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‘Esto no es vida’: el drama de los desplazados en Ucrania

Desde el comienzo de la invasión rusa a Ucrania, miles de personas tuvieron que escapar a Leópolis para intentar vivir en paz.

Iryna y Volodymyr, desplazados internos de Irpin. (AP)

Leópolis, Ucrania.- Los monótonos edificios de departamentos grises y negros al final de la línea del tranvía en esta ciudad del oeste de Ucrania parecen ajenos a lo que pasa en el mundo. Sin embargo, detrás de cada ventana, hay una historia.

Hay una pareja que se lamenta porque probablemente nunca pueda volver a vivir en la casa que se estaba construyendo en Bucha. Una familia pasó horas en un refugio subterráneo en Irpin, atrapada entre dos ejércitos. Una mujer que logró escapar de Járkiv, pasó a ser una desplazada por segunda vez en una década.

Todos escaparon a Leópolis, junto con otras 500 mil personas, una pequeña parte de los 10 millones de ucranianos forzados a abandonar sus casas y radicar en otras partes del país debido a la guerra.

Muchos duermen en colchonetas, en centros culturales y escuelas, en salas atestadas, junto con parientes y amigos. Algunos no piensan quedarse en el país, sino irse a la vecina Polonia o más allá. Otros empiezan a echar raíces frágiles. Los demás no saben bien qué harán. La mayoría sueña con volver a sus casas, suponiendo que sigan de pie.

Unas 50 personas se refugiaron en un edificio de nueve pisos en el bulevar Trylovskoho. Es un sitio tranquilo. Por sus ventanas ven una escuela y un parque para niños, no tanques ni proyectiles. Es otro mundo respecto al que dejaron, aunque en los últimos días Leópolis también fue blanco de los misiles rusos.

Las familias viven muy pegadas entre sí. Muchos no se conocen entre ellos, pero reconocen a las personas desplazadas, como ellos, sin siquiera hablar con ellas.


Si alguien toma el ascensor vetusto, camina por corredores oscuros y los visita en sus departamentos temporales, notará que viven en un limbo.

“Este departamento no es mío, esta no es mi vida”, afirmó Marta Kopan. “Pero ahora estoy aquí”.

Las vidas que quedaron en pausa

Marta lleva 40 semanas de embarazo. Su feto la patea vigorosamente mientras ella revisa una bolsa con ropa para la niña en un departamento del cuarto piso que una prima le prestó a su familia. Todos los planes para el nacimiento de la niña, igual que tantas otras cosas, quedaron en el aire. El sitio donde debía dar a luz fue bombardeado.

“El 24 de febrero (cuando comenzó la invasión), nuestras vidas se detuvieron”, dice Marta, de 36 años. Recuerda que miró por la ventana del departamento de su familia en Kiev y observó colas de vehículos que se iban a lugares más seguros. A los pocos días, Marta, su esposo y sus dos hijos, se sumaron.

Ahora, a 480 kilómetros, a veces no siente nada. Otras, se siente acongojada.

“No quiero leer las noticias”, manifestó entre sollozos. “Sé lo que me cuentan mis amigos”.

Sus amigos le cuentan que hay casas destruidas y cadáveres hechos pedazos. Una amiga trabaja ahora de partera en un refugio subterráneo. Le envió fotos de casi 200 mujeres que esperan dar a luz.

Marta sabe que pudo haber sido una de ellas.

Kiev no es lo único que dejó atrás. En Bucha, en las afueras de la capital, la esperaba una nueva casa diseñada por la madre de Marta. Cerca de la vivienda hay bosques, senderos para caminar y campos para recoger hongos y frutos de bosque. Los ocupantes rusos se han retirado, dejando atrás recuerdos de los horrores de la guerra, y su familia no sabe si la casa sigue en pie.

Quieren quedarse en Ucrania, pero no tienen un plan a largo plazo. Marta y su esposo son médicos y desean quedarse y ayudar. Por ahora, viven día a día. Su hijo mayor, Nazar, de seis años, toma clases por internet.

Si bien sabe que eso no es posible por ahora, a veces el pequeño dice que quiere volver a Kiev. “Quiero la vida normal que llevábamos”, les dice.

“Quiero que mis hijos tengan sus propias habitaciones, con sus legos y lápices de distintos colores”, afirma Marta.

El niño se acurruca y besa la barriga de su madre. “Espero que no se moleste cuando ella llore”, expresa la madre.

Horas después, al caer la noche, suenan las sirenas, anunciando ataques aéreos. La familia no quiere ir a refugios.

La añoranza de volver a los tiempos donde había paz

Iryna Sanina, de 33 años, habla en el descanso de una escalera, entre piso y piso. Se recuesta sobre su marido, Volodymyr. Luce el único suéter que se llevó con ella cuando se fueron de Irpin. Tiene pantuflas, sin medias. Así y todo, sale a fumar a pesar del frío.

Los ojos se le llenan de lágrimas cuando cuenta su historia. Ella y su marido estuvieron atrapados durante días entre las fuerzas ucranianas y rusas. Pronto aprendieron a distinguir entre el fuego de unos y de otros. El puente que les hubiera permitido buscar un lugar más seguro fue destruido por los ucranianos para entorpecer el avance ruso. Su esposo insistía en que se fueran, pero ella se resistía.

Se escondieron en un refugio subterráneo del patio. Cuando amainaban los disparos, se asomaban y les gritaban a sus vecinos, para ver si estaban vivos. Volodymyr permaneció más tiempo que ella en Irpin, para ayudar con las evacuaciones, pero fue duro. Los neumáticos eran inutilizados por las esquirlas de la metralla. Se cortaron las comunicaciones e Iryna solo podía enviarle mensajes de texto. “Veía que recibía los mensajes, pero él no podía responder”, comentó ella. “Pasaban días sin que supiera cómo estaba. Fue horrible”.

Unos vecinos de edad avanzada lo convencieron finalmente de que se fuera, por el bien de su hijo de 14 años. El niño se encuentra a tres horas de Leópolis, con su abuela, en un sitio seguro, donde no hay bombardeos aéreos ni sirenas.

Iryna y Volodymir comparten un departamento en el sexto piso con otros cuatro adultos de Irpin, todos ellos colegas de una firma farmacéutica en la que trabajaba la pareja. No es fácil convivir con otras personas, dice Iryna. “Pero sabemos que mucha gente lo perdió todo”.

La pareja no quiere que los demás sepan que vienen de Irpin. No quieren que los vean como víctimas. Sueñan con volver a su casa, sin importar el estado en que la encuentren, y reconstruirla.

Más que nada, agrega Iryna, “quiero volver y despertarme el 24 de febrero”, antes de que empezara todo. De nuevo saltan las lágrimas.

Sospechas de lo que queda

El techo de la cocina se está descascarando. La cama es un colchón inflable. Las habitaciones no tienen casi muebles, pero Zlata, la hija de ocho años de Olya Shlapank, hace piruetas en su habitación con un nuevo amiguito y les dice a sus padres: “quedémonos en Leópolis”.

Olya, de 28 años, y su marido, Sasha, sospechan que no queda mucho en Járkiv y en la casa que compraron hace seis meses. En el primer día de la invasión se refugiaron en el tren subterráneo, junto con cientos de personas.

Olya recuerda “lo que más temía en la vida”: despertar a su hija para decirle que había empezado la guerra. Por suerte, cuenta, Zlata no vio demasiados horrores, “pero cuando escucha ruidos, intenta esconderse”.

Una semana después, se fueron en auto a Leópolis, pensando que se quedarían un día o dos. Viven con su perro cocker spaniel Letti en un departamento del octavo piso encontrado “por el amigo de un amigo de un amigo de un amigo”. Conseguir vivienda en Leópolis resultó difícil. Algunos propietarios no querían alojar un perro y no faltaron los que no querían a Sasha. “Mucha gente decía que el marido debe estar combatiendo”, expresó Olya.

Sasha sigue trabajando en informática. Olya no está lista para buscar empleo. Ello implicaría aceptar que se van a quedar en Leópolis, tal vez para siempre. “Quiero esperar un poco”, manifestó. “Esto no es vida para mí”.

Años atrás, Olya escapó de la región de Donetsk, en el este de Ucrania, en medio de combates. Esa experiencia le enseñó a no caer presa del pánico. Pero se siente sacudida por el impacto de la campaña propagandística de Rusia en la gente que quiere. Casi no puede hablar de la guerra con sus padres, que viven en Donetsk, región muy influenciada por los rusos. Le cuesta convencerlos de que Ucrania no ataca a su propia gente.

Amigos en Rusia le dicen cosas parecidas, si no peores. “Ustedes los ucranianos merecen morir”, le escribió alguien. Olya le respondió que deje las drogas y el alcohol. Le pareció la mejor respuesta en ese momento.

Lleva años evitando ver los noticieros. Ahora los ve por horas. Cocina. Juega con su hija. Trabaja como voluntaria, ayudando a otros desplazados.

Para pasar el tiempo, están armando un rompecabezas en el piso, pero el perro se comió algunas piezas y probablemente nunca puedan terminarlo.

Los que se prepararon para la guerra

Olha Salivonchuk no fue desplazada, pero se viene preparando desde hace tiempo para eso.

A diferencia de muchos compatriotas, se tomó en serio las advertencias que venían de Occidente acerca de una inminente invasión rusa y tenía una bolsa con ropa, medicinas, comida y documentos desde noviembre. El 24 de febrero, su esposo la despertó y le dijo: “Ya empezó”. No hizo falta decir nada más. Sabía que aludía a la invasión. Le asoman las lágrimas al recordar ese momento.

Directora de la asociación de propietarios de departamentos, Olha vio cómo se vaciaba su edificio al comenzar la guerra. “La gente que vivía aquí, sobre todo si tenían hijos, desapareció en un instante”, relató. “El edificio quedó casi vacío. De noche no había luces. Tampoco había vehículos estacionados en la calle. Daba miedo”.

Al ver que no atacaban a Leópolis, mucha gente regresó. Y en los días y semanas que siguieron, Olha, de 41 años, observó la llegada de personas de sitos como Cherníhiv y Járkiv y se amontonaban en los departamentos con amigos, familiares y compañeros de trabajo. La propia Olha albergó a una querida amiga de Kiev en su departamento del noveno piso durante varios días.

En el octavo piso se instaló una familia de Kiev que preguntó qué podían hacer. Ayudaron a fabricar las redes de camuflaje que cubren los retenes en la ciudad, utilizando retazos de tela.

Olha nunca ha pensado en partir, incluso cuando una incursión aérea rusa estremeció el edificio. Su familia vive en la ciudad desde hace generaciones, y ella reside en el departamento desde hace 12 años.

Cada vez que suena la sirena de un ataque aéreo, ella, su esposo y su hija Solomiya, de 13 años, van con su bagaje a un refugio improvisado en el pasillo. Ha pegado cinta engomada en sus ventanas porque vio hacerlo a gente que huyó del este de Ucrania. “Tal vez saben algo”, dice.

Olha es consciente del nerviosismo de la gente recientemente desplazada que la rodea. “Les digo ‘eres nuevo’. No quiero hacer preguntas. No sé si quieren hablar de la guerra. Pero si inician esta conversación, los escucho”.

“Son lo mismo, son ucranianos”, dice Olha. Hablan con nostalgia de sus poblaciones abandonadas, pero “comprenden que aquí también tienen un hogar”.

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