Culturas

Desde Atenas hasta CDMX, así fue como México pidió ser sede de los Olímpicos del 68

El documento con el que México solicitó la sede al Comité Olímpico Internacional dejaba muy en claro la riqueza cultural del país.

La Carta Olímpica entrega la sede de los Juegos Olímpicos a las ciudades, no a los países. Desde su restauración -con base en los ideales deportivos de Pierre de Freddy Barón de Coubertin- en Atenas, las Magnas Justas llamaron la atención de las potencias occidentales. En 1896, la Grecia ortodoxa se dejó seducir por los planes del francés y recuperó el máximo esplendor del mundo posheroico, cuya extraordinaria belleza se dejaba sentir cada cuatro años (contabilizados desde el 776 antes de Cristo) en el valle sagrado de Olympia, en el Peloponeso.

Los dioses antiguos, con Zeus a la cabeza, regresaron a la fiesta atlética y cultural en la capital griega, ciudad fundada por Teseo, después de acabar con el Minotauro en Creta, ciudad del pugilato, la gimnasia y el toreo.

La bella sede de la Acrópolis, cuyo nombre se debe a Atenea, la diosa suprema del mundo griego, albergó, como debía ser, la primera cita moderna de los Juegos. El gobierno de ese país intentó que todas las ediciones futuras se llevaran a cabo en Atenas. Coubertin se negó. Quiso que la festividad corriera por el mundo, como si Hermes propagara el espíritu olímpico entre sus alados pies.

Los países occidentales rápidamente se sumaron al canto de los héroes. Siguieron París, San Luis (Misuri), Londres, Estocolmo y, cuando la idea del mundo imperial se vino abajo, un silencio fúnebre interrumpió el murmullo divino. Amberes, otra vez París, Ámsterdam, Los Ángeles y Berlín reanudaron el paso de Apolo. Llegaron los facismos, los nacionalismos y la barbarie. De nueva cuenta los dioses dejaron en los actos humanos el quehacer de la Guerra. Londres, destruida por los nazis, se aventuró a la realización de los Juegos del 48. Luego Helsinki, Melbourne, Roma y Tokio. Llegarían en 1968 a la vieja Tenochtitlán, donde las campanadas –dice Ramón López Velarde- caen como centavos.

En 1946, siete años antes de la búsqueda de la sede olímpica, México había convertido en civil la lucha armada de 1910. Miguel Alemán Valdés se convirtió en el primer licenciado en la presidencia de la República desde el final de la Revolución. En 1952 inauguró el campus de la Ciudad Universitaria en el sur de la capital, quizá su máximo legado. Si los Olímpicos se entregan a la ciudad y no al país, el caso mexicano llegó casi al barroquismo: CU, esa ciudad dentro de la Ciudad, sería el principal punto de la conmemoración máxima del siglo XX mexicano. Su bellísimo estadio, cuya arquitectura se inspiraba en las redes de los pescadores de Pátzcuaro, representaba mejor que ninguna otra edificación al nuevo país: nacionalista y al mismo tiempo universal; revolucionario y desarrollado.

En la casa del conocimiento, el deporte, divulgado en el porfiriato, luego por Vasconcelos y luego por los militares, se abría paso con todo su poder de fraternidad, esfuerzo y anhelo. Por la raza hablaba el espíritu. El gobierno de Adolfo López Mateos –"López Paseos", le llamaba el pueblo- comenzó a "idear" la posibilidad de la sede desde 1962, el año más caliente de la Guerra Fría (apenas después de los misiles y del Playa Girón). La Ciudad de México, la más moderna de la República, tenía serias posibilidades de ponerse a la par de las grandes capitales del mundo. El libro blanco que se entregó en la sesión del Comité Olímpico Internacional de Baden Baden, Alemania, en 1963 (John F. Kennedy moriría asesinado meses después en Dallas) dejaba muy en claro la riqueza cultural de México, cuyo juego de pelota representaba el movimiento del cosmos y el poder del movimiento solar en la bola vulcanizada que se peleaba en una cancha simétrica al ritmo del universo. México, el México de la posrevolución, quería presumir su grandioso pasado, su fusión con Europa durante la colonia y la Independencia, sus ideales liberales y los frutos de la guerra civil que atrajo las miradas del comunismo y del progreso. El deporte, hijo de esa cuasi Revolución Industrial, sería el campo neutral de la nueva cara de la Nación.

El sábado 29 de junio de 1963, el Diario Oficial de la Federación publicó el decreto en el que se autorizaba al Departamento del Distrito Federal para que, con la cooperación de la Secretaría de Educación Pública, gestione que la Ciudad de México sea sede de los Juegos Olímpicos de 1968. Las cartas de solicitud, como indica la Carta Olímpica, fueron presididas por el presidente de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, Manuel Moreno Sánchez. La misiva, firmada el 27 de junio de ese año, fue dirigida al Comité Olímpico Internacional, con sede en Lausana.

El 25 de junio, Gustavo Díaz Ordaz, secretario de Gobernación, autorizó al general José de Jesús Clark Flores utilizar su carta en el libro "Petición de sede" cuyo requisito había obligado el COI el 14 de marzo. El 7 de diciembre de 1962, Ernesto P. Uruchurtu envió un documento a Avery Brundage, presidente del COI, en el que decía: me es particularmente grato poner en su conocimiento la aspiración de los habitantes de la Ciudad de México de que ésta sea sede de los Juegos Olímpicos que habrán de efectuarse en 1968. Y agregaba que en caso de ser reconocida con el otorgamiento, "se realizarán en un ambiente de libertad, caballerosidad deportiva y con el brillo que corresponde a un acontecimiento de tanto relieve".

Todas las cartas de solicitud, como exige la Carta Olímpica, fueron presentadas en inglés, en francés y en español, idioma de la ciudad candidata. Las 205 páginas que conforman el libro "Petición de sede" son un compendio, de bello estilo, de la grandeza de la futura localidad del movimiento olímpico. El apéndice fotográfico de la aspirante comienza con el imponente estadio de la Ciudad Universitaria, casa de festivales deportivos, del futbol americano y de la liga profesional del futbol. Desde entonces se diseñó un programa olímpico que se inauguraría y se clausuraría allí.

Se mostraban, además, los alcances que traerían las Magnas Justas en el crecimiento del Distrito Federal, de Satélite hasta Xochimilco, de Cuicuilco a la Magdalena Mixhuca, de Reforma a la Benito Juárez. La llamada Olimpiada Cultural abriría, como nunca antes, el espacio público para la Ruta de la Amistad y otras expresiones artísticas que recuperarían el esplendor de Olympia, el valle sagrado al que acudían, durante los días agonales, poetas, filósofos, historiadores y cantadores de las tareas de los atletas en la proeza y la derrota. El 12 de octubre de hace medio siglo, Gustavo Díaz Ordaz, a quien ahora se quiere "borrar" de la Historia, inauguró los Juegos de la XIX Olimpiada de la Era Moderna. La Ciudad de México, ojerosa y pintada, en carretela, nunca volvería a ser la misma.

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