"Shopping Recife", un centro comercial en la sofocante zona noreste de Brasil, es una de las señales más claras de cuánto ha cambiado América Latina durante la década pasada –y cuánto aún permanece igual.
Con más de 450 tiendas, 10 pantallas de cine y 19 restaurantes, sus atrios con aire acondicionado estaban repletos de clientes durante un día de semana reciente, algunos llevando al límite sus tarjetas de crédito, otros resistiéndose a las múltiples ofertas de tarjetas que les llegaban por doquier.
"Es tan fácil obtener una tarjeta de crédito hoy en día", exclama Patrícia Ribeiro, una profesora de 39 años. "Pero tres tarjetas son suficientes para mí. Todavía tengo que pagar la renta".
Ribeiro es una típica representante de la clase media emergente latinoamericana. Durante la década pasada, más de 35 millones de brasileños, y alrededor de 20 millones de latinoamericanos de otros países, han subido la escala social, han salido de la pobreza y se han convertido en consumidores.
El problema de la región es que esta expansión de la clase media, tradicionalmente un pilar de estabilidad política, ha fomentado en América Latina un aumento de protestas sociales, como muestran las protestas callejeras desde Brasil hasta Chile y Colombia.
"La creación de la nueva clase media latinoamericana ha generado una revolución de expectativas", dice Santiago Levy, economista del Banco Interamericano de Desarrollo. "Pero la capacidad de los países para continuar cumpliendo con estas expectativas tal vez esté agotada. Es un juego político muy diferente".
Gracias a dos décadas de estabilidad macroeconómica, y a una década de crecimiento de empleos y aumentos salariales impulsados por el auge de los precios de los productos básicos, Brasil, al igual que una buena parte de la región, se ha visto en una vorágine de consumo, en su mayor parte impulsada por el fácil acceso a los créditos.
Sin embargo, ahora el modelo ha llegado al límite. El crédito en Brasil se ha duplicado durante la pasada década hasta el 56 por ciento del producto interno bruto, un salto irrepetible.
No ha sido casualidad que la economía empezara a desacelerarse en 2011 en el momento exacto en que los pagos del servicio de deuda alcanzaron un máximo de 23 por ciento del ingreso familiar, muy cercano a los costos del servicio de deuda estadounidense antes del derrumbe del mercado inmobiliario de 2008.
El gobierno, para quien los créditos al consumo habían sido una especie de piedra filosofal, está luchando para cumplir con las expectativas generadas durante los años de auge.
Esto sucede especialmente cuando se trata de saciar el apetito de bienes de consumo, particularmente de la explosión demográfica de jóvenes que recientemente ingresaron a la fuerza laboral.
"Hay problemas para comprender lo que quieren los jóvenes", dice Marcelo Neri, presidente de IPEA, un grupo de estudio. "A veces ni los mismos jóvenes lo saben, los padres menos aún, y el gobierno menos todavía".
Es una situación que se repite en todo el continente. En Chile, tradicionalmente la economía mejor administrada de América Latina, Michelle Bachelet ha sido reelecta como presidenta debido a su plataforma de una educación universitaria gratis, pagada con mayores impuestos corporativos, a partir de las protestas estudiantiles por las altas deudas a las que se enfrentan al graduarse. Aunque fue una decisión bien acogida socialmente, el alza de los impuestos ha afectado la inversión, por lo que la economía chilena, centrada en el cobre, se está desacelerando.
Después vinieron las protestas brasileñas del año pasado, cuando un millón de personas salieron a las calles a protestar por la corrupción y los deficientes servicios públicos, mientras que el gobierno gastaba profusamente en estadios de futbol para la Copa Mundial.
"Hay malestar", afirma Lena Lavinas, profesora de economía en la Universidad Federal de Río de Janeiro. "Los salarios y el consumo han aumentado, pero los servicios públicos –transporte, salud, educación – siguen siendo terribles. La gente no tiene acceso a lo que se necesita para participar en la nueva economía".
No es sólo la nueva clase media la que se siente frustrada. De forma creciente, la "antigua" clase media brasileña, formada en los años 1960 y que aspira a los estándares de la clase media estadounidense, se siente amenazada por la nueva clase media brasileña que escucha "funk ostentação" (funk ostentoso), en lugar del bossa nova favorito de sus padres.
La ansiedad llegó a un punto crítico este año con un fenómeno llamado "rolezinhos": reuniones "flashmob" en plazas comerciales, organizadas a través de las redes sociales y que a veces reúnen a miles de personas, usualmente provenientes de los barrios bajos, vestidas de manera llamativa, con cadenas de oro y ropa deportiva.
"Los 'rolezinhos' son una especie de sesión de improvisación pública de la nueva clase media, que quiere ocupar su lugar en la sociedad", explica Neri. "Es muy diferente a la antigua clase media, que teme que sus espacios tradicionales se estén congestionando".
Los profundos cambios estructurales provocados por este proceso han convertido a la nueva clase media brasileña en un "problema estratégico para los gobiernos", afirma Antônio Sampaio, analista investigador de América Latina en el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres.
Esto es evidente especialmente cuando se toma en cuenta su sostenibilidad económica conforme se desvanece el exceso mundial de dinero barato y el crecimiento de los mercados emergentes se desacelera.
Información publicada por el Financial Times esta semana revela hasta qué punto una clase del "medio frágil" en países como Brasil está en peligro de sumirse nuevamente en la pobreza dado el caso de una desaceleración económica.
"Es el bajo incremento de la productividad el que podría volver vulnerable a la clase media", considera Levy. "No se pueden tener aumentos sostenidos en los salarios reales sin aumentos sostenidos de productividad."
Éste es un reto clave para Brasil, donde los salarios reales promedio han crecido 30 por ciento desde 2003, pero la productividad se ha estancado en su gran mayoría.
La consiguiente caída de la competitividad ha provocado que Brasil haya sido desfavorecido por los inversionistas. Sin embargo, muchos brasileños se sienten optimistas. Aunque la economía está débil, el ingreso real está aumentando y el desempleo se encuentra en un mínimo histórico. Éstos son los mayores activos políticos que disfruta Dilma Rousseff, la presidenta, quien busca reelegirse en octubre. ¿Pero durante cuánto tiempo puede esto continuar así?
"Los latinoamericanos suelen ser optimistas," indica Neri. "El optimismo es bueno... pero también representa grandes expectativas –y una tendencia a la desilusión".
Financial Times