Dado el debate que suscitó la primera entrega de la serie sobre falsas soluciones, parto ahora de una breve definición: según el “mapa de falsas soluciones” de la Plataforma Latinoamericana por la Justicia Climática, se enumeran una serie de características: resultan engañosas, tienes falencias técnicas y ofrece supuestas innovaciones tecnológicas que finalmente no atienden la raíz del problema, sino que terminan fomentando las causas del mismo, consolida el sistema de sobreconsumo, mantiene la matriz de combustibles fósiles, promueve la depredación natural y deja intacto el acaparamiento de la riqueza. Además, promueven dispositivos elitistas y desincentiva la participación, la transparencia y la democracia.
Una de las grandes denuncias es que, además de su alta inutilidad para detener los agravios al entorno natural, incrementan el daño al planeta y hacen un doble juego entre: 1) demorar la adopción de medidas realmente efectivas y 2) invisibilizar los esfuerzos de pueblos, comunidades y organizaciones que están luchando por construir realidades de sustentabilidad profunda y dignidad para todas y todos.
Hoy en día, las falsas soluciones están claramente detectadas: la “economía verde” (y de otros colores), “economía circular”, “compensaciones de carbono”, “combustibles sintéticos” y “soluciones basadas en la naturaleza”. En esta ocasión me abocaré a la primera.
La economía verde se instala como paradigma en 2006, a partir de la presentación del Informe de Stern, en el que se señaló que era necesario internalizar los costes de la destrucción del medio ambiente.
También, promovió la construcción de cuentas nacionales sobre el “capital natural” y, con ello, fue el momento nodal de institucionalizar a la naturaleza como una mercancía capaz de ser comerciada.
En otras palabras, pasó de ser el hogar de millones de especies, de ser nuestro sustento y hasta de ser el área sagrada para muchas culturas para pasar a ser solamente algo que se puede comprar; negó así, todo lo mencionado.
A partir de ello, los grandes corporativos trasnacionales han sido capaces de ponerle precio al bosque, las selvas, ríos, lagos, montañas, etc., y, con ello, decidir si es más rentable dejarlos o destruirlos.
En consecuencia, se establecieron mecanismos como “servicios medioambientales”, “descarbonización” y “cero neto” (net zero), y se instalaron como mandatos en el lenguaje de la gobernanza mundial climática.
Sin embargo, los datos desde 2006 hasta hoy demuestran que no ayuda a la mitigación, en realidad, las emisiones de efecto invernadero han ido en aumento (exceptuando en la pandemia).
La economía verde y sus derivados -como los servicios medioambientales- generaron mecanismos como los bonos de carbono. Estos se convirtieron en una justificación para continuar contaminando y crearon un mercado altamente lucrativo con base en la especulación de territorios específicos en América Latina, Asia y África, poniendo en vilo, a su vez, la vida de millones de personas.
Aquí radica el núcleo de la falsa solución: nunca se estableció como un mecanismo para luchar contra el cambio climático o para detener la destrucción del medio ambiente. Los actores que pueden recurrir a los mecanismos de la economía verde son los Estados y las grandes empresas trasnacionales.
Ahora, las industrias más contaminantes, como las cementeras, las petroleras o las mineras, son las que asumen y claman por “la descarbonización” y el “net zero”, al mismo tiempo que destruyen territorios y especulan sobre otros. Los organismos internacionales y los países que asumen las agendas de la economía verde, al emitir sus normativas, se vuelven garantes del fenómeno anterior.
Para poder salir del discurso hegemónico de la economía verde, es necesario, en primer lugar y de forma fundamental, romper con la lógica de mercantilización del entorno; en ese sentido, desterrar todas las nociones de economía ambiental e integrar las formas diversas de relacionarnos con la naturaleza.
Y, por otro, estar atentos a conocer las nuevas formas de expresión, por ejemplo, hoy en día grandes empresas tecnológicas están ofreciendo herramientas de criptomonedas y de Inteligencia Artificial en reservas naturales de países alrededor del mundo para su protección y conservación, sin embargo, con ello son capaces de recoger una masividad de datos mediante imágenes satelitales, audios y videos que se vuelven “activos digitales”, los cuales son funcionales para sensores, radares y equipos que se instalan en esos terrenos. ¿A quiénes se les vende esa información?, ¿quiénes son los más interesados en comerciar el big data de áreas específicas como la Amazonia o la Selva Maya?
Por eso, no podemos quitar el dedo del renglón: es preciso romper con las falsas soluciones y promover una justicia ecológica real.
El autor es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Monterrey y cuenta con una distinción como investigador nacional (SNII Nivel 1-CONAHCYT).