Argentina está pasando de una etapa de fácil prosperidad bajo la presidenta Cristina Fernández a una de más penurias sin ella. Desde el año 2004, el país ha disfrutado de un ciclo virtuoso de crecimiento económico y progreso social. La "década victoriosa", como a Fernández le gusta llamarla, se debe en gran medida al impago de la deuda soberana (lo cual sigue sin resolverse) y a un afortunado auge del precio de los productos básicos (el cual se ha colapsado). Cómo lidiar con la venidera depresión, el legado del impago del año 2002, y el elevado populismo que Fernández deja atrás son los principales desafíos que enfrenta quien resulte victorioso en las elecciones presidenciales del domingo. (La Sra. Fernández no puede postularse por tercera ocasión). La lección universal es que el ajuste que Argentina necesita hacer es mejor que se haga rápidamente; las demoras solamente incrementan los costos, especialmente para los pobres.
Dos candidatos dominan el terreno. Ambos han hecho énfasis, aunque en términos deliberadamente vagos, en la necesidad de enfrentar los crecientes problemas económicos. Éstos incluyen restricciones monetarias y una inflación del 20 por ciento, así como la necesidad de llegar a un acuerdo con los acreedores "holdout". Estos fondos de cobertura con sede en Nueva York se han envuelto en la teología del derecho contractual y han ganado un fallo técnico que le prohíbe legalmente a Argentina acceder a los mercados internacionales de capital, en el momento en que el país necesita más apoyo financiero externo.
El primero en la campaña es Daniel Scioli, el "candidato de la continuidad", quien ha basado su campaña en un programa de cambio gradual. Como estrella del gobernante partido Peronista, también cuenta con la bendición de Fernández. Eso hace de su posición una semejante a la de Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, quien llegó al poder en 2010 después de ser ungida por su predecesor (Luíz Inácio da Silva). Al igual que Rousseff, el mayor atractivo de Scioli es la "gobernabilidad": la noción de que, como peronista, él puede manejar mejor al congreso. Sin embargo, ésa es también la principal desventaja de Scioli, al igual que la Sra. Rousseff en el vecino Brasil. Hoy día su Partido de los Trabajadores está bloqueando las medidas económicas que el país necesita para enfrentar la caída de los precios de los productos básicos.
Muy cerca detrás se encuentra Maurico Macri, el "candidato del cambio". El alcalde de centro-derecha de Buenos Aires ha basado su campaña en una plataforma más cercana a la terapia de choque, y su mayor atractivo, no siendo peronista, es la "credibilidad". Pero éste es también su mayor desventaja: como intruso, Macri puede tener menos posibilidades de aprobar reformas. Otra vez, Brasil sirve como espejo: La posición de Macri es similar a la de Aécio Neves, el candidato de centro-derecha quien perdió las elecciones brasileñas de 2014 en parte porque su mensaje de reformas económicas distanció a los votantes.
Scioli puede ganar suficientes votos el domingo como para ganar categóricamente, en lugar de enfrentar una segunda vuelta electoral en noviembre. Pero para cualquiera que sea presidente, la necesidad de cambio es imperiosa. El gasto público se ha duplicado en sólo cinco años hasta el 40 por ciento de la producción. Aunque eso puede ser muy progresista, Argentina ya no puede permitirse semejante populismo derrochador, como lo evidencia su creciente y flotante déficit fiscal.
La acción económica decisiva puede ser políticamente dolorosa. Sin embargo, es el mejor camino. Aceleraría las inversiones y la concesión de préstamos hacia la economía argentina que sufre de bajas inversiones y bajo apalancamiento.
Fortalecería la posición de Buenos Aires en las negociaciones con los acreedores "holdout". También implicaría que Argentina tendría una mejor oportunidad de evitar el destino de Brasil, donde el gobierno asolado por los escándalos ha llevado el país a una profunda recesión y ha presenciado cómo su propio mito de la "década victoriosa" se ha vuelto cenizas. Argentina aún puede evitar el condenatorio juicio histórico, algo que todos los peronistas, incluso la heterodoxa Fernández, seguramente preferirían evitar.
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