No hay nada sorprendente en la admiración de Donald Trump por Vladimir Putin. El aspirante a presidente de EU y el líder de Rusia comparten una inclinación autoritaria. Ambos desdeñan los compromisos multilaterales y favorecen la política del poder. Por encima de todo, ellos son transaccionales. Los acuerdos han de moldearse según las estrechas definiciones dictadas por el interés nacional, sin restricciones impuestas por las reglas internacionales o por los valores compartidos.
Putin quiere borrar la humillación de la caída de la Unión Soviética. Trump promete "restaurar la grandeza de EU". La razón de la mala relación personal del líder ruso con Barack Obama es la hiriente negativa del presidente de EU de participar en la fantasía de la paridad de superpotencias. Tal vez Trump tiene una mejor comprensión de la sicología rusa. Él nunca deja de alabar a Putin como un líder fuerte y decisivo.
El aspirante del partido republicano a la Casa Blanca no está solo en sus intentos de mejorar las relaciones con el Kremlin. Los populistas en toda Europa — el Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, el Partido de la Independencia de Nigel Farage en el Reino Unido, y los partidos fascistas Jobbik en Hungría y Amanecer Dorado en Grecia — le han 'demostrado su respeto' a Moscú. El Sr. Putin también cuenta con simpatizantes de la izquierda. Jeremy Corbyn, el líder del Partido Laborista del Reino Unido, se siente más cómodo denunciando el "imperialismo" estadounidense que desafiando el revanchismo ruso.
Hasta hace poco, la clase dirigente de la política exterior se estaba silenciosamente preparando para una presidencia de Hillary Clinton. La candidatura de Trump era una pesadilla de la que seguramente se despertaría al día siguiente de las elecciones estadounidenses. Ese estado de ánimo ha cambiado. A medida que los resultados de las encuestas se han vueltos más cerrados, los republicanos y los demócratas han comenzado a imaginarse a Trump como comandante en jefe. Un sombrío chiste entre los generales estadounidenses — que quitarían las placas de circuitos antes de entregarle a Trump los llamados códigos de lanzamiento nuclear — ya no parece tan gracioso.
Los temores son que los partidarios "tímidos" de Trump puedan no estar apareciendo en las encuestas; que la antipatía hacia la Sra. Clinton ocasione que los centristas se quedan en casa en vez de salir a votar; y que la decisión de los votantes blancos de clase obrera de 'castigar' a las élites pudiera superar a la coalición ganadora del Sr. Obama compuesta de blancos educados, hispanos y afroamericanos. Ante la convincente evidencia de las mentiras, la misoginia y el racismo de Trump, innumerables personas responden que "él realmente no quiere decir esas cosas".
La realidad para la mayor parte del resto del mundo es que EU es el único país que importa en casi todas partes. Ya no es la superpotencia de la década de 1990 y ha perdido el deseo de rehacer el mundo, pero la capacidad de un presidente extremadamente susceptible e impulsivo de sembrar el caos es escalofriante.
Algunos en Washington están tratando de convencerse de que los pesos y contrapesos dentro del sistema controlarían a Trump. A juzgar por mis conversaciones esta semana, no están teniendo éxito en convencerse.
Si ha de creerse en las encuestas, Trump le ha arrebatado el impulso a Clinton en la carrera presidencial. Esto no quiere decir que vaya a ganar el 8 de noviembre. La estructura del colegio electoral le brinda solamente una estrecha posibilidad de llegar a la Casa Blanca. Y habrá tres debates televisados en el futuro cercano. Pero lo impensable se ha convertido en lo posible. Deberíamos estar más que preocupados. Ni EEUU ni el mundo puede permitirse un bandazo hacia el aislamiento de Trump.
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