Hace aproximadamente 57 años, en el apogeo de la Guerra Fría, se transmitió por televisión la primera temporada de la serie Star Trek. Presentaba tecnología futurista de la era espacial, efectos especiales que, al menos en aquel entonces, eran impresionantes y actuaciones que hoy parecen un tanto anticuadas. Sin embargo, era brillante a su manera y esperábamos poder verla cada semana en nuestros televisores en blanco y negro.
Un episodio de esa temporada fue “A taste of Armageddon” que traduciríamos como “un poco” o una “probada” del Armagedón. Era una parábola de la Guerra Fría, filmada solo cinco años después de la Crisis de los Misiles en Cuba, en la que se evitó un verdadero Armagedón nuclear mediante la diplomacia. Si esa crisis hubiera resultado en que un submarino ruso disparara un arma nuclear contra buques de guerra de la marina estadounidense, México habría sido impactado directamente por la radiación. Simplemente no importaba que no estuviera involucrado en la crisis.
En el episodio de aquella serie, la guerra se convierte en un juego de computadora. Después de años de matanzas, los planetas enfrentados lanzan ataques entre sí, simulados por computadoras. Los ciudadanos “muertos” en estos ataques luego se alinean obedientemente para ser “desintegrados” por su propio bando. Realmente mueren, pero su planeta permanece intacto.
Las críticas de la época calificaron aquel escenario como “inverosímil”, pero lo consideraron una visión futurista ambiciosa y profunda sobre la guerra. Al final, el valiente Capitán Kirk destruye los desintegradores, y plantea: “si los planetas quieren guerra, ahora tendrán que luchar a la vieja usanza”.
Si bien el escenario es exagerado e improbable, consideremos algunas formas de guerra que son habituales hoy. En primer lugar, está el concepto de guerra por poder. Un bando arma, entrena, equipa y proporciona información a un aliado. Aparte de unos pocos asesores, técnicos y voluntarios, no hay nadie en el campo de batalla. El aliado libra la guerra. Sus soldados y civiles mueren en la batalla; “ellos entran en el desintegrador”. Para todos los demás, la guerra está lejos y la muerte es abstracta.
Luego está la guerra que se libra con armas de largo alcance, misiles balísticos y de crucero, bombardeos aéreos, cohetes de largo alcance y drones. Los “guerreros” en realidad no ven a las personas que matan, pero las personas mueren de todos modos. Un video de un dron o una imagen satelital confirman la carnicería. Por supuesto, puede haber ataques de represalia contra los técnicos, si es que están en la zona de guerra. Sin embargo, las probabilidades para el guerrero son mucho mejores que en la infantería. Con armas de largo alcance, él o ella están lejos del frente, donde los soldados soportan la vida en trincheras a menudo frías y húmedas, escondiéndose de estas armas.
Luego está la guerra económica y de información. La guerra económica, como las restricciones al comercio y las sanciones, no resultan directamente en la muerte de nadie. Sin embargo, su objetivo es que los ciudadanos del país adversario sufran. La población se desmoraliza y exige paz o incluso se rebela contra su gobierno. Esto funcionó contra Alemania en la Primera Guerra Mundial, pero rara vez desde entonces. Desafortunadamente, los recuerdos de ese sufrimiento y el colapso económico que siguió llevaron al ascenso de Hitler y a otra guerra mundial en unas pocas décadas.
La guerra de información es hoy un aspecto fundamental en los conflictos. La propaganda y la construcción de la narrativa siempre han sido parte de los enfrentamientos armados, pero éste puede ser un tipo de guerra particularmente peligroso. Cuando se lleva al extremo, los líderes terminan creyendo en su propia propaganda, continúan luchando por una causa perdida y la gente simplemente deja de creer en su propio gobierno y en los medios de comunicación dominantes. Terminan recurriendo a fuentes de información a menudo poco confiables e incluso a demagogos políticos en busca de una explicación.
El peligro entonces radica en que los medios, el liderazgo político y el propio estado se desintegren en una nube de desinterés, incredulidad e incluso rechazo por parte de sus propios ciudadanos.
Estamos bastante lejos de caminar hacia los “desintegradores”. Sin embargo, el mundo está actualmente sumido en conflictos reales que ya han resultado en cientos de miles de muertes. Estas y otras guerras potenciales que se vislumbran en el horizonte podrían incluso transformarse, por errores de juicio o simplemente por equivocación, en escenarios de un conflicto más global o incluso en un desastre nuclear.
Para quienes vivimos en México estas guerras pueden parecer lejanas y no directamente relevantes para nuestras vidas, a menos que tengamos vínculos familiares u otros lazos con las zonas de conflicto. Sin embargo, lo que comienza lejos siempre puede llegar a nuestras costas, ya sea por impactos económicos o por nuestra proximidad a los Estados Unidos. La neutralidad mexicana podría no ser suficiente para protegernos del daño si uno de estos conflictos se sale de control. La situación internacional actual parece, para muchos observadores, más peligrosa que como había sido en décadas.
Aunque en México nos enfoquemos en agendas domesticas con el inicio de este nuevo sexenio y en las próximas elecciones en nuestro vecino del norte, debemos seguir atentos a los conflictos alrededor del mundo. Estos pueden no estar tan lejanos como parecen.
El autor es Doctor por la Universidad de Columbia, Estados Unidos, consultor, conferencista y experto en política internacional y asuntos globales, actualmente Director del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey.