Si Judas Iscariote ha pasado a la historia como epítome de la traición, la versión más encarnada del mal, que entregó a la cruz al Hijo del Hombre, no son pocos los estudiosos que plantean la misma duda: ¿realmente los romanos necesitaban pagar a un soplón para aprehender a Jesús, un predicador de paraderos conocidos y seguido por muchedumbres?
La pregunta es pertinente porque el de Judas ha sido acaso uno de los juicios, si no más injustos, más obtusos de la historia.
Borges también repara en la sospecha: "Imputar su crimen a la codicia es resignarse al móvil más torpe", dice en Tres versiones de Judas. ¿Cuál sería entonces el verdadero rol de Judas en la cristiandad?
En Judas Iscariote, Thomas De Quincey presenta al apóstol no como un traidor, sino como el catalizador de la salvación. Aunque una más perteneciente al reino de este mundo que al prometido por el Redentor.
En aquellos tiempos, la Judea ocupada era un caldo de rebelión al que sólo hacía falta una mecha. Un líder. Y ese era aquel hombre cuyo carisma atraía a multitudes y despertaba el temor de la élite. Eso resultaba evidente para el apóstol, quien se preguntaba: ¿por qué si el Maestro quiere restaurar el trono de David, no lo hace entonces?
Responde De Quincey: "Por su carácter. Poco preparado para las decisiones y para la acción". El ensayista presenta al Mesías como un hombre dudoso cuando se le colocaba frente a las urgencias prácticas de la vida política, en la que ya era visto como un elemento de desestabilización.
Fue así que el tesorero de la fraternidad apostólica arrojó a su mentor a lo que él creyó que era su propósito: que el país volviera a ser administrado por los judíos. Una vez comenzada, la revuelta no podría ser detenida. El pecado de Judas no habría sido entonces la traición, sino la soberbia, advierte.
Judas no entregó a Cristo, pues, a los romanos, sino al "populacho" de Jerusalén, al que juzgó equivocadamente: estaba desunido, desalentado y carente de liderazgos visibles, dice De Quincey. El de la Cruz jamás los convocó en su defensa. Ni llamó a la revuelta.
En su ficción sobre Iscariote, Borges lleva la lectura del británico al terreno metafísico. Si no era necesario que alguien entregara al predicador –que finalmente no juzgó Roma sino el pueblo–, tampoco es suficiente la lectura que ofrece la tradición que ha colocado a Judas en el lado oscuro de la historia y en el infierno de la eternidad.
"La traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la Redención", aventura el argentino en su cuento.
Escrito en 1944, seis décadas antes de que el Testamento de Judas saliera a la luz (2006), el texto borgiano se adelanta a la revelación de ese documento del siglo III o IV que los exégetas atribuyen a los gnósticos –cristianos de corte platónico que llevaron al extremo la noción de que el cuerpo es la cárcel del alma.
Si, de acuerdo con el escrito anónimo, el mejor amigo de Jesús y su discípulo de mayor confianza lo entregó, fue para llevar a cabo el propósito del Salvador.
"Tú excederás a todos (los apóstoles). Porque sacrificarás al hombre que me reviste", le dice Jesús en el pasaje clave, mas no como premonición –como lo señalan los Evangelios católicos. Judas no traiciona: ejecuta el acuerdo secreto que permitirá liberar del cuerpo al espíritu divino; es Judas el agente que facilita la trascendencia del Verbo en la Tierra pues es él quien conducirá a Cristo a la Cruz.
Borges va más allá al trastocar la visión gnóstica y con ello unir en la divinidad los extremos, siempre contingentes, del bien y del mal: "El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne: Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos". Y con humildad, creyéndose indigno de ser bueno –dice– eligió sus culpas: el abuso de confianza y la delación. "Judas buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino, y que no deben usurparlo los hombres".
En la sombra, habría sido Judas el gran ejecutor del plan de Dios; habría sido él Cordero. El héroe trágico que cumple con su sacrificio los fines del destino: "Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo".
Si para la salvación pudo elegir a cualquiera de los grandes hombres, Dios eligió, dice Borges, a uno ínfimo: Judas. Y desde las profundidades de la oscuridad, el elegido obra en secreto.
En todo caso, el hecho en el que convergen estas visiones literarias es que Judas entregó a Cristo a su destino. Sin Judas no hay cristianismo.