Culturas

Borges: el tiempo que inevitablemente somos

El gran escritor argentino Jorge Luis Borges intentó entender por décadas el problema del tiempo desde su literatura bien nutrida por la Filosofía.

Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges nunca ocultó su afición por lo que prevalece a pesar de las noticias, las modas y la volubilidad de los hombres. Despreciaba a los escritores de moda porque pensaba que el papel de sus palabras estaba destinado a expirar en cuestión de meses, acaso algunos años. Solía alardear con jocosidad que su mayor interés literario se concentraba en las recientes literaturas sajonas del siglo IX al XIII: seguro admiraba esa belleza inmarcesible cuyo eco lo alcanzaba cientos de años después. En una conversación con Ernesto Sabato en 1974, Borges condenó la fugacidad de todo lo escrito en la prensa pues “Un diario […] se escribe deliberadamente para el olvido”.

Con tanto desdén por lo pasajero, no es extraño que el argentino tuviera un interés especial en el problema del tiempo. Después de todo, lo efímero es sólo otro nombre del tiempo, del segundo, del día o del siglo que gastamos bien o malamente. Historia de la Eternidad (1936), quizá su libro más explícito con respecto a este problema contiene en la primera página su confesión:

“El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica”

De entre todos los laberintos que obsesionaron al argentino, pocos le incomodaron tanto como el problema de la identidad en el tiempo. Es entendible. ¿Acaso no es sorprendente que uno se despierte después de la Navidad o el Año Nuevo y que a pesar de las uvas, los propósitos de renacimiento, el cambio de los dígitos y los calendarios, uno sea capaz de reconocerse en el espejo sin ninguna duda? Aunque trivial, ese sencillo acto esconde un enigma: ¿qué explica ese reconocimiento automático? ¿Cómo se justificaría esa identificación si el año nuevo, el segundo nuevo o el minuto que estrenamos después de leer esta palabra, embargara un cambio absoluto, una transformación sin reservas, una creación que de tan nueva fuera incapaz de reconocerse en su reflejo? ¿Por qué nuestra identidad no desaparece, segundo tras segundo, infectada de pura originalidad ?

Aunque desconcertante para Borges, el problema le sirvió para intuir o suponer que algo de nosotros permanece en el devenir; algo que evita que desaparezcamos desintegrados y diluidos en el pasado que asesina sin tregua lo que somos en el presente, para parirnos de nuevo en el segundo siguiente.

Heráclito de Efeso, el filósofo griego a quien tanto admiró Borges, es el autor de la más famosa metáfora del tiempo: ese río que nunca se detiene en el que nos sumergimos pero que nunca es el mismo; el río es otro, siempre encontramos aguas distintas a las primeras que nos conocieron: “No se puede sumergir dos veces en el mismo río”.

En el artículo El tiempo de 1985, Borges compartía con el griego el asombro ante esa mudanza constante:

“Siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río.”

Pero si el río en el que me sumerjo es otro, ¿por qué yo debería ser el mismo?, podemos imaginar a Borges reflexionando en la penumbra de su lúcida ceguera. La respuesta que el escritor encontró, sugerida por Heráclito, quizá no solucione el misterio más de lo que lo oculta. Borges, tan aficionado a lo que prevalece bello y casi inmóvil en la Literatura, irónicamente comprendió que nosotros mismos somos el río que nunca para de cambiar: el río está en nosotros y si éste no se detiene es porque nosotros no lo hacemos aunque queramos. El río está dentro nuestro tanto como nosotros nos sumergimos en él: no tenemos más opción que ser el río:


“Somos el tiempo. Somos la famosa

parábola de Heráclito el Oscuro.

Somos el agua, no el diamante duro,

la que se pierde, no la que reposa.”

Los conjurados. 1985.


Más aún, en la Nueva refutación del tiempo (1952), Borges esclarece su propia identidad con-fundiéndose en las aguas que corren sin cesar:

“El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El ‘mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.”

Como nunca nos detenemos, el tránsito de ese río que somos nunca se repite. Es irreversible: no podemos recuperar la víspera, el año, el instante que se ha ido con las gotas de un río que ya es anterior cuando lo pensamos, y que desde el pasado ya no moja a nadie por más que lo invoquemos en nuestra nostalgia.

La conclusión es inevitable: nuestra corriente dura sin pausa hasta que una pandemia, una simple gripe, algún accidente o la muerte, que es el único asombro verdadero, decide que las renovaciones han caducado.

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