Sentado en una silla Luis XVI dorada en su oficina en Miraflores, un extenso palacio neobarroco en el noroeste de Caracas, el presidente Nicolás Maduro proyecta una confianza imperturbable.
El país, dice Maduro en una entrevista de 85 minutos con Bloomberg Television, se ha liberado de la opresión “irracional, extremista y cruel” de Estados Unidos. Rusia, China, Irán y Cuba son aliados, su oposición interna es impotente. Si Venezuela tiene una mala imagen es por una campaña que recibe un alto financiamiento para demonizarlo, al igual que a su Gobierno socialista.
La grandilocuencia es predecible, pero entre sus denuncias contra el imperialismo yanqui, Maduro, que ha permitido la circulación de dólares y que la empresa privada florezca, ahora hace una declaración pública que apunta directamente a Joe Biden. ¿Cuál es el mensaje? Es hora de llegar a un acuerdo.
Venezuela, que alberga las mayores reservas de petróleo del mundo, está sedienta de capital y desesperada por recuperar el acceso a la deuda global y a los mercados de materias primas tras dos décadas de transformación anticapitalista y cuatro años de paralizantes sanciones estadounidenses. El país está en quiebra, su infraestructura se desmorona y la vida de millones se ha convertido en una constante lucha por sobrevivir.
“Si Venezuela no puede producir petróleo y vender, no puede producir y vender su oro, no puede producir su bauxita y venderla, no puede producir el hierro, etcétera, y en el mercado internacional no puede conseguir realizar su dinero, ¿de dónde va a sacar para pagarle a los tenedores que tienen la deuda venezolana?”, criticó Maduro, de 58 años, con las palmas hacia arriba en señal de apelación. “Este mundo hay que cambiarlo y hay que lograr una situación donde nosotros podamos regularizar esa relación”.
De hecho, mucho ha cambiado desde que Donald Trump impuso las sanciones a Caracas y reconoció al líder opositor Juan Guaidó como presidente. Su objetivo explícito, expulsar a Maduro del cargo, fracasó. Hoy, Guaidó está marginado, los venezolanos sufren más que nunca y Maduro se mantiene firme en el poder. “Estoy aquí en este palacio presidencial”, recalcó.
No obstante, ha habido poco de algo que se necesita con urgencia para poner fin al peor desastre humanitario del hemisferio occidental: un compromiso, de Maduro, de su oposición, de Washington.
Maduro espera que un acuerdo que alivie las sanciones pueda abrir las compuertas a la inversión extranjera, crear empleos y reducir la miseria. Incluso podría asegurar su legado como abanderado del chavismo, la peculiar forma de nacionalismo de izquierda de Venezuela.
“Venezuela se va a convertir en la tierra de las oportunidades”, comentó. “Invito a los inversionistas estadounidenses, no se queden atrás”.
En los últimos meses, demócratas como Gregory Meeks, presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, el representante Jim McGovern y el senador Chris Murphy, han argumentado que EU debería reconsiderar su política. Maduro, que últimamente rara vez sale de Miraflores o de la base militar donde duerme, lleva esperando una señal que indique que el Gobierno de Biden está listo para negociar.
“No ha habido ni una señal”, aseguró. “Ninguna”.
Parece poco probable que se produzca un cambio repentino. Con un amplio apoyo del Congreso, la administración de Trump culpó a Venezuela de violaciones de derechos humanos, elecciones arregladas, tráfico de drogas, corrupción y manipulación de divisas. Las sanciones que impuso a Maduro, su esposa, decenas de funcionarios y empresas estatales siguen vigentes. Si bien la política de Biden de restaurar la democracia con “elecciones libres y justas” es claramente diferente de la de Trump, EU aún considera a Guaidó como el líder legítimo de Venezuela.
Maduro ha ido cediendo un poco. En semanas recientes, trasladó a seis ejecutivos, cinco de ellos ciudadanos estadounidenses, de prisión a arresto domiciliario. También otorgó a la oposición política dos de los cinco cargos de la directiva en el Consejo Electoral y permitió que el Programa Mundial de Alimentos ingresara al país.
La oposición, aunque fragmentada, habla de participar en la próxima ronda de elecciones en noviembre. Noruega actúa como facilitador de las conversaciones entre las dos partes. Henrique Capriles, un líder clave que perdió ante Maduro en las elecciones presidenciales de 2013, dice que es hora de terminar con la política que sustenta que “el que gana se lleva todo”.
“Hay gente del lado de Maduro que también se ha dado cuenta de que el conflicto existencial tampoco es bueno en la posición en que ellos están, porque no hay manera de recuperar económicamente el país”, dice, tomándose un descanso de una visita a la pobre región de Valles del Tuy, a las afueras de Caracas. “Me imagino que el Gobierno debe tener grande presión interna”, comentó.
La economía de Venezuela ya estaba en ruinas cuando Maduro asumió el cargo. Su predecesor, Hugo Chávez, gastó en exceso y creó enormes ineficiencias con un programa bizantino de control de precios, subsidios y la nacionalización de cientos de empresas.
“Cuando Chávez llegó al poder, había cuatro pasos que cumplir para exportar un contenedor de chocolate”, recuerda Jorge Redmond, director ejecutivo de Chocolates El Rey en su oficina de ventas en el barrio caraqueño La Urbina. “Hoy hay 90 pasos y 19 ministerios involucrados”.
Venezuela, que una vez fue el país más rico de Sudamérica, figura ahora entre los más pobres. La inflación ha rondado el 2,300 por ciento anual. Según algunas estimaciones, la economía se ha contraído en 80 por ciento en nueve años, la depresión más profunda de la historia moderna.
Los indicios de deterioro pululan. En el Ministerio de Relaciones Exteriores en el centro de Caracas, la mayoría de las luces están apagadas y en las puertas de los baños hay letreros que dicen: “No hay agua”. Los empleados del banco central llevan su propio papel higiénico.
En todo el país, hay apagones a diario. En Caracas, el metro escasamente funciona y las pandillas gobiernan en los barrios. Unos 5.4 millones de venezolanos, una quinta parte de la población, han huido al exterior, provocando tensión en todo el continente. La frontera con Colombia es una tierra de nadie y sin ley. Cuba, de todos los lugares, ha brindado ayuda humanitaria.
Las sanciones impuestas a Venezuela se remontan a la presidencia de George W. Bush. En 2017, la administración de Trump prohibió el acceso a los mercados financieros de EU y, posteriormente, prohibió negociar deuda venezolana y hacer negocios con la compañía estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA).
La ofensiva fue brutalmente efectiva, acelerando el colapso económico. El año pasado, la producción de petróleo venezolano cayó a 410 mil barriles por día, la más baja en más de un siglo. Según el Gobierno, el 99 por ciento de los ingresos por exportaciones del país han desaparecido.
Maduro intentó todo el tiempo iniciar negociaciones con EU por otras vías. Envió a su canciller a una reunión en la torre Trump en Nueva York y a su hermano, el entonces ministro de Comunicaciones, a una en Ciudad de México.
Maduro dice que casi tuvo un cara a cara con el propio Trump en la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2018. La Casa Blanca, recuerda, había llamado para programar la cita, y luego rompieron el contacto. Maduro culpa a los halcones de la política exterior en la órbita de Trump, muchos de ellos cautivos por expatriados venezolanos en Florida.
“Al final, las presiones fueron insoportables para él y se cayó ese contacto”, dijo. “Si nos hubiésemos reunido, otra hubiese sido la historia”.
Maduro, exconductor de autobús y líder sindical, ha demostrado ser un superviviente consumado. Derrotó a sus rivales para cimentar el control del Partido Socialista Unido después de la muerte de Chávez en 2013, resistió a levantamientos en 2017 y 2019 y duró más que Trump.
Guaidó, quien trabajó en estrecha colaboración con la campaña estadounidense para derrocar a Maduro, se ha visto obligado a cambiar la estrategia, pasando de un cambio de régimen a negociaciones.
“Apoyo cualquier esfuerzo que genere elecciones libres y justas”, aseguró Guaidó en sus oficinas improvisadas en el este de Caracas, rodeado de recuentos no oficiales de casos de covid-19, estado por estado. “Venezuela está agotada, no solo la alternativa democrática sino la dictadura, todo el país”.
Si Maduro siente nervios, no lo demuestra. Varias veces a la semana, a menudo durante 90 minutos, aparece en la televisión estatal para criticar el “bloqueo económico” y prometer que está al servicio del pueblo. El teatro populista transmite una narrativa de cuidadosa redacción: la soberanía, la dignidad y el derecho a la autodeterminación de Venezuela están siendo pisoteados por el abuso inmoral del poder financiero.
Durante la entrevista, Maduro insiste en que no cederá si EU sigue poniendo una pistola en su cabeza y diciendo “actúa como yo quiero, si no, te disparo”.
“Nos convertiríamos en una colonia, nos convertiríamos en un protectorado, nos arrodillaríamos, traicionaríamos el legado histórico de estos gigantes, como Simón Bolívar”, afirmó.
La realidad, como todo venezolano sabe, es que Maduro ya se vio obligado a hacer grandes concesiones. Guiado por la vicepresidenta, Delcy Rodríguez, y su asesor Patricio Rivera, exministro de Economía de Ecuador, eliminó los controles de precios, redujo los subsidios, eliminó las restricciones a las importaciones, permitió que el bolívar flotara libremente frente al dólar y creó incentivos para la inversión privada.
Las zonas rurales continúan sufriendo, pero en Caracas el impacto ha sido dramático. Los clientes ya no tienen que pagar con fajos de billetes y los pasillos de los supermercados ya no están vacíos.
Maduro incluso aprobó una ley llena de garantías para los inversionistas privados.
Las reformas son tan ortodoxas que podrían confundirse con un programa de estabilización del Fondo Monetario Internacional, difícilmente el material de la Revolución Bolivariana de Chávez. Maduro responde que son herramientas de una “economía de guerra”. Por supuesto, la dolarización ha sido “una válvula de escape útil” para el consumidor y los empresarios, pero este y los demás guiños reacios al capitalismo son temporales.
“Más temprano que tarde, el bolívar volverá a ocupar un papel fuerte y preponderante en la vida económica y comercial del país”, aseguró.
No hace mucho EU consideraba a Venezuela como un aliado estratégico. Exxon Mobil, ConocoPhillips y Chevron tenían participaciones importantes en la industria petrolera del país y las refinerías en Texas y Luisiana fueron remodeladas para procesar crudo pesado de la faja petrolífera del Orinoco. Venezolanos adinerados viajaban a Miami con tanta frecuencia que se referían a la ciudad como su segundo hogar.
Todo eso cambió cuando Chávez fue elegido en 1998. Expropió miles de millones de dólares en activos petroleros estadounidenses y construyó alianzas con socialistas en Cuba, Bolivia y Ecuador.
Maduro ha ido más allá, acogiendo a los mayores enemigos de Washington. Describe la relación con Rusia como “extraordinaria” y envía tarjetas de cumpleaños al presidente chino, Xi Jinping. Es una burla para Biden: de seguir maltratando a Venezuela podría estar lidiando con otro Castro, no con un líder que aún tiene la esperanza de un acuerdo en el que todos ganen.
Los viajeros con acceso a la Sala VIP del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar entendieron cuáles son las nuevas amistades de Venezuela. Tres relojes montados en fila vertical muestran la hora en Caracas, Moscú y Pekín.
Al preguntarle en la entrevista qué significaban, Maduro respondió que “el mundo del futuro está en Asia”. Pero una idea cruza por su mente. Quizás, dice, también faltaría la hora de India, Madrid y Nueva York.
La tarde siguiente, de hecho, había seis relojes en la pared del salón. En este país, Maduro sigue siendo todopoderoso.
Excepto por algo: como tantas otras cosas en Venezuela, los relojes no funcionan.