Hace dos semanas participé en un ritual que casi medio millón de otros neoyorquinos ya habían experimentado. Me dirigí al cavernoso centro de convenciones Javits de Manhattan, con los documentos de identidad en la mano, donde soldados estadounidenses me orientaron para que me pusiera en una cola. Junto con cientos de personas más, seguí caminos codificados por colores a través del auditorio con aspecto de catedral hasta las mesas atendidas por enfermeras (y más soldados), que me inyectaron en el brazo una vacuna de BioNTech/Pfizer, y después me dieron una calcomanía, una botella de agua y una tarjeta de vacunación.
Apenas 45 minutos después, los soldados me sacaron a la acera con mi cohorte recién vacunada. Algunos se abrazaban de alegría, otros se tomaban selfies y la mayoría pedía en sus teléfonos móviles algún transporte para regresar a casa.
“¿Cómo te sientes?”, me preguntó una amiga por mensaje de texto cuando le conté que había salido de este rito de iniciación. Mi respuesta fue inesperadamente mixta. En primer lugar, me invadió un nivel de euforia que no había previsto: tras meses de ansiedad corrosiva y disimulada, quería gritar de alegría.
Sin embargo, también me invadió un sentimiento de culpa. El estado de Nueva York está distribuyendo vacunas gratuitas a cualquier persona mayor de 16 años que tenga la tenacidad (y las habilidades digitales) para reservar una cita en el deficiente sitio web público. Hasta el momento se han aplicado más de cinco millones de inyecciones en varios centros.
Mi hija estuvo conmigo en el Javits Center, y recibió su propia vacuna. Sin embargo, ella, al igual que yo, tenía emociones encontradas. “¿Por qué yo puedo vacunarme cuando otros que lo necesitan no pueden?”, preguntó. Sabe que en muchas otras regiones de EU apenas se administra la vacuna, ni siquiera a los más vulnerables.
Pero una tercera emoción −igualmente inesperada− también nos invadió: un nuevo aprecio por la idea de una identidad cívica compartida. Durante el año pasado, Covid-19 no solo ha expuesto cruelmente las divisiones sociales; nos ha atrapado en nuestros hogares y tribus sociales. Sin embargo, con la vacuna, todos somos iguales cuando la aguja nos pincha la piel: necesitamos la misma dosis, administrada de la misma forma.
Aunque en la cola del Javits había neoyorquinos privilegiados como yo, también había una sección transversal de edades, etnias y discapacidades, como una pareja de sordos que estaba cerca y que utilizaba un iPad para comunicarse con los soldados. Fue un ejercicio de humildad e inspiración; esperemos que podamos conservar ese recuerdo en el mundo posterior a la pandemia.
También sería bueno recordar algo más: que la burocracia gubernamental a veces puede ser una fuerza positiva. Esta idea ha sido rechazada en EU desde la presidencia de Ronald Reagan, pero especialmente en la era de Trump, cuando agitadores como Steve Bannon intentaron aplastar lo que llamó el “estado administrativo”.
Quizás la inoculación masiva marcará el momento en que el Estado empiece a ser visto no solo como un problema, sino también como una solución. De ser así, el momento es fortuito, dados los enormes planes de infraestructura de la administración Biden. Y lo sorprendente de estas ambiciones no son solo las enormes sumas de dinero que implican, sino que vuelven a situar al gobierno en un papel central en la ciencia, la tecnología y mucho más.
En enero, por ejemplo, Biden le escribió una carta a su nuevo asesor científico de la Casa Blanca en la que citó el espíritu que impulsó las iniciativas encabezadas por el gobierno durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt en la década de 1930. Esto sugiere que Biden apunta nada menos que a un segundo “New Deal”.
Por supuesto, esto podría no funcionar; y algunos observadores se muestran incómodos con algunos aspectos del programa de Biden.
Hubo una última emoción que me invadió en los escalones fuera del centro: un nuevo optimismo en la tesis de los “felices años veinte” que los economistas siguen utilizando para describir una posible recuperación económica. Al principio me sentí bastante escéptica ante esta idea. Pero cuando se apoderó de mí la euforia tras la vacuna, de repente tuve un presentimiento de los espíritus animales que podrían estar a punto de emerger.
No es porque crea que las vacunas por sí solas nos liberarán: las oficinas cerradas, las máscaras y el distanciamiento social estarán aquí durante meses mientras el virus muta. Tampoco espero que Nueva York recupere su antigua vitalidad a corto plazo; enfrenta un agujero fiscal agobiante porque muchos contribuyentes ricos han huido y la pandemia ha exacerbado las desigualdades.
Sin embargo, dado que actualmente más de 10 mil neoyorquinos están visitando el Javits Center cada día, con miles más vacunados en lugares más pequeños, no debería sorprender que muchos de los restaurantes que sobrevivieron a la pandemia tengan ahora muchas reservaciones, que los amigos con ingresos disponibles estén planeando vacaciones, que las cenas (más pequeñas) se estén celebrando nuevamente y que todo el mundo esté discutiendo los eventos culturales que se avecinan.
Cuando llamé a un Uber para que me llevara a casa después de mi inyección, vi que la tarifa se había duplicado. “¡Caramba!” pensé, retrocediendo. Hacía un año que no veía un aumento de precios semejante. Pero luego pagué felizmente: los conductores de Uber necesitan toda la ayuda posible después de los últimos 12 meses. Y en 2021, incluso el aumento de precios parece una señal primaveral de esperanza.