En los velorios, y en las frías mañanas, las almas en pena encuentran un poco de consuelo en una taza de café de olla con su sabor a canela, piloncillo, a veces clavo, cardamomo, panela, piel de naranja o limón y el inconfundible toque del barro que se impregna en la bebida.
Hay muchas historias sobre cómo nace esta preparación adaptada en México, pero para que la magia sucediera, primero debieron llegar dos elementos fundamentales: los granos de café y las especias.
La llegada de nuevos ingredientes
En Historia Gastronómica de la Ciudad de México, el cronista Salvador Novo explica que a principios del siglo XVIII el café era un producto de importación en el Nuevo Mundo.
Tocó puerto primero en Haití, donde hay registros de su cultivo en 1715 y en México se le puede seguir el rastro hasta 1790, aunque su consumo no era muy común para estos paladares virreinales locos por el chocolate y amantes del atole.
Las primeras tazas cafetaleras comenzaron a conquistar a los habitantes de la Nueva España hasta que se unieron a la leche, lo cual ocurrió a finales del siglo XVIII, cuando se abrió en la calle de Tacuba el primer café, en el que, según cuenta Novo, los camareros se paraban en las puertas para invitar a los transeúntes a pasar a tomar café “a estilo de Francia” (endulzado y con leche).
“Cuando Humboldt nos visita en 1803, observa en su Ensayo que el uso de esta bebida es tan raro en México, que todo el país no consume arriba de 400 a 500 quintales”, escribe el cronista.
A la par, con las importaciones llegaron las especias en los gustos de los españoles, quienes tenían una marcada influencia de los sabores de Medio Oriente por las ocupaciones árabes en su territorio.
Asimismo, con el cultivo de la caña de azúcar en estas tierras comenzó la producción de uno de sus derivados, el piloncillo, el cual se metió a las cocinas y comenzó a sustituir a la miel que antiguamente usaban las personas de pueblos originarios. Se volvió un ingrediente más en atoles, bebidas de cacao y mucho después, en el café.
Estos serían los ingredientes que darían forma al café de olla.
Bebida de las calles: la historia no contada del café
Ya en los años 1800, proliferaron cada vez más cafés, muchos de ellos fueron espacios de conspiraciones independentistas.
En la conferencia “El café: repaso histórico de un hábito infame”, la investigadora Victoria Aupart explicó que destacaron por ser los primeros lugares “democráticos” en México, a donde se podía asistir sin invitación, a diferencia de las tertulias.
Había de muchos tipos, algunos cafés eran anunciados y otros eran clandestinos, pero a la par de la historia de los establecimientos, con el tiempo comenzó a popularizarse esta bebida en las calles, de la mano de las mujeres que ponían un fogón a medio paso con sus ollas de barro.
Una versión señala que el café de olla se originó entre 1910 y 1917 durante la Revolución Mexicana, cuando las “Adelitas” preparaban esta mezcla de café, canela y piloncillo.
Sin embargo, como sucede con todas las creaciones gastronómicas, es casi imposible ponerle un rostro a su autor o autora, al final son el resultado de la creatividad que se cocina sobre los fogones, con la mezcla y sustitución de ingredientes, según las necesidades y lo que se tiene al alcance.
Ya a mediados del siglo XX, la investigadora Sandra Aguilar Rodríguez describe que el café estaba presente en la mayoría de los hogares y era consumido mañana y noche:
“La mayoría de las mujeres preparaban café de olla, es decir, hervido con canela y azúcar morena. Las cafeteras solamente se utilizaban en los hogares de clase media y alta”.
Hoy, muchas cocinas lo han sustituido por el soluble, aunque su sabor único sigue presente en las más tradicionales.