Hace veinte días, Cristina Pacheco daba la última de sus notas, siempre humanas: con lágrimas y la voz entrecortada, se despidió de su mar. Ese mar de historias en el que navegó la vida.
“Por graves razones de salud, tengo que suspender, al menos momentáneamente”, anunció desde su casa: Canal Once. Diecinueve días más tarde, México despedía a su periodista entrañable, y con ella, una forma única de contar historias.
La sencillez vistió el periodismo de Cristina Pacheco. Su voz, de una calidez muy suya, instituyó una forma de hacer televisión. Una televisión conversada. De charla sabrosa.
Una charla íntima, a media voz, que supo mantener al aire y por encima de la gritería— por más de cuatro décadas.
Así, mezza-voce, Cristina fue la voz innegable de quien vive la ciudad a pie: “Aquí nos tocó vivir”. Desde 1978, su icónico programa hizo de la sentencia popular territorio del asombro ante lo común. Televisión de altura a ras de la banqueta, que después de 45 años ininterrumpidos llegó a su final a inicios de este mes.
También cerró el ciclo de otra de sus creaciones emblemáticas: Conversando con Cristina Pacheco, donde lo mismo charló con el caricaturista Gabriel Vargas —autor de la insuperable historieta La familia Burrón—, que con el violonchelista Carlos Prieto; con los jóvenes músicos de Son Rompepera o el crítico de danza Alberto Dallal.
Las razones de Cristina Pacheco para firmar con un seudónimo de hombre
Cristina Pacheco nació en el pueblo de San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, en 1942, de donde emigró para estudiar Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Y fue allí,en la redacción de la Revista de la Universidad de México, donde conoció a quien sería su esposo por 53 años: José Emilio Pacheco. Otro amigo escritor los presentó, todavía en la década del 50. Era Carlos Monsiváis.
Fue José Emilio —con quien tuvo dos hijas, Laura Emilia -y Cecilia— quien animó a su joven esposa y escritora incipiente, a dejar su seudónimo masculino para escribir bajo su propio nombre.
Por aquellos años, la pareja vivía de forma precaria, entre encargos varios y pagos exiguos: ella mataba el hambre de escribir escribiendo a mano, y debía conseguir una máquina prestada en alguna oficina del centro de la ciudad.
Según narró en 2015, en una entrevista en video para el programa En corto, de la Agencia Informativa de Educación de México, ella esperaba largas horas, como siempre, el pago de una colaboración de su esposo, cuando el caricaturista Raúl Prieto Río de la Loza, Nikito Nipongo, le propuso escribir historias mientras esperaba.
Y así empezó a escribir “entrevistas inventadas”, basadas en relatos de gente del barrio y de la calle que conoció alguna vez. Pero ante el temor de afectar el nombre de su marido, optó por firmar como Juan Ángel Real —el apellido ficticio apuntaba al origen fidedigno de las historias—.
La carrera periodística de Cristina comenzó en 1960. Escribió para El Popular y Novedades; El Sol de México, El Día y la revista Siempre! Y desde su fundación, en 1984, publicó en La Jornada. Allí llevó su forma peculiar de narrar la ciudad a través de las voces de sus habitantes, a su columna dominical Mar de historias, que alimentó por 34 años, hasta el pasado 3 de diciembre, cuando se despidió también de ese espacio.
El mismo en el que casi diez años antes, decía adiós a su compañero de vida, ese Eterno viajero: “Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú”. La espera, Cristina, ha terminado.