THE ECSTASY OF GOLD
El 5 de junio de 1993, Metallica convocó a una multitud de 60 mil fans del rock en el Milton Keynes Bowl para su primer concierto al aire libre como cabezas de cartel en el Reino Unido. La cita recordaba forzosmente a otras grandes ocasiones, como las dos históricas noches en las que Led Zeppelin actuó en Knebworth House en el verano de 1979. La aparición del cuarteto en ese frondoso estadio en un atardecer encapotado de junio representaba un triunfo particular, la victoria de la determinación y el talento frente a la cesión y la ambigüedad. El grupo había comenzado su viaje no tanto por los caminos menos trillados, sino más bien por una senda que se había abierto él solo. En los nueve años que habían pasado desde la primera actuación de la banda de San Francisco en suelo británico, ante las 400 personas reunidas esa vez en el club Marquee del centro de Londres, Metallica había ido ascendiendo a los escenarios de los mayores recintos del mundo con una ferocidad en sus objetivos muy clara, cuando no declaradamente perversa en ocasiones. Durante mucho tiempo, la banda se había resistido a seguirle el juego acostumbrado a la industria y, a pesar de eso —o, precisamente por eso—, se había ganado a millones de fans.
Con su álbum de debut de 1983, Kill 'Em All, Metallica mostró su candidatura para ser nominada como la banda más rápida y heavy del planeta. Tres años más tarde, con el definitorio Master of Puppets, el grupo de la Bay Area logró vender un millón de copias en todo el mundo sin el apoyo de un single ni de un video promocional, ni de las radios y las televisiones generalistas, y se instituyó como la banda más arrolladora de la década. En 1991, con la salida del álbum homónimo del grupo —conocido universalmente como The Black Album—, un conjunto tan sumamente desafiante e insobornable llegó a alcanzar el estatus de superestrella internacional.
Sin embargo, a pesar de desplazar las placas tectónicas de la música mayoritaria, la banda siguió contando con el respaldo de unos fans que llegaban a superar en fervor el elevado listón de los aficionados al metal moderno. Como reconocimiento a ese seguimiento casi obsesivo, la banda aprovechó su gira veraniega por Europa en 1993 para emitir una afirmación de lo más desvergonzada. El 5 de junio, en el Bowl, los tenderetes del merchandising colgaron destacada una nueva prenda negra, que en su parte trasera exhibía una leyenda que captó la atención de todo el mundo: BIRTH · SCHOOL ·
METALLICA · DEATH.
En la parte delantera de la camiseta podía verse a los cuatro miembros del grupo con sus antebrazos entrecruzados como si fueran las tibias de una bandera pirata.
Resulta muy complicado dar con el nombre de otra banda a la que no le quedara grande el tercer puesto en ese lema, entre el nacimiento, la escuela y la muerte. En esa secuencia sintetizada de la vida en cuatro componentes, el nombre de un grupo de música es lo único opcional. Tal vez los Clash. Es probable que Nirvana. Grateful Dead, cierta. La gran diferencia es que esas bandas pertenecen al pasado, y su reputación está ya teñida y engordada por la nostalgia. Frente a eso, Metallica es una banda de hoy que, además, realizó semejante declaración en tiempo presente y sin resultar ridícula. Porque, por encima de todo, afirmar tal cosa no iba en absoluto en desdoro de sus fans. Tal vez se podía tachar a la banda de categórica, pero nunca de arrogante. Esa afirmación, descarada y vivaz, encajaba muy bien con el espíritu del grupo. Un cuarto de siglo más tarde, los miembros de Metallica podrían emitir la misma sentencia sin salir escaldados. Y esta es la historia de una asociación de personas de lo más extraordinaria.
Un largo y extraño viaje, sin duda. El de una banda que James Hetfield y Lars Ulrich fundaron en 1981 en Los Ángeles, siguiendo la estela de Motörhead, la New Wave of British Heavy Metal (NWOBHM) y el punk rock norteamericano de corte nihilista, y que, tras comenzar como avanzadilla de la balbuciente escena del thrash metal estadounidense —una comunidad underground de fanzines, de intercambios de casetes mal grabados y de los rumores del boca a boca que terminaban a grito pelado—, ha evolucionado a lo largo de casi cuatro décadas hasta conformarse en un ente con dos caras muy distintas. Por un lado, una marca que colma el apetito de las masas en giras veraniegas por grandes estadios, donde por lo general se tocan canciones que tienen más de dos décadas, con un caché que excede el millón de dólares por noche. Pero sería incorrecto concluir que Metallica es hoy una banda exclusivamente dedicada a vivir de las rentas. Porque existe esa otra "cara" del grupo: la de unos músicos empecinados en nadar a contracorriente, cuyo peor terror es acabar como una nulidad en el terreno creativo. Esa es la ansiedad que ha empujado al cuarteto a comportarse en ocasiones con la mayor temeridad, asomándose a los abismos de la incomprensión, como en su totalmente anticomercial asociación con Lou Reed para el álbum Lulu, de 2011.
En ocasiones, la marca Metallica se ha fundido con la banda Metallica. Eso es lo que sucedió el 23 y el 24 de junio de 2012, cuando el grupo organizó la primera edición del Orion Music + More, un festival al dictado de su propio gusto. La ubicación era Bader Field, una pista de aterrizaje abandonada en Atlantic City (Nueva Jersey), y el cartel incluía a bandas tan diversas como Modest Mouse, Arctic Monkeys, Best Coast, Roky Erickson y Fucked Up. La cita también incluía otro tipo de actos, como una muestra de los coches clásicos de James Hetfield y una exposición con objetos de películas de miedo clásicas coleccionados por Kirk Hammett. Además, había programada una charla del periodista musical Brian Lew, uno de los autores de Murder in the Front Row, un fabuloso libro de gran formato que hace la crónica fotográfica de esa escena emergente del thrash metal de la Bay Area donde Metallica vio la luz. Tal era la variedad de actos que abarcaba el festival que Lars Ulrich bromeó al asegurar que, en próximas ediciones del Orion Music + More, habría papel higiénico con las caras de los cuatro miembros de Metallica, con la posibilidad para cada comprador de escoger el rostro al que le tuviera más tirria.
Lars Ulrich se cansó de remarcar en esa ocasión que el Orion no era un festival de metal: "Solo porque lo montamos nosotros le ponen esa etiqueta. Si los organizadores fueran Radiohead, dirían que es guay. Como estamos nosotros detrás, ya no lo es". Como no podía ser de otra manera, Metallica fue la estrella de su propia fiesta. La primera de las dos noches, la banda tocó íntegramente su disco de 1984 Ride the Lightning, un acontecimiento sin precedentes. En la segunda noche, fue The Black Album el que recibió el mismo tratamiento. En ambas ocasiones, la banda cerró como de costumbre con Seek & Destroy, una de las cumbres de su álbum de debut. El 24 de junio, al presentar la canción, James Hetfield se dirigió a la multitud en penumbra delante de él en Bader Field.
«Los focos han estado encima de nosotros toda la noche —dijo—. Ahora queremos que se muevan hasta el quinto miembro de Metallica… Vosotros, porque sois la familia Metallica.»
La creencia de Hetfield acerca de que su banda y su público conforman una auténtica familia a veces roza lo obsesivo, pero es en todo caso intensa y sincera. Por su parte, al otro lado, el sentimiento es recíproco por parte de esas personas que han hecho a unos músicos tan inmensamente ricos como para que el sueño adopte a veces tintes pesadillescos. Pero, eso sí, si bien puede hablarse de vínculos familiares, no puede decirse que sea una relación democrática. La primera responsabilidad de los integrantes de Metallica ha sido siempre buscar su propio contento, y en su caso, simplemente, han tenido la fortuna de deleitar al mismo tiempo a millones de personas.
Este libro es el primero de una biografía de dos tomos. Abarca un periodo que parte de las infancias de James Hetfield y Lars Ulrich hasta llegar a ese momento en el que los Metallica se confirmaron como unos titanes planetarios cuando lanzaron The Black Album. En nuestras incursiones, los autores a veces hemos tenido la sensación de que la «familia» tomaba visos más propios de una organización mafiosa o de una religión. También de la pandilla más guay del mundo. En la búsqueda de la historia hemos intentado trazar de nuevo el camino cubierto por nuestros protagonistas. Para tal propósito hemos viajado a la puerta de la antigua Mansión Metallica, la casa de una planta que James Hetfield y Lars Ulrich compartieron tras mudarse a la Bay Area de San Francisco, y también al edificio donde se ubicaban los Sweet Silence Studios de Copenhague, donde se grabaron Ride the Lightning y Master of Puppets, así como hemos hecho varias paradas en muchos de los escenarios de la última gira mundial de la banda. Combinado con todo esto, contamos con las apreciaciones de los propios miembros de Metallica tras un sinnúmero de entrevistas. Como fans adolescentes del rock, hemos estado en las primeras filas de los conciertos de Metallica en el Reino Unido y Estados Unidos; y como periodistas hemos volado en el jet privado del grupo y hemos accedido a camerinos como los del Cowboys Stadium de Dallas o los del bbc Television Center de la White City londinense.
Los hemos visto actuar con una orquesta en Berlín, y también en la parte trasera de un camión, delante de un auditorio compuesto por dos personas en Estambul. La historia de la banda es asombrosa, una cuyo carburante es la comunidad, la creencia en uno mismo, la persecución de los sueños y el dominio total de un género musical hasta hacerlo propio. El segundo volumen documentará el periplo de una banda hasta un futuro todavía por escribirse, una vez ya certificado su estatus como los Led Zeppelin de su generación. Ninguna banda de rock podrá alcanzar nunca ya tales niveles de éxito.
El juego ha terminado: Metallica ha ganado.