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Aquel 69

El 14 de octubre de 1969, ante un bullicioso Estadio Shea, el romance entre esoterismo y la metafísica dio a luz a una de las más bellas noches del diamante: el Mets era campeón del Mundo.

Siempre hay algo de erótico en la batalla entre el esoterismo y la metafísica. La superficie de este relato camina en medio del diamante, esa resonancia bíblica en la que el número es una serie de letras sin final predecible ni fortuito.

Lo más fascinante que había sucedido en el estadio Shea de Nueva York en la mitad de los años 60 había sido el mítico concierto de los Beatles en la histórica gira por Estados Unidos. El Mets había llegado a las Mayores para llenar el vacío que dejaron el Gigantes y el Dodgers, idos a California en 1957. El cuarteto rompía el orden prosaico de las cosas en Liverpool, con el sencillo acorde de Love me do, cuando el Mets jugaba su primera temporada regular en las Grandes Ligas por el banderín de la Liga Nacional. Desde el Bronx, el Yankees era amo supremo del corazón de la Gran Manzana.

Había un puente entre la grandeza de los Bombarderos y los Baby Boomers de Flushing, en el barrio de Queens: Casey Stangel, el manager que logró cinco Series Mundiales con los Mulos en los 50. Stangel, una de las mentes más asombrosas de la pelota, se ocupó del cargo de timonel de la nueva franquicia, a la que los neoyorquinos llamarían, con cierta simpatía, los amorosos perdedores. Vicente Leñero creyó que el periodismo nunca estaba con los ganadores; veía algo de arrogante y predecible en los campeones. La nota, decía, estaba en los perdedores, la derrota es una suculenta narrativa de la especie. También hay algo de erótico en el fracaso, sobre todo cuando éste se vuelve costumbre y cosmético.

El Mets estaba enamorado de la caída, del abismo. De los 160 juegos de aquel año (1962) solamente ganaron 40 (el peor récord del siglo). El lugar común nacidos para perder tenía significante. Los adorables perdedores eran la otra cara de la medalla del aplastante Yankees, que llegó cinco veces consecutivas al Clásico de Otoño entre 1960 y 64. Ganó dos; perdió tres. En cambio, el Dodgers, ahora de Los Ángeles, del brazo de Sandy Koufax ganó dos gallardetes mundiales en 63 y 65. El Gigantes de San Francisco llegó al Clásico y lo perdió en el 62 ante el Yankees. Parecía, pues, que la fortuna acompañaba a todos los involucrados en la expansión, menos al Mets.

Sucedieron los hechos, el homicidio de los Kennedy, el de Luther King, el comienzo de Vietnam, el 68, el Álbum Blanco, Woodstock, el movimiento jipi y la llegada del hombre a la Luna. Algo sutil se quebró en la cintura del siglo en aquel amoroso 69. "Cielito, cielo que sí, cielito del 69", escribía Benedetti. También sucedió algo esotérico, algo metafísico en el Mets. Stangel dejó el timón. La novena tenía -allí el asombro, el relato- un récord impresentable: 394 victorias y 737 derrotas de por vida. La nota está en la derrota, insiste Leñero.

Gil Hodges, quien había militado en el Mets entre el 62 y 63, se hizo responsable del equipo, que en la temporada del 68 había tenido una marca de 73 ganados y 89 perdidos, nada agradable, por cierto, pero fue su mejor balance en los siete años de existencia. Desde el 67, cuando fue Novato del Año, Tom Seaver, se había convertido en la promesa más sólida del rol de pitcheo del Nueva York. Las posibilidades de creer en el Mets para la campaña del 69 eran, por decirlo de alguna manera, más religiosas que científicas. Los milagros suceden cuando a la ciencia se le escapan los hechos entre los dedos. El deporte es un acto metafísico en el que las respuestas llegan cuando ni siquiera se han formulado las preguntas.

Al final del 69, del amoroso 69, el Mets logró, por fin, una marca ganadora: 100-62. Una de cada cuatro victorias lograda por los lanzamientos de Seaver. Y dos bateadores con .300 de porcentaje de bateo (Cleon Jones, .340, y Art Shamski .300). Dueños del gallardete, los muchachos de Hodge se enfrentaron al Bravos de Atlanta por el banderín de la Nacional. Todos los pronósticos apuntaban a una barrida del Atlanta, que comandaba en el bat el increíble Hank Aaron. Fue al revés. El Mets pasó ileso.

En el Clásico de Otoño, los ya llamados Milagrosos Mets se enfrentarían al Baltimore Earl Weaver, que llegó con barrida sobre Minnesota, y un récord de 109-53 en campaña regular. Todo erotismo requiere de esfuerzo, de novela, de exigencias extras. En el duelo inaugural, jugado el 11 de octubre en el Memorial Stadium de Baltimore, el Orioles venció 4-1 al Mets, por el que abrió Seaver. Parecía que los amados perdedores volverían a su espejo diario de los años anteriores. Al día siguiente emparejaron la Serie. El 14 de octubre, ante un bullicioso Estadio Shea, tanto como en aquella tarde de beatlemanía, Nolan Rayan salvó la victoria de 5-0. El 16, Jerry Koosman, se apuntó la segunda victoria de la serie y se produjo el milagroso erotismo de la victoria: el romance entre esoterismo y la metafísica dieron a luz a una de las más bellas noches del diamante: el Mets era campeón del Mundo. Fue en la parte final de un inolvidable 69.

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