La semana pasada, en un evento social para banqueros principales, me hallé en un círculo de seis hombres hablando de trivialidades. Al mirar al grupo, noté que cinco tenían vasos de agua con gas, mientras que sólo uno se había unido a mí en aceptar una copa de champán ofrecido por un camarero vestido de levita.
Cometí el error de comentar sobre la abstinencia del grupo, lo cual resultó en una inconexa conversación sobre el enero seco de todo el mundo. Después de un rato, el hombre con la copa de champán declaró que él había dejado algo mucho más difícil que el alcohol.
Su resolución era abstenerse del trabajo excesivo, no sólo por 31 días, sino por el resto de su vida. Estaba harto de las reuniones inútiles y de enviar correos electrónicos a las 11 de la noche.
Durante las últimas tres semanas había logrado lo mismo que antes pero en general había trabajado no más de siete horas al día… y había pasado el resto del tiempo divirtiéndose.
Aquí no hay nada extraordinario. Tiene perfecto sentido. El trabajo se expande para llenar el tiempo disponible, y todo eso. Y él es lo suficientemente importante para dictar su propio horario.
La razón por la que me gusta tanto esta historia es que podría ser el motivo que yo esperaba. Por las últimas dos décadas los profesionales pagados en exceso han estado atascados en un eterno invierno de trabajar a todas horas, y considerándolo no sólo normal sino impresionante.
Sin embargo, aquí estaba alguien en la cima de una competitiva industria de trabajo excesivo tratando de lucirse en frente de sus compañeros diciendo no lo mucho que trabajaba sino lo poco.
Es posible que esto sea el principio de algo grande. Bertrand Russell y John Maynard Keynes ambos pronosticaron esto en la década de 1930. Ha tomado mucho tiempo en llegar pero quizás por fin está sucediendo.
El año anterior, pasé un par de meses produciendo un documental radial sobre el trabajo excesivo. Salí a entrevistar a personas que escogen trabajar todo el tiempo y expertos que han estudiado el fenómeno.
Lo que descubrí fue más o menos lo que esperaba: que los profesionales trabajan largas horas por cuatro razones.
Algunos lo hacen por competitividad o por estar a la par con sus colegas. Algunos lo hacen porque son ineficientes y pasan tanto tiempo en el trabajo en distracciones cibernéticas que tienen que quedarse tarde para terminar su tarea. Unos pocos lo hacen porque les gusta la emoción que provoca el trabajo; puede ser mucho más fácil y más gratificante que la vida real. Pero casi todos lo hacen por lo menos en parte por el prestigio que lo acompaña. Somos lo que hacemos. Y mientras más hacemos, más somos.
Algo que no esperaba, sin embargo, surgió de una entrevista con la autora Margaret Heffernan. Ella me dijo que en los círculos ejecutivos de la élite en EU las cosas están comenzando a cambiar. Al igual que es vulgar jactarse de cuánto uno consume, se está volviendo vulgar jactarse de cuántas horas uno trabaja.
Existe una vanguardia, alegó ella, que está comenzando a hacer el tipo de alarde que hacía mi banquero. Horas cortas equivalen a prestigio alto.
En el momento me gustó su teoría pero no veía indicios de que fuera verdad. En vez lo que veía era a los amigos de mis hijos que comenzaban carreras en consultoría y la ley. No sólo parecían trabajar más largas horas que nunca, miraban con desprecio a cualquiera que dejara el trabajo a las 6 p.m. Pero ahora me pregunto si Heffernan no tendría razón.
Yo misma he completado una prueba interesante examinando los perfiles de ejecutivos y abogados en un sitio web de citas. A cada uno se le preguntó cuántas horas trabajaban por semanas. No pude encontrar ni uno que admitiera trabajar más de 40 horas.
Mientras hablaba, estudié las caras de los bebedores de agua a quienes se dirigía. Uno bufó y dijo: "Buena suerte con eso", pero los otros cuatro lo miraron con lo que parecía resentimiento mezclado con pura envidia. En otras palabras, su alarde funcionó magníficamente.
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