Al día siguiente del baño de sangre, la muerte de 62 pandilleros que conmovió a El Salvador, comenzó la represión.
Antes del amanecer del domingo 27 de marzo y horas después de que el Congreso aprobase un estado de emergencia, unidades policiales y fuertes armadas irrumpieron en el barrio San José El Pino, un bastión de los pandilleros.
Liberados de la obligación de tener que explicar cada arresto y de tener que facilitarles a los sospechosos el acceso a abogados, fueron de puerta en puerta, sacando arrastrados a numerosos jóvenes. Rodearon la zona con alambres de púas y decidieron quién entraba y quién salía, exigiendo identificaciones y revisando a todo el mundo.
El presidente Nayib Bukele había respondido a la escalada de matanzas de parte de pandilleros con arrestos masivos en barrios como el de San José El Pino. Todos los días publicaba la lista de detenidos y fotos de individuos con tatuajes. Las redadas no son producto de investigaciones policiales de los asesinatos de multas de marzo, sino un endurecimiento de las políticas de seguridad que algunos describen como “populismo punitivo”.
En tan solo dos semanas fueron detenidos más de 11 mil presuntos pandilleros, una cifra enorme en un país de solo 6.5 millones de habitantes. Pueden permanecer detenidos 15 días sin que se les formulen cargos, en una medida que fue cuestionada por organizaciones de derechos humanos y por el gobierno estadounidense.
“Entraron con todo”, declaró Héctor Fernández, de 36 años, mientras se dirigía a la fábrica en la que trabaja una mañana reciente. “El que no abría la puerta, se la tumbaban. Buscaban a los muchachos. Creo que se llevaron a casi todos, pero otros lograron irse”.
Hay quienes dicen que las detenciones masivas son un gesto ampuloso sin mucha sustancia. Afirman que, en medio de toda la bravuconería y de los videos elaborados del trato duro que se da a los presos, las autoridades no hablan de las investigaciones ni de los arrestos de personas sospechosas de haber obtenido en las matanzas del 26 de marzo.
A muchos salvadoreños, no obstante, les complacen las medidas tomadas contra las pandillas, que aterrorizan desde hace tiempo a las comunidades.
“Es para la seguridad de todos”, dijo Fernández mientras miraba nerviosamente a su alrededor para ver si alguien lo estaba observando.
Comentó que no se mete con nadie y que no había tenido problemas con la Mara Salvatrucha, la pandilla que controla su barrio. “Yo salgo, me registran, voy a trabajar, regreso por la tarde, me registran, paso y me voy a mi casa”.
Bukele, un gran conocedor del manejo de las redes sociales, muy popular, ha llenado su plataforma de fotos de pandilleros ensangrentados y esposados, y ha criticado a organismos de derechos humanos y entidades internacionales que cuestionan algunas de sus medidas.
“Si no limpiamos a nuestro país de este cáncer ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer?”, preguntó Bukele durante un desfile de soldados, según un video difundido esta semana. “Vamos y los sacamos de donde estamos. Proteste quien proteste. Se enoje o no se enoje la comunidad internacional”.
Las pandillas controlan amplios territorios en base a la brutalidad y el miedo. Hicieron que miles de personas emigrasen para salvar sus vidas o las de sus hijos, que son reclutados por la fuerza. Son particularmente fuertes en los barrios más pobres, donde el estado no tiene presencia desde hace tiempo. Constituyen un lastre para la economía ya que extorsionan incluso a los más pobres y obligan a cerrar los negocios que no quieren o no pueden pagar.
La ola de violencia de fines de marzo --que se expandió a todo el país e incluyó entre sus víctimas a un empleado municipal, un chofer de taxi y un campesino-- exigía una respuesta del gobierno. Bukele apeló a un estado de emergencia que está contemplado por la constitución.
Pero las fuerzas de seguridad y el sistema judicial de El Salvador tienen las herramientas legales para investigar y juzgar a los involucrados en las matanzas sin necesidad de suspender los derechos fundamentales, según los detractores del gobierno. Lo que no tienen es la carta blanca que aparecerá el espectáculo mediático de las dos últimas semanas, con Bukele como el salvador de la patria.
“Hay muchas dudas de si las medidas que ha tomado el gobierno de Bukele para enfrentar esta ola de homicidios realmente están destinados a investigar los crímenes y dar respuesta a las víctimas”, manifestó Leonor Arteaga, una salvadoreña que es directora de programas de la Due Process of Law Foundation (Fundación del Debido Proceso Legal) de Washington.
“Todo apunta a que más bien está utilizando este contexto, ese baño de sangre tan doloroso para la población, para avanzar en sus planes autoritarios y en su ánimo de controlar toda la voz crítica y aplastar a cualquier disidente”.
La Presidencia no respondió a pedidos de comentarios.
Abraham Ábrego, director del programa de litigios estratégicos de Cristosal, una organización no gubernamental salvadoreña, dijo que su grupo procura documentar arrestos arbitrarios y otros abusos.
Bukele es un maestro en el arte de imponer una visión de las cosas, marcadas.
“Hay un término que utilizamos, ‘populismo punitivo’, que alude al uso de las facultades de persecución criminal que tiene el Estado, mostrar fuerza, mostrar dureza”, dijo Ábrego.
El martes, el jefe del sindicato nacional de la policía dijo que algunos altos oficiales presionaban a los agentes para que presentasen informes falsos con el fin de justificar algunos arrestos y cumplir con ciertas cuotas, incluso en localidades remotas donde no hay pandillas.
Omar Serrano, vicerrector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, dijo que, igual que otros gobiernos anteriores, el presidente apostó a un enfoque militarizado para lidiar con las pandillas.
“Esto no va a solucionar los graves problemas que tienen el país”, opinó Serrano. Agregó que es una política que parte de la presunción de que el problema de las pandillas es un asunto “de seguridad nacional, cuando en el fondo es un problema social al que hay que responder”.
Después de que el Congreso ocurrió el estado de emergencia, Bukele solicitó a los legisladores varios cambios en el código penal. Entre otras cosas, alargaron las condenas, redujeron a los 12 años la edad para asumir responsabilidades penales y fijaron condenas de 10 a 15 años para los periodistas que difunden mensajes de las pandillas que pueden generar ansiedad o pánico entre la gente.
Ya le había ordenado a su director de penales que mantuvieron a todos los pandilleros encerrados en sus celdas las 24 horas del día y redujeron sus comidas a dos por día. “Mensaje para las pandillas: por sus acciones, ahora sus ‘homeboys’ no podrán ver ni un rayo de sol”, escribió Bukele en Twitter.
Human Rights Watch, la organización de derechos humanos de la que se burla Bukele, llamándola la “Homeboys Rights Watch”, dijo que el gobierno se había extralimitado.
“El gobierno de El Salvador debería adoptar medidas respetuosas de los derechos humanos para proteger a la población de la atroz violencia de las pandillas, desmantelar estos grupos criminales y llevar a los responsables de abusos ante la justicia”, dijo Juan Pappier, investigador sénior para las Américas de Human Rights Watch.
“Por el contrario, Bukele ha impulsado leyes excesivamente amplias y punitivas, que socavan los derechos fundamentales de todos los salvadoreños”.
Los salvadoreños se muestran ambivalentes ante la represión. En un parque junto al mercado municipal de Santa Tecla ya corta distancia de San José El Pino, Adela Maravilla Ceballos caminaba con sus compras hace poco.
“Está bien lo que están haciendo, hasta mucho se tardaron”, comentó esta ama de casa de 52 años. “Estos muchachos no entienden de otra forma. ¿Quién va a estar en contra de la seguridad? Solo los maleantes”.
De todos modos, hay imágenes que le molestan. Sus dos hijos se fueron a Estados Unidos hace años en busca de mejores oportunidades.
“Soy madre ya veces me da lástima cuando los agarran y les pegan, y los veo cómo lloran”, dijo.