El 12 de octubre se reconoce especial en Latinoamérica y en España porque marca el inicio de una nueva época. Aunque haya sucedido hace más de 500 años, para ganadores y perdedores, es un evento fundacional de identidad para todas las naciones que jugaron un rol.
Desde Madrid se siente la fiesta, en los eventos encabezados por el Rey Felipe y la futura heredera, Leonor. El simbolismo detrás de estas figuras reales sustenta y nutre al Yo español. De poco valen los cuestionamientos sobre el dinero público y demás intentonas para desaparecer a la monarquía.
El linaje de los borbones sobrevivió a la caída de las monarquía y el surgimiento de las democracias del siglo XX sorteando las barreras que suponía una república, hoy se reinventa en la dinámica política del siglo XXI.
Esto se sabe, pero es difícil comprender estos símbolos desde el otro lado del Atlántico. A pesar de las directrices bien intencionadas de Isabel la Católica y la Cortes de Cádiz, el contingente español enviado en el siglo XVI a las colonias no sostuvo los principios de respeto, igualdad e integración para las poblaciones indígenas, ni en lo político, económico, cultural ni lo social.
Los sentimientos colapsan entre la conmemoración del Día de la Raza y los festejos del Día de la Hispanidad. Esta última se asimila con orgullo nacional, honra a ese capítulo de la Historia, la colonización de medio planeta, la imposición de creencias, idioma y costumbres que subyacen todavía en cuatro continentes.
Por el otro lado del colapso, bajo el nombre de la Raza se conmemora el encuentro de las identidades de América y de Europa, poco habría que festejar desde el lado de los vencidos. Un encuentro y transición diferentes al de los angloparlantes que evolucionó hacia el Commonwealth. Tal vez, sin Napoleón, la identidad de la Hispanidad americana habría sido más armónica.
En México, se aprende del esplendor y grandeza de las poblaciones prehispánicas, innegable pasado fundacional. Una grandeza vagamente conocida a través de los restos que sobrevivieron a la Conquista. Esa larga historia posterior a la toma de Tenochtitlán nos cuenta del legado de aniquilación sistemática de personas, tradiciones y valores.
Es difícil celebrar –desde la derrota– el periodo de la dominación que acabó con la clase social y política –educada– que podría haber tendido los puentes de la identidad que surgía (seguramente por aquí se encuentren razones de la brutal diversidad que vive actualmente la región latinoamericana.)
Duele el cuestionamiento sobre la efectiva condición humana de los indígenas, si tenían o no los derechos concedidos desde Cádiz, si tenían o no un alma. Aun así, se sucedieron miles de condenas a muerte en nombre de la religión, bajo el auspicio de la Corona y el Consejo de la Suprema Inquisición.
En el imaginario latinoamericano hay una vertiente histórica mutilada difícil de integrar en los festejos actuales de la Hispanidad. Compartimos ancestros, religión, cultura, sabores, tenemos una conexión divergente en la concepción del pasado glorioso y de expansión.