El reconocimiento por parte del presidente ruso Vladimir Putin de la independencia de las dos repúblicas secesionistas de Donetsk y Lugansk se produjo tras una surrealista transmisión en directo de una reunión del Consejo de Seguridad en el Kremlin.
Sentado frente a los 13 miembros del consejo, Putin engatusó y discutió mientras, uno a uno, sus más altos funcionarios –entre ellos Dmitri Medvédev, expresidente y ex primer ministro, y el ministro de Asuntos Exteriores del país, Serguéi Lavrov– subían al atril para dar a su jefe “razones” para el reconocimiento formal de las dos repúblicas al este del país como estados independientes.
Tras esta decisión, autorizó a las tropas rusas a cruzar a las repúblicas como “mantenimiento de la paz”. También se informó de que los tratados de reconocimiento otorgan a Rusia el derecho a establecer campamentos militares allí.
Culpando de la decisión a Ucrania y a los gobiernos occidentales –sobre todo a Estados Unidos– que “controlan” a Ucrania, Putin cuestionó en más de una ocasión la propia legitimidad de la existencia de Ucrania como estado-nación y planteó un argumento muy similar a un ensayo que publicó en la web del Kremlin en julio de 2021, “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”.
Putin describió el reconocimiento como el paso decisivo de una verdadera “gran potencia” que hace valer sus intereses y protege a las comunidades “afines” vulnerables. Pero la táctica plantea más preguntas que respuestas. La más obvia de ellas es si se trata del fin de la crisis actual, o al menos del principio del fin de la misma.
Una lectura optimista sería que el reconocimiento ofrece una salida para todos. Putin salva la cara humillando a Ucrania y a Occidente, pero evita una guerra a gran escala y los costes humanos y económicos que ello supondría para Rusia.
Si se toma esto al pie de la letra –que Putin solo está interesado en proteger los derechos de las dos repúblicas prorrusas–, aceptar el reconocimiento evitaría a Ucrania una gran confrontación militar con Rusia. También significaría que Kiev evitaría las dificultades políticas internas y los costes socioeconómicos que supondría para el presidente ucraniano Volodymyr Zelenskyi y su gobierno una aplicación del profundamente impopular acuerdo de Minsk de 2015.
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