener una buena higiene de sueño sea tan importante exponernos a luz brillante durante el día e ir reduciendo su intensidad cuando se acerca el momento de ir a dormir, que debe ocurrir siempre en oscuridad.
De hecho, la exposición a la luz durante la noche se ha relacionado con un desajuste de los ritmos circadianos y del sueño. Además, inhibe la secreción de melatonina, que es la hormona que a los animales diurnos nos prepara para dormir.
El asunto es que la duración del día y de la noche se van modificando a lo largo del año como consecuencia del movimiento de traslación de la Tierra alrededor del sol, que es también el que da lugar a la alternancia de las estaciones. En el solsticio de invierno (entre el 20 y 23 de diciembre, según el año) tiene lugar la noche más larga y, a partir de ese momento, va acortándose para alargar el periodo de luz natural. En el solsticio de verano (en torno al 20 a 22 de junio), por el contrario, ocurre el día más largo, que comienza a acortar a partir de ese momento.
Pues bien, estas variaciones en el ciclo natural de luz y oscuridad podrían estar detrás de los cambios estacionales que se producen en nuestra fisiología, en general, y en nuestro sistema circadiano (ese “reloj de agujas”) en particular.
De hecho, con la llegada del otoño-invierno podría aparecer el trastorno afectivo estacional. La disminución del número de horas de luz solar se considera la causa de este tipo de depresión que aparece en otoño. Las personas afectadas por este trastorno tienden a estar más somnolientas durante el día y, aunque un reciente metaanálisis ha revelado que no duermen más que otras personas, sí parece que duermen “distinto”, pasando más tiempo en fase REM (la fase en la que soñamos).
¿Da sueño el otoño?
Aparte de las posibles alteraciones del sueño vinculadas a trastornos psicológicos estacionales, conocer cómo se modula fisiológicamente el sueño a lo largo del año, y no solo día a día, es algo que ha despertado interés desde hace años. Una de las dudas razonables que se plantean los expertos es si en el “mundo desarrollado”, con acceso a luz eléctrica, se mantendrían esas posibles variaciones en el sueño relacionadas con las estaciones o si, por el contrario, los cambios estacionales quedarían enmascarados.
Aunque los resultados son variopintos, parece existir cierta tendencia hacia una mayor duración de sueño en las noches de invierno frente a las de verano o primavera, incluso en poblaciones con acceso a la luz eléctrica. Un trabajo reciente, tras monitorizar a 216 personas a lo largo de todo el año, ha confirmado esta tendencia a dormir más durante los meses de invierno.
El mecanismo responsable de esta correlación negativa entre el número de horas de luz natural y la duración del sueño recae probablemente en la melatonina, la llamada “molécula de la oscuridad”, que a los humanos nos prepara para dormir. De hecho, la melatonina, en la naturaleza, no solo informa al organismo sobre la hora del día, sino que también sirve como calendario. A más horas con concentraciones altas de melatonina, mayor duración de la noche, como ocurre en los meses de invierno.
Pero ¿es la luz la única responsable de estos cambios estacionales en el sueño? La temperatura media, como sabemos, también se va modificando a lo largo del año. Aunque su contribución sobre la duración de sueño parece más modesta que la de la luz, las temperaturas altas durante la noche que se dan en verano en algunos lugares podrían hacer que durmamos menos, más tarde y peor.
Hoy por hoy (en las sociedades modernas), podemos modificar la luz y la temperatura a nuestro antojo, especialmente en interiores. Eso implica que, probablemente, estamos enmascarando (aunque quizá no tanto como pensábamos) las diferencias estacionales.
En cualquier caso, sea el momento del año que sea, recordemos que el día y la noche deben ser eso, tan diferentes como el día y la noche. Y sea otoño o verano, la mejor receta es dormir todo lo que necesitemos.
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*** La autora de este artículo es María Ángeles Bonmatí Carrión, investigadora postdoctoral de CIBERFES (Instituto de Salud Carlos III).