Monterrey

Ana Aguilera-Luque: “Evidence-Based Management”: la decisión basada en hechos contrastados

El ámbito de la salud, entre otros, hace décadas que adoptó el paradigma de la Decisión Basada en la Mejor Evidencia.

Si su médico le prescribiese una droga no homologada ¿la tomaría sabiendo que se desconocen sus efectos? Esa situación, que parece bastante improbable en una consulta médica, ocurre a diario en el mundo de la empresa. La gerencia actúa guiada por su intuición cuando no tiene en qué apoyarse, cuando no tiene acceso a evidencias probadas que respalden sus decisiones.

Podemos pensar que ambos casos no son comparables, ya que la medicina trabaja con vidas ¿Acaso un/a gerente no? Una empresa es también un conjunto de personas cuyas vidas están influenciadas por su funcionamiento, es decir, por las decisiones que se toman al gestionarla.

La ciencia sabe que la intuición es muy importante y que la racionalidad perfecta es una utopía de siglos pasados. Ahora bien, pasar de ser conscientes de nuestra racionalidad limitada a esperar corazonadas para pilotar la empresa es, cuanto menos, imprudente. La Psicología nos ha mostrado que la intuición no es un don, sino una forma de pensamiento que se entrena con la práctica. Para desarrollar una buena intuición empresarial se necesita experiencia y conocimiento validado que nos ayude a discriminar lo que funciona de lo que no.

El ámbito de la salud, entre otros, hace décadas que adoptó el paradigma de la Decisión Basada en la Mejor Evidencia. Es decir, ciencia y práctica aúnan esfuerzos para encontrar las mejores evidencias que certifiquen la efectividad de una cierta intervención. Gracias a la cooperación constante, se promueve un desarrollo más efectivo y rápido del conocimiento, se facilita las decisiones de los profesionales y se reduce el riesgo de los pacientes. El profesional puede consultar si un cierto tratamiento goza de suficiente evidencia científica, lo que le ayuda a decidir más fácilmente qué prescribir o aplicar.

Para ilustrar lo que ocurre en la Salud, las noticias relativas al COVID-19 nos muestran cómo los científicos y los practicantes trabajan conjuntamente y comparten sus hallazgos para frenar, paliar los efectos y, finalmente, resolver la pandemia en el menor tiempo posible. Estamos siendo testigos directos de cómo se comparte conocimiento para lograr el bienestar común.

El ámbito empresarial, en cambio, sigue bastante ajeno al paradigma de la Gestión Basada en la Evidencia (Evidence-Based Management: EBMa) aunque las funciones gerenciales adopten, continuamente, decisiones que afectan a toda la organización. Un cambio en la estructura, una mejora del clima organizacional, un incentivo a la productividad o un nuevo procedimiento de producción, todo afecta al conjunto. Todo incide en los recursos e impacta en el bienestar de las partes interesadas.

Se afirma que en las empresas el porcentaje de personas que deciden basándose en estudios fiables es ínfimo. Tampoco es tan fácil acceder a esos estudios. Algunos autores sostienen que si los médicos practicaran la medicina como se gestionan las empresas, habría muchos enfermos y muertos innecesarios y la mayoría de los médicos estaría procesada por mala praxis. Esta falta de decisiones informadas no es simplemente debilidad gerencial. A mi entender, la academia, como productora de gran parte del conocimiento que necesitan las empresas, también debe hacer autocrítica.

La ciencia emplea un lenguaje no siempre comprensible para todo el mundo, lo que dificulta divulgar los resultados de forma aplicable. Debemos hablar como habla la gente que necesita respuestas. Esa gente que puede, y debería poder, dar una aplicación práctica a los resultados científicos. Además, gran parte del conocimiento es elitista y no permea a la sociedad. En este sentido, es necesario abrir más la producción científica a la ciudadanía, hacer universal el conocimiento fomentando el movimiento Open Science.

Por otra parte, los procesos de comunicación/información entre la ciencia y la práctica son poco fluidos. Se requiere una cooperación mayor entre empresa y academia que facilite esos procesos de intercambio de información, desde la identificación de necesidades hasta la emisión, aplicación de resultados y retroalimentación de los efectos observados.

A todo ello, se suma que la producción científica ha crecido exponencialmente en los últimos años. Este volumen de información hace imperativo realizar estudios de síntesis (p.ej. metaanálisis) que faciliten índices concretos y aplicables. Si un directivo no tiene tiempo para leer 40 estudios sobre una cierta intervención, en la academia debemos ser capaces de ofrecerle una síntesis útil de esa producción para que pueda decidir eficientemente.

Puede que el reto de aportar buenas evidencias a la empresa sea mayor que el que asumió la medicina años atrás, pero estoy convencida de que no es imposible. Ciencia, tecnología y práctica deben ir de la mano para dar respuestas concretas y, con ello, mejorar la efectividad de las organizaciones y la calidad de vida de quienes las conforman.

La autora es Profesora del Centro de Innovación y Emprendimiento, Doctora en dirección de empresas, ingeniera industrial y psicóloga. Profesora-investigadora visitante del Área de Negocios y Emprendimiento del Tecnológico de Monterrey. Consultora y divulgadora sobre desarrollo organizacional y personal.

COLUMNAS ANTERIORES

Víctor Romero: Reflexiones 2024
Dulcinea Martínez: Hablemos de talento y cultura en los negocios

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.