La memoria material
Cincuenta y siete años después de la primera publicación de “La culpa es de los tlaxcaltecas”, en el volumen de cuentos La semana de colores, Elena Garro sigue el ataque. Aplaudido de manera unánime por la crítica, que no dudó en clasificarlo como obra maestra en su momento, el cuento se abre ahora a una lectura geológica en la que el tiempo profundo y los puntos de vista de personajes no humanos ayudan a desedimentar las heridas de la violencia colonial y de género que se extienden hasta el México de hoy. La narración se estructura a través del diálogo que una joven señora Laura sostiene con Nachita, su cocinera, mientras la primera le confía sus desventuras entre dos tiempos, y dos maridos, distintos: el México indígena que está a punto de caer ante el embate español y el México de su presente, mestizo y modernizador. La violencia del contacto entre esas dos realidades se materializa en la sangre y tierra que mancha el vestido blanco que la señora Laura lleva puesto mientras avanza y retrocede, sin aparente sorpresa, dentro de los corredores de un tiempo en el que el presente contiene al pasado y el pasado nunca se acaba de ir. Se trata menos del tiempo circular y mítico que pensadores de medio siglo atribuían, a menudo de forma esencialista, a las naciones indígenas, y más de un tiempo geológico compuesto de capas de materia y experiencia que, asentadas una encima de la otra, conservan dentro de sí las marcas de múltiples violencias —las del colonialismo y las que experimentan las mujeres por ser mujeres, entre otras. Así, mientras la señora Laura deambula por el tiempo, que es la ciudad misma (y viceversa), sus pasos activan historias que la versión oficial —la de los triunfadores— preferirían muertas o superadas. La conquista, la guerra, la saña racial y la muerte indiscriminada siguen mostrando sus fauces, transportándose desde el pasado, en esos grandes lienzos-visiones que comparte la protagonista, hasta el presente, lleno de las minucias cotidianas regidas por la violencia íntima de pareja que caracterizan su espacio doméstico. La relación entre la derrota indígena y el maltrato hogareño es, pues, a la vez histórica e íntima: dos caras de la misma moneda. De ahí la alianza cuidadosa, tentativa, pero constante, que se genera entre la señora Laura y Nachita, mujeres de distintas razas y en posiciones opuestas en la jerarquía doméstica, una noche muy larga y muy negra dentro de la cocina de la casa.
Ya en Los recuerdos del porvenir, publicado un año antes, Elena Garro había experimentado con protagonistas y narradores no dominantes e, incluso, no humanos. En esta novela, que explora los pesares por los que atraviesa Ixtepec en los años posteriores a la Revolución Mexicana de 1910, el narrador es, por ejemplo, el pueblo mismo. En “La culpa es de los tlaxcaltecas”, el punto de vista es el de la mujer, y aún más: el de las tres mujeres —Laura y las dos trabajadoras domésticas: Nacha y Josefina— entrelazadas en una serie de citas insertas en el discurso de la patrona, pero no falta, tampoco, la participación discreta de la perspectiva de otras especies compañeras. Las piedras lloran, en efecto, expresando el pesar de la toma de la ciudad a inicios del siglo XVI, mientras que los ahuehuetes, que Laura vislumbra una tarde en el Bosque de Chapultepec, se presentan como testigos “hemos visto las mismas catástrofes”. Las perspectivas de estos seres animados e inanimados contribuyen a una narración en la que la memoria es material, presta a irrumpir en el presente, cuestionándolo.
Traidora y traicionera
Atrapada entre los dos hombres y sus respectivas realidades, la señora Laura insiste en que, tal como los tlaxcaltecas, cuya alianza militar con los españoles facilitó la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521, ella es una traidora. La culpa, insiste varias veces al inicio de la narración, es de los tlaxcaltecas. La culpa, que ella reconoce como propia tanto en el pasado, en que traicionó a su gente, como en el presente, cuando traiciona a sus maridos, también es femenina. “—¿Y tú, Nachita, eres traidora?”, le pregunta Laura a su cocinera tratando de fraguar una solidaridad con base en la identificación mutua. Después de una pausa meditabunda, mientras le pone atención al agua que empieza a hervir, Nachita le contesta: “—Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita”. La diferencia entre traidora y traicionera, enunciada una por la ama de casa y, la otra, por la trabajadora doméstica, no es un asunto menor en este intercambio. Ambas palabras “implican o denotan traición”, pero en el segundo caso, además, se refiere a actos o personas de apariencia inocente que, sin embargo, resultan dañinos. Hay un componente de agencia que, disminuido en la primera acepción, se realza claramente en la segunda. Si la traidora se somete a un destino, la traicionera toma una decisión, con frecuencia en circunstancias extremas.
La Malinche, el personaje histórico con el que sin duda se relaciona a la señora Laura, puesto que su habilidad como traductora fue instrumental para la conquista española, ha sido desdeñada y vilipendiada como la Gran Traidora en la historia oficial. Revisiones feministas de la historia nacional tienden a enfatizar, en cambio, su talento lingüístico y sus habilidades como astuta estratega, capaz de forjar alianzas mientras trataba de salvar su vida. El giro interpretativo, que se generaba a mediados del siglo XX junto a la proliferación de nuevos estudios sobre el mundo pre-colombino, atraviesa, y configura por dentro, la definición de traición y culpa que tanto lastima a la señora Laurita.
La identificación con la traición, especialmente en labios de una mujer, no dejaba de ser escandalosa, o al menos provocadora, a la mitad del siglo pasado, cuando todavía imperaba la versión oficial de la conquista de México como un choque entre poderosos ejércitos españoles y pueblos indígenas acostumbrados a la idolatría. La publicación de Visión de los vencidos en 1959, el libro en el que Miguel León Portilla reunió fragmentos de fuentes primarias generadas por voces indígenas, contribuyó en mucho a comprender la hondura de la violencia y el sufrimiento que padecieron los habitantes del centro de México mientras el genocidio que conocemos como conquista se llevaba a cabo. La proliferación de estudios sobre distintas culturas originarias también configuró una versión menos monolítica de la región: los aztecas empezaron a emerger como el imperio que, de manera sanguinaria y por medio del pago de tributo, habían subyugado a otros territorios con singular rigor. Un análisis como Aztecs Under Spanish Rule, de Charles Gibson, publicado el mismo año que el cuento de Garro, también aclaró el lugar de los mexicas antes y durante la colonia. Ahora, tantos años después, mientras se discuten críticamente estos cinco siglos de colonialismo, la conducta de los tlaxcaltecas resulta menos mistificadora. Lejos de ser los traidores por antonomasia, detentadores de una maldad originaria e inexplicable, la historia los retrata como un pueblo que, como tantos otros, vio en los españoles una oportunidad para escapar del yugo azteca. Alertas y audaces, en todo caso agentes de su historia, los tlaxcaltecas que engrosaron los ejércitos españoles en grandes números hicieron una apuesta, y ganaron y perdieron al mismo tiempo. Ciertamente, algunos de ellos recibieron a menudo un trato preferencial durante la Colonia, pero el dominio español, que se prolongó por 300 años, alteró la región entera a cabalidad. Tal vez no sería del todo descabellado pensar que, al igual que la de los tlaxcaltecas, la culpabilidad a la que se refiere y asume la señora Laura sea menos un gesto de pasiva autoinmolación y más uno de cautelosa alianza y eventual escape.
*Las notas al pie de página de este fragmento fueron suprimidas.